Ethan (o Izan) habla de la droga como quien habla del tiempo. Tiene ese concepto interiorizado y en la punta de la lengua. Pero es que Ethan solo tiene cuatro años, casi cinco. Nació en 2016 y solo conoce una realidad: la Cañada Real de Madrid. La droga, mucha; el tiempo, malo. Muy malo. Como en casi toda España. Es noche cerrada y el termómetro está en negativo en todo Madrid, también en el lugar donde llevan cuatro meses sin luz ni agua caliente.
Lo primero que uno se pregunta es: '¿Y ahí, cómo se entra?'. Da igual cuánta calle tengas o cuántos bares de Malasaña hayas cerrado. La Cañada Real es un universo paralelo, otra realidad. Parece el tercer mundo, pero solo está a 13 kilómetros de la Puerta del Sol. Al final, la duda se resuelve como casi todas: ¿cómo se entra? Pidiéndolo por favor.
La parte más abandonada de esta comunidad capitalina vive sus días más oscuros, figurada y literalmente. Hace cuatro meses que los vecinos de la Cañada no tienen luz por corte de suministro. A esto hay que añadirle la pandemia y un temporal que deja los termómetros marcando mínimos históricos. El resultado: un pozo de miseria cada vez más hondo. EL ESPAÑOL ha recorrido los sectores 5 y 6 de la Cañada Real en plena noche de este pasado martes para conocer de cerca cómo lo viven sus vecinos, entre los que hay tantos justos como pecadores y tantos adultos como niños. Como suele ocurrir, todos lo pagan por igual.
El taxi llega hasta donde puede. No por miedo, sino por el hielo, que cubre a tramos la carretera de la Cañada. Ni el coche ni la mascarilla consiguen mitigar el mal olor. En los arcenes, basura y nieve. Hemos quedado con Ángel en la mezquita. El Google Maps solo marca una. Mientras esperamos, Haslam hace su aparición silenciosa. Que qué hacemos aquí, que si somos los del taxi. Sí, esperamos a Ángel.
Ofrece resguardo, el poco que tiene. “Ya ves cómo estamos aquí”. El lugar de culto está iluminado por un generador. Las cañerías están totalmente congeladas. Entre la oscuridad y las mascarillas, solo la voz y la intuición permiten distinguir a un vecino de un foráneo. Haslam cuenta que lleva aquí desde 2003 y, como cabía esperar, no ha visto nunca nada igual. Vibra el móvil, es Ángel.
—¿Dónde estáis?
—Aquí, en la mezquita
—¿Dónde? Yo estoy aquí donde el portón verde.
—¿Qué portón verde?
—Vale, os habéis ido a la Cañada de Rivas. Yo estoy en la de Vallecas.
La Cañada mide 15 kilómetros. Es como una ciudad lineal desde la M-45 hasta el Manzanares y está dividida en seis sectores. Nos hemos ido al 3 o al 4, quién sabe. Aquí no hay carteles. Ángel está en el 6. Pues de vuelta a la rotonda donde solían parar las kundas. “Chicos, ¿os acerco a algún lado?”, pregunta un amable conductor al ver a dos ateridos periodistas esperar a su fuente. No, muchas gracias.
Ángel aparece a los pocos minutos a bordo de un coche negro con bastantes kilómetros y totalmente ocupado. Viene con séquito. “Seguidme hasta ahí”. Ese ahí está a pocos metros, es el bar del sector 5, uno de los pocos edificios cuya luz no proviene de un generador. Un poco más lejos, se ven hogueras dispersas por el camino. Ahí, Ángel presenta a Juanjo Escribano, el más veterano de los vecinos, el pionero y portavoz de la Cañada. ¿El patriarca, quizás? El respeto que desprende hace pensar eso.
“Esto es un corte intencionado a todo un vecindario con el único objetivo de apropiarse de nuestros terrenos. Llevan años haciendo especulación urbanística con la Cañada. Vienen excusándose en que en esta zona hay plantaciones de marihuana. Yo no lo voy a negar, pero esa no es la causa. Si hay una plantación, es tan sencillo como llegar y cortarle el suministro, pero que el resto de los vecinos siga teniendo luz”.
El hombre empieza a hablar de sí mismo en tercera persona: “Aquí llevamos 36 años con suministro eléctrico porque Juan José Escribano Cabello enganchó los primeros centros de transformación. No son enganches ilegales, como están diciendo en algunos medios”.
Escribano se considera responsable del suministro eléctrico del lugar, porque lo construyó él mismo. Pero, “en estos últimos años, la gente ha ido buscándose la vida y ha ido haciendo nuevos enganches. Yo me hago responsable de esos enganches, porque no son ilegales. No están autorizados, pero no es ilegal. Hay que saber diferenciar”.
“A mí, que me digan qué cantidad he defraudado para poderla pagar. ¡Es que aquí ni la podemos pagar! Como no tenemos el derecho a tener electricidad, no tenemos la obligación de pagarla. Es lo que la señora Ayuso debería saber”.
Eso y las consecuencias que conlleva vivir allí durante el temporal Filomena. Nada más explicativo que el tuit de Lidia Ortega Herruzo, médica del Equipo de Intervención en Población Excluida (EIPE) y del centro de salud Vicente Soldevilla. "Cuando los niños de la Cañada Real dicen que tienen frío... ¡Emergencia ya!", escribía.
Ella y su equipo —con Beatriz Aragón (médica titular) y Santiago García (enfemero titular)— llevan trabajando allí más de 13 años. Lo que han visto, comprobado y expuesto no tiene parangón: las imágenes dejan constancia de las quemaduras de los niños cuando se calientan y de los problemas en la piel. Difícil desearle a nadie estas noches gélidas. Menos aún, los niños. Hay cerca de 1.500 en la Cañada.
Hogar de tres niños
La casa de Ángel está hecha de láminas de chapa y una capa de yeso. La lavadora la tiene fuera y la ropa tendida, también. En el interior, está la revolución, en forma de tres niños de entre uno y diez años. “¿Sois los de la tele?”, pregunta emocionado Fabián el Loco, cuñado de Ángel, hermano pequeño de su mujer, Amelia.
Una chimenea hecha con un barril metálico y oxidado preside el salón. La estufa y lo pequeño de la estancia hacen que el lugar esté mucho más cálido que el gélido exterior. De fondo, un televisor de generosas proporciones sintoniza el canal Factoría de Ficción, de Mediaset. Están poniendo La que se avecina.
Amelia es una hermosa mujer de facciones puramente romaníes. Amamanta al menor de sus hijos y recibe a los periodistas con una sonrisa de oreja a oreja y perfectamente maquillada. En el brazo derecho lleva tatuado su propio nombre, por si algún día se le olvida. Esta mujer de 25 años lleva desde la infancia en la Cañada. Aquí han nacido y crecen sus tres hijos: Juan (nueve años), Ethan (cuatro) e Ibrahim (uno y medio). Desde que cortaron la luz, ninguno va al colegio.
Ethan pide “un cigarro, tío”. Su padre le amenaza con darle un bofetón de cuello vuelto. El hijo mediano de Ángel y Amelia es el más revoltoso y alegre de todos. Los otros tampoco se quedan atrás y empiezan a jugar con la cámara del fotógrafo, que muestra una santa paciencia solo propia de alguien que es padre.
Antes de que llegara el temporal, la peor nevada en más de un siglo, Ángel hizo aprovisionamiento para su familia. “Mi suegro nos tuvo que dejar 200 euros para comida”, recuerda. El hombre tiene 31 años y tuvo que enterrar hace poco a su padre, muerto con solo 48. La familia sobrevive entre la chatarra y el trapicheo, apoyados por los suyos. Piden que nada de retratos.
El búnker de los Kikos
Hacer fotos de noche en la Cañada es un deporte de riesgo y, además, difícil por la falta de luz. Por eso Ángel accede a dar una vuelta a bordo de su coche. Nos acompaña el mediano de sus hijos, Ethan. Ángel señala a una zona iluminada: “Mira ahí es donde se vende…”. Y su hijo termina la frase: “¡La droga!”. El padre asiente resignado y le ordena que se siente bien.
El coche se detiene un momento frente al búnker de los Kikos. El edificio está tapiado con ladrillo desde el macro operativo contra la droga que desarticuló al clan más poderoso de la Cañada el pasado 5 de octubre. Al frente de la banda estaba Kiko Hernández, de 47 años, un viejo conocido de la Policía Nacional.
Aquel día los agentes incautaron 522.000 euros en efectivo y 19 kilos de cocaína hallados en diversos registros. También se llevaron 18 armas de fuego con 2.000 cartuchos de munición, una prensa hidráulica y una máquina envasadora al vacío, así como diversas joyas, relojes de lujo, 11 vehículos y hasta 250 décimos de lotería en cinco registros practicados en la Comunidad de Madrid y en Castilla-La Mancha. Ese día se recuerda muy bien en la Cañada.
Igual que los Kikos ocuparon el lugar de los Gordos cuando estos cayeron, llegará otro que hará lo mismo. El que no sea cómplice, terminará siendo víctima. Quizá de las acciones de un clan, o quizás de las de una gran compañía eléctrica.
—Ángel, ¿no has pensado en dejar la Cañada?
—Buff, macho. Si yo he vivido fuera, en Alcorcón. Pero ¿qué voy a hacer en otro sitio? ¿Coger chatarra? Eso ya lo hago aquí, donde está mi familia, mi gente.
El hombre vive atrapado en el lugar que le vio crecer y, tras él, van sus hijos, como el pequeño Ethan que hojea la libreta de este periodista sin entender ni jota. Terminada la ruta, nos lleva al punto de partida haciendo uso de la reserva de su coche. Allí, nos recoge el taxista más valiente de Madrid. Gracias, Roberto. “¿Qué? ¿Cómo ha ido?”. Difícil de describir de sopetón. Pero ya lo escribió Lorca y lo cantó Marea: Oh, ciudad de los gitanos, ¿quién te vio y no te recuerda?