“Yo nací el 14 de abril de 1931, a la hora en que estalló la República. Mi madre me decía: "Tú naciste a las cinco de la tarde, en el mismo momento en que estaban izando la bandera republicana en el Ayuntamiento de Cádiz’”, cuenta el empresario jubilado José Cerviño Vila. Y enseña la fecha de nacimiento que figura en su carné de identidad, 14-04-1931, coincidente con uno de los días más importantes en la historia de España.
Al inaugurar 2021, EL ESPAÑOL ha recogido los testimonios de José, Federico, Diego, Rosa, Buensuceso y Emerenciana, tres hombres y tres mujeres que llegaron al mundo durante 1931 y que 90 años después aún están aquí con salud para contar cómo les ha ido la vida desde entonces. Han conocido la democracia republicana, la Guerra Civil, la dictadura franquista y el nuevo periodo democrático aún vigente bajo la restaurada monarquía de la Constitución de 1978.
Son de derechas, de izquierdas, de centro o de nadie, pero tienen en común muchísimo más: ninguno se queja, todos han trabajado muchísimo, son muy prudentes e incluso evasivos al tocar el tema político (acostumbrados durante años a callar por fuerza) y se sienten unánimemente satisfechos con lo que han logrado, en paralelo a la modernización del país. Los supervivientes de la generación española nacida con la II República cumplen 90 años en este esperanzador 2021 que empieza a superar la pandemia de 2020. Frente al debate sobre si monarquía o república, pasan de largo sin pronunciarse demasiado, como un tema menor. Puestos a pedir, prefieren metas más sencillas, también más ambiciosas: salud, trabajo y paz para sus descendientes.
José Cerviño
El 12 de abril de 1931 los partidos republicanos ganan las elecciones municipales y el rey Alfonso XIII de Borbón —abuelo de Juan Carlos I y bisabuelo del actual monarca Felipe VI—, abdica y parte al exilio. Dos días después, se proclama la II República. El cambio de régimen se produce justo mientras Rosa Vila está pariendo en el Hospital de Mora de Cádiz, la ciudad que en 1812 alumbró la primera Constitución española. Es un parto a vida o muerte. El médico Pablo Bauzano le practica un raspado en la matriz y la madre, que pasará varios meses ingresada, salva la vida y logra dar a luz a un niño sano: José Cerviño Vila, 14 de abril de 1931, Cádiz.
El simbolismo de nacer el 14 de abril de 1931 marcará su vida para bien. El año siguiente, en 1932, entre los actos para conmemorar el primer aniversario de la proclamación de la República, el Ayuntamiento de Cádiz decide premiar a los niños nacidos el 14 de abril de 1931 con un curioso regalo de cumpleaños: una cartilla de la Caja de Ahorros con un primer depósito de 25 pesetas para cada uno, que administrarán sus padres hasta que alcancen la mayoría de edad. El diario El Noticiero Gaditano publica en su edición del 14 de abril de 1932 el anuncio del Ayuntamiento con la relación de los ocho niños premiados, nacidos justo un año antes, cinco varones y tres mujeres: Vicente Rendón Oitabua, María de los Ángeles Campos Espigado, Manuel Pájaro Molina, Manuel Rodríguez Mota, María Josefa Armario García, Antonio Peci de la Cruz, Mercedes Herrera Montero y José Cerviño Vila (a quien escriben por error el apellido como “Serviño”).
De ellos, EL ESPAÑOL ha podido comprobar que viven al menos los dos últimos, lo que da un porcentaje de supervivencia a los noventa años del 25%. Contactado por teléfono, un hermano de Mercedes confirma que su hermana vive y está con una hija en el vecino municipio de San Fernando, pero se niega a facilitar sus señas. Respecto a José Cerviño, fundador en 1955 de la industria Cordelería Hércules, su hijo Santiago, que dirige hoy la empresa, informa de que su padre, al igual que su madre, sigue vivo y con buena salud mental y hace posible el encuentro con este periódico.
—José, ¿qué hizo con el dinero de la cartilla que le regaló el Ayuntamiento por haber nacido el 14 de abril de 1931?
—Mi madre me dio la cartilla cuando fui mayor y para entonces tenía ya cien pesetas y pico. Lo invertí todo.
Se refiere al negocio de cordelería que siendo veinteañero inició con un vecino para fabricar cuerdas, sogas, redes y otros utensilios navales, y que sigue abierto hoy, 66 años después. De manera que su primer capital se lo debe al premio natal republicano.
Sus padres, Rosa y Santiago, eran gallegos de Loira y Bueu instalados en Cádiz, donde tuvieron cinco hijos, de los que la mayor murió de niña y el penúltimo era José, conocido entre los suyos como Pepe. El progenitor era un exitoso armador de barcos pesqueros en Cádiz y Galicia, y muy duro con sus hijos. “Te maltrataba. Una vez, era yo un niño, le di cuatro o cinco kilos de material del taller a un hombre que pasaba hambre y se dedicaba a vender pedazos de guitas en la calle, porque me había dado lástima, y mi padre me vio y me pegó una paliza que me puso morado. Me pisó la cabeza en el suelo”, rememora desde su vivienda.
Fue al colegio San Agustín y estudió hasta los 14 o 15 años. De adolescente, su padre lo embarcaba en sus barcos pesqueros para curtirlo. “Naufragué dos veces. Una vez, en la costa de Portugal, estaba de noche pelando patatas en cubierta, hice un movimiento, tropecé y me caí al agua. Me agarré a unos cables al costado y estuve en el agua tres o cuatro horas, hasta que alguien salió a mear y me oyó. Otra vez, en 1948, cuando tenía 17 años, en el barco El Carlitos, embarrancamos en el cabo Espartel, en Marruecos, y pasé ocho horas en el agua hasta que nos rescataron. Murieron dos. En el periódico salió que yo le había salvado la vida al patrón, aunque lo único que hice fue echarle el flotador. Nos quedamos en cueros. En Larache, los legionarios españoles nos dieron unos monos para vestirnos. Cuando desembarqué en Cádiz, mi padre lo único que me dijo al verme en el muelle fue, ‘Vete para casa’. Así de raro era. Estaba chapado a la antigua, pero sé que me quería”, cuenta José Cerviño, que en esos años de juventud fue también boxeador aficionado.
En 1957 murió su padre de un cáncer de estómago y ese mismo año, tres meses después, se casó. O más bien lo casó su madre. “Ella lo arregló y ya me vi en la iglesia”. El matrimonio concertado con Ángela Forján salió muy bien, a juzgar por la satisfacción que muestra al hacer balance de su vida familiar y profesional.
—¿Cuáles han sido sus mejores años?
—He tenido suerte. Desde que me casé, todo me ha ido rodado. Todo lo que tocaba, se convertía en dinero. Compraba en el muelle redes de los barcos que tiraban, que me costaban dos o tres mil pesetas, y a los cinco minutos me había ganado mil, cuando los sueldos eran de 35 pesetas al día. Crié a mis hijos muy bien, tres varones y tres hembras.
Dice que en casa de sus padres nunca hablaban de política. Ni siquiera luego con su suegro, Rafael Forján, antiguo preso político. “El padre de mi mujer, capataz de la estiba del muelle, estuvo 12 o 14 años en la cárcel por ser socialista, antes de casarnos. En la cárcel le pegaban. Cada vez que venía Franco a Cádiz, lo encerraban, y cuando se iba Franco, lo dejaban. Era culto y les decía a los obreros lo que tenían que cobrar”.
Reinaba la ley del silencio. Recuerda que una vez, en los años 60, unos turistas argentinos le preguntaron por la calle en la plaza de España su opinión sobre la situación en el país, y él respondió que estaba todo bien, para no señalarse, cuando en realidad reconoce que “los sueldos eran muy bajos” y la vida, dura. “No se vivía bien; yo sí, pero la gente no”. Una penuria que él intentaba remediar con sus empleados pagándoles salarios muy por encima del estipulado por ley. “Si el jornal estaba a 35 pesetas, yo les metía en el sobre cien. Una vez el sindicato [se refiere al Sindicato Vertical franquista] me dijo que no podía pagar tanto”.
Sobre el gobierno de PSOE-Unidas Podemos, en el que muchos ven una reedición contemporánea del Frente Popular de 1936 al que apoyó su suegro, pagando por ello años de cárcel, no se pronuncia. Tampoco sobre el sistema que prefiere, si la actual monarquía constitucional o la república bajo cuya bandera nació y se ganó de rebote sus primeras 25 pesetas.
—¿Monarquía o república?
—Me da igual, no soy de ninguno. Yo nunca me he metido en política. Me da igual si salen los socialistas o el de la trenza, cada uno que se las avíe como pueda.
—¿Votó en el referéndum de la Constitución de 1978?
—Voté que sí. Siempre voto. Al PP. Aunque últimamente voté por Ciudadanos.
—¿Qué le parece Felipe VI? ¿Vio su discurso de Nochebuena?
—No lo vi. No me cae mal ese hombre.
—¿Y Juan Carlos I?
—Por lo visto, se ha llevado un montón de millones. Dicen… No sé si es verdad o mentira. Y por lo visto ha dado dinero para arreglarlo.
Federico Izquierdo
Un coetáneo de la quinta del 31 se presenta de buen humor:
—Me llamo Federico Izquierdo, pero soy de derechas.
Federico Izquierdo Moros nació el 8 de junio de 1931 en el pueblo cordobés de Nueva-Carteya. Era el mayor de ocho hijos. Ahora, viudo, vive a solas en Córdoba, aunque sigue yendo a menudo a trabajar en una parcela y en su pequeño olivar del pueblo. Tiene dos hijas y ha venido a pasar las navidades en el municipio sevillano de Mairena del Aljarafe con una de ellas, María, que es de Izquierda Unida, concejala y diputada provincial por el grupo Adelante (la confluencia de IU y Podemos). Él es pequeño propietario agrícola, cazador, conservador, votante del PP y enemigo del extremismo: “No quiero que le pase nada a nadie, sea del PP o comunista. Quiero tranquilidad para todos y que vivamos bien lo mejor que podamos”.
Pone como ejemplo de prudencia a su padre, llamado Federico como él, un hombre “de derechas”, enemigo de la violencia, quien aprovechó su puesto circunstancial como alcalde de Nueva-Carteya al final de la guerra civil para favorecer la reintegración al pueblo de los vecinos encarcelados bajo la acusación de ser rojos. “A los de izquierda los metieron en campos de concentración. Mi padre y el párroco firmaban un papel para cada uno diciendo que era bueno y lo mandaban para que les permitieran volver”, explica Federico Izquierdo.
A diferencia de tantos pueblos andaluces donde hubo asesinatos en masa, con víctimas sobre todo a manos de las fuerzas golpistas, en Nueva-Carteya, relata Izquierdo, no hubo apenas crímenes, ni de un bando ni del otro. Tras el alzamiento franquista, recuerda que encerraron a vecinos derechistas en la iglesia, pero los liberaron guardias de asalto, y después, tras la entrada de las tropas nacionales, no se produjo una represalia colectiva.
De su infancia conserva las imágenes de los primeros años de clase en la escuela de “La Amiga”, una señora mayor, o los meses de la guerra en que vivieron como refugiados en la vecina Cabra, que estaba en territorio franquista. Regresaron a Nueva-Carteya antes del bombardeo de la aviación republicana que causó una matanza de civiles en Cabra, pueblo natal de la vicepresidenta socialista Carmen Calvo, apunta Federico para subrayar que también hubo crímenes de guerra achacables al gobierno legal de la República. De la posguerra, se le grabó la visión de las mujeres derrotadas y pobres que iban a recoger comida de caridad al comedor que una mujer de la Falange dirigía frente al casino del pueblo.
Durante la dictadura, la política también era un tabú en su casa. La vida consistía en trabajar. Con 14 o 15 años, dejó los estudios y su padre lo puso a dirigir una yunta de mulos en su olivar, donde tenía de compañero a un asalariado, “un hombre de izquierdas, muy buena persona, muy culto”. Hasta que con 26 años su padre, el antiguo alcalde, le dio dinero para que se diera una vuelta, y, tras pasar por Madrid, recaló en Barcelona, donde paisanos emigrantes -de izquierdas, por cierto-, lo animaron para que se presentara a una oposición en Telefónica de celador. Y la ganó. Como técnico de la compañía, trabajó luego en Cádiz y en Córdoba manteniendo las cabinas de teléfonos popularizadas en los años 60. Uno de sus éxitos profesionales fue descubrir y arreglar el fallo que encasquillaba las cabinas de toda España cuando se pasó de insertar dos pesetas a tres.
Su empleo fijo en Telefónica y sus olivos le permitieron prosperar, mantener a su familia, que sus hijas (que le han dado cuatro nietos) tuvieran estudios y vivir una jubilación tranquila. Sigue las noticias de política. En su pueblo han gobernado siempre en democracia el PSOE o IU, como ahora en el gobierno de la nación.
—Prefiero la monarquía a la república. Juan Carlos, el tiempo que ha estado de rey, se ha portado bien. Todos los partidos le han sacado dinero al Estado.
—¿Cree posible una Tercera República?
—Sí puede ser, pero no sé cómo.
—¿Qué le parece la evolución de España?
—La veo muy bien. Desde que ganó la democracia, todo va muy bien.
Lo único que le parece mal, precisa, es que todos los gobiernos, del PP o del PSOE, acaben dependiendo del voto de los nacionalistas para aprobar los presupuestos.
—¿Qué balance hace de sus 90 años de vida?
—Me ha gustado trabajar, trabajar mucho. Mi vida no ha estado mal.
Los Corrales
Viajamos ahora a Los Corrales, pueblo jornalero de la Sierra Sur de Sevilla en el confín con Cádiz y Málaga, en busca de algunos de sus vecinos de la quinta del 31. Su población experimentó durante los años de la II República un crecimiento de más del 10%, pasando de los 3.609 habitantes de 1930 a los 4.033 que registraba el censo municipal realizado entre finales de 1935 y abril de 1936, explica a EL ESPAÑOL el cronista local y antiguo concejal de Cultura por IU Manuel Velasco Haro, autor del fundamental estudio en dos tomos Los Corrales. Referencias históricas de un pueblo andaluz.
La natalidad era altísima. La mortalidad, también: entre 1931 y 1935 nacieron 780 niños en el pueblo, pero murieron 365 menores de 6 años. De los nacidos, más de 100 corresponden a 1931, el año de la proclamación de la República. De ellos, sobreviven hoy en Los Corrales 14 (sin contar alguno que pueda vivir fuera), según el exhaustivo recuento del historiador local, que nos acompaña a visitar a cuatro de ellos.
Antes de recorrer las calles, Velasco destaca dos hechos que han marcado a Los Corrales y que lo convierten en ejemplo de lo sufrido por muchos otros pueblos andaluces: uno, la escala masiva del terror aplicado por las fuerzas franquistas tras el golpe de julio del 36, con 99 asesinados y 132 encarcelados entre los vecinos de izquierdas. Otro, la intensa emigración, que continúa hasta hoy, de sus habitantes, muchos de ellos jornaleros sin tierra. La sangría demográfica hace que Los Corrales se haya estancado en 3.938 habitantes, una población similar a la de hace 90 años.
Buensuceso Reyes
Buensuceso Reyes Rueda (Los Corrales, Sevilla), lleva el nombre de la virgen local. Nació el 3 de mayo de 1931 y tiene a dos familiares en la lista de los represaliados de la dictadura: dos hermanos de su madre cuyos retratos presiden el salón de su casa, la misma donde se crió de niña. Su tío Juan, al que apodaban El Tarta por su tartamudez, era un leñador de 17 años a quien pidieron que usara su hacha para abrir el candado de un almacén con alimentos, cuando el pueblo aún no había caído en poder de los rebeldes. Lo hizo y, cuando los sublevados conquistaron Los Corrales, le hicieron pagar su pecado, obligándole a cavar su propia tumba (“cava, cava, que eres grande”, dicen que dijeron) antes de matarlo a tiros. La familia siempre supo quiénes fueron los asesinos, reclutados a sueldo por las nuevas autoridades falangistas, pero incluso hoy prefieren callar sus nombres, por temor a molestar a los hijos de los que lo mataron u ordenaron matar. Buensuceso señala que uno de los sicarios era un cabrero que luego se fue a vivir a la misma calle donde vivía su abuela, la madre del asesinado.
A otro hermano de su madre, Francisco El Careto, lo enviaron como preso esclavo a construir el Canal del Bajo Guadalquivir, más popularmente conocido como el Canal de los Presos, y también estuvo encarcelado en la prisión de Almería. “Mi madre iba en tren, sola, a ver a su hermano a la cárcel. Ella le escribió a Franco y lo dejaron libre en 1949. Recuerdo cuando mataron a mi tío, a mi abuela y a mi madre de negro, llorando mucho”.
Su madre, Vicenta Rueda, era una costurera y poeta de mentalidad muy abierta; y su padre producía uva y vino en una pequeña viña familiar. ¿Sus mejores años? “Los de joven, viviendo a lo loco”, se ríe. A los 22 se casó con Antonio (de quien enviudó hace siete años), que era hijo de Hipólito Gallardo Ríos, dueño del bar Hipólito y antiguo concejal del PSOE en la República.
El suegro de Buensuceso salió elegido el 31 de mayo de 1931, cuando, como aclara el cronista local Manuel Velasco, se repitieron aquí las elecciones municipales del 12 de abril anterior, al igual que ocurrió en muchos otros municipios españoles tras denunciarse irregularidades. “Fue el mayor fenómeno de transfuguismo político de la historia de España, porque muchos monárquicos que se habían quedado como ovejas sin pastor se pasaron en masa al Partido Republicado Radical de Lerroux. Muchos de esos republicanos reconvertidos se hicieron después partidarios del golpe de 1936. Ramón Marín fue aquí el candidato monárquico el 12 de abril, y el 31 de mayo lo fue por el Partido Republicano Radical. En el 40 fue alcalde de nuevo con Franco”, explica el investigador de Los Corrales.
Dice Buensuceso Reyes que estuvo trabajando en la cocina del bar de su suegro durante 42 años. Desde los fogones fue testigo de la transformación social, económica y política de España, desde la dictadura a la democracia, que se vivía a pequeña escala en este epicentro de la vida local. El bar Hipólito, que tenía uno de los primeros televisores del pueblo, se llenaba de público para ver las películas (gratis; otros bares cobraban una peseta) y en la Transición acogía conciertos de rock.
Ha tenido nueve hijos: una niña murió muy pequeña y los otros ocho la siguen arropando. Cuando se le pregunta por sus peores años, dice que no tiene ninguno: “Soy positiva”. ¿Y qué piensa de la política actual? “Que hagan lo que quieran. No me meto, lo mismo me da”.
Rosa y Diego
En la calle Nueva encontramos bajo el mismo techo a otros dos miembros de la generación de 1931. Rosa Gallardo Cordón, nacida el 1 de mayo, y Diego Lozano Peral, del 22 de marzo (ambos nacidos en Los Corrales, Sevilla) son matrimonio y han conseguido la casa que ahora habitan trabajando desde niños en el campo. Se casaron en 1956 y cuando tuvieron a sus cuatro hijos, todos varones (sin contar a un quinto que murió con 15 días), ella se quedó cuidándolos mientras él pastoreaba sus ovejas. Diego cuenta que no pudo aprender a escribir y leer apenas porque con siete años dejó la escuela para trabajar.
“He estado tirado en el campo como un zorro desde niño, pero disfrutando del trabajo. La pena que tengo es que ya no lo puedo hacer. ¡No hay piernas, niño, me engaña el ánimo!”, dice bromeando junto a la chimenea. Añade Rosa: “Yo fui dos o tres años al colegio y con nueve me quité”. De la guerra y la represión de la dictadura nacionalcatólica ella recuerda la imagen de las vecinas consideradas rojas a las que rapaban el pelo como castigo: “Yo vi a las mujeres pelás”. Del hambre de la posguerra se libró porque su abuelo Cagarruta tenía tierras y un padrino de la familia les daba pan que cocía en un cortijo y que sabía mucho mejor que el de las cartillas de racionamiento.
La pareja no se pronuncia sobre política, ni si monarquía o república. Su horizonte ha sido siempre “trabajar de noche y de día”. Aunque no se quejan. “Yo no protesto de mi vida”, dice él, tras reconocer que ya no vota. “¿Para qué nos vamos a quejar, si no nos va a escuchar nadie y no tenemos hijas?”, añade ella. ¿Qué les preocupa, qué piden? “Que los hijos sigan bien, que haya tranquilidad y que no demos ruido nosotros”, dice Rosa. Y Diego apostilla: “Pido salud y trabajo”.
Emerenciana Valencia
Mientras cuenta su vida, Emerenciana Valencia Gutiérrez, nacida el 8 de diciembre de 1931 (Los Corrales, Sevilla), se baja la mascarilla contra la pandemia y da sorbos a un vaso de vino dulce que le ha servido Mercedes, la más joven de sus cinco hijos. Ésta ayuda a su madre a hilar el relato y la empuja a avanzar cuando empieza a repetir una historia que ya ha contado: el pasado sigue muy presente en su memoria y el hoy se desvanece.
“Nos criamos como las cabras, amontonás. Nunca fui al colegio. Éramos ocho hermanos, yo la mayor. Me iba con mi padre a recoger garbanzos, aceitunas. Cargaba las espuertas en la cabeza”. Sus primeros recuerdos son de la guerra, cuando, con cinco años, la familia, como otros dos mil habitantes, la mitad del pueblo, huyó a principios de septiembre de 1936 ante el avance de las tropas nacionales y se dirigió hacia la zona republicana en la provincia de Málaga, encontrando refugio en el pueblo de Álora. “Me acuerdo de los camiones, que íbamos corriendo de noche, cómo al caer las bombas nos escondíamos en los cañaverales. Mi madre iba embarazada de mi hermano Juanito. Nació en el cortijo El Coronado. El guarda, que era muy bueno, nos dejó pasar. Me acuerdo todavía de que le dijo a mi padre: "Llene estos sacos de paja y que tenga allí el crío’”. Un parto, acota su hija, como el del niño Jesús en el pesebre de Belén hace más de dos mil años.
Cuando volvieron a Los Corrales se encontraron con que les habían saqueado la máquina de coser, escondida en el pajar. Su padre, Alonso, tuvo más suerte que otros vecinos, porque, cuenta Emerenciana Valencia, se lo llevaron con intención de fusilarlo pero la familia logró que lo soltaran exponiendo a sus captores que iban a dejar ocho críos huérfanos. “Al que se llevaban al cementerio para arreglarlo, ya no volvía. Lo mataban”, sentencia sobre esos días de espanto. “A mi tío Andrés Gutiérrez Carmona, hermano de mi madre, lo detuvieron, pero era muy listo y se escapó. Dejó a su mujer, Concha, y a su niña, y no volvió. Desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra”.
En la posguerra, que muchos llaman el “tiempo de las jambres”, la niña Emerenciana trenzaba y vendía capachos para ayudar a la familia y se encargaba de ir a recoger el pan de la ración con la cartilla de racionamiento. “Yo le daba mi ración a mis hermanos pequeños y me quedaba desmayá”. Siguió durante décadas trabajando de jornalera, como la mayoría de los vecinos: el espárrago en Navarra, la vendimia en Francia, el algodón del Bajo Guadalquivir. También de criada. Enviudó, aún joven, en 1982. Cuando sus hijos fueron mayores, ella se apuntó a la escuela de adultos para aprender a leer y escribir, pero también lo dejó, para seguir trabajando y ayudándolos a que se hicieran sus casas y fundaran sus familias (le han dado 12 nietos y 10 bisnietos). A partir de los años 90, la bonanza de la España democrática le permitió recorrer el país, pero esta vez no como temporera agrícola sino como turista de los viajes para mayores del Imserso.
No hablaban de política en casa durante los años del miedo. Emerenciana (y no “Feliciana”, como dice sin acritud que la llama todo el mundo por error) participó en las movilizaciones que el cura jornalero Diamantino García Acosta y su Sindicato de Obreros del Campo iniciaron en la parroquia de Los Corrales para pedir libertad y justicia social. Aunque ahora no sigue la actualidad política, no oculta su posición: “No sé leer ni escribir, pero seré de izquierdas hasta que me muera, como mis padres”.
La trabajadora analfabeta echa la vista atrás y proclama sonriente, con los labios pintados de rosa: “No me puedo quejar de la vida”. Empuña en el aire su vasito de vino dulce, que aún no ha apurado del todo.