Suena el reloj. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce. Se acaban las uvas. Entra 2021, pero no hay jolgorio, ni abrazos, ni besos. Por no haber, no hay ni un sonido. Silencio, sólo silencio. La Puerta del Sol, otrora epicentro de la catarsis colectiva, no ruge. Sólo el sonido de las campanas, nada más, despide un año para olvidar. 2020. El año del coronavirus. El peor año posible.
Minutos antes, Nacho Cano, al piano, interpretaba Un año más, ese himno siempre acompañado de champán, uvas y alquitrán, pero esta vez sin nadie para corearlo. Navegando contra el silencio, como una jugarreta cruel de lo que ha ocurrido este 2020, pero cantando: "En la Puerta del Sol / Como el año que fue", y así hasta el último acorde: "Y aunque para las uvas hay algunos nuevos, a los que ya no están".
Dos horas antes, en la misma plaza, también sonaba otra campana, pero para anunciar el toque de queda. Diez de la noche, de la noche de Fin de Año, en el año del coronavirus, y la garganta metálica de la Puerta del Sol expulsaba a los pocos que quedaban. Este año las uvas se toman en casa.
Por primera vez en estas fechas, donde el año pasado se arremolinaron más de 19.000 personas y bailaba el cotillón, en este sólo habitan mascarillas, y en los rincones en la plaza que acostumbraban a la fiesta hoy reina un silencio grande, pesado, inexpresivo. Todos se han aferrado al último instante, pero toca volver a casa. Dos jóvenes apuran un selfie antes de que la Policía Nacional termine de desalojar, un chico agarrado a una guitarra intenta rascar su último sueldo del año y una madre curiosa, de la mano de dos criaturas, se asoma detrás de la estatua del Oso y del Madroño. "Este año no toca, pero quería ver si venía gente".
Es lo que hay en tiempos de coronavirus. Ya no queda nadie que recuerde la última vez que Sol pasó su madrugada así, en silencio, y todavía hablan de cuando esas seis horas estaban construidas bajo una arquitectura de risas, abrazos y gorritos de Papá Noel. "Sólo hace un año, pero menudo año", resume sabiamente un hombre que deambula por la calle Preciados. Suelta su epitafio del 2020 y de vuelta al hogar. Hoy nadie se atreve a desobedecer al virus. Y encima llueve, por si acaso.
Ni la mal llamada gripe española de 1918 ni la Guerra Civil impidieron la costumbre de que el centro de Madrid vibrase durante los fines de año, esa tradición castiza del champán y las uvas que tantas cadenas han televisado. Este es el primero, cosa de la mayor pandemia de nuestro tiempo y de una Comunidad de Madrid que ha optado por la responsabilidad antes que por la política. El mandato fue claro: ni carrera de San Silvestre, ni nadie por Sol a partir de las diez de la noche. Y los madrileños obedecieron.
Los cierres
Retrocedamos una hora. Bajo techo, los camareros mantienen las luces encendidas, con un ojo en las cuentas y otro en la calle, no vaya a ser que les toque un policía enfurruñado. Fuera, los últimos curiosos llegan en procesión al centro arrastrados por la costumbre, chapoteando y murmurando, pero todo cambia al llegar a la plaza. Allí todavía se respira el ánimo de una época pasada, un par de niños corretean alrededor de la fuente, varias parejas se sacan fotos frente al árbol de Navidad y un chaval muy alto no para de preguntar si alguien le vende marihuana. Todos se habrán marchado en menos de media hora.
Porque, a medida que el reloj empieza a apretar, el centro de Madrid se transforma. Las risas se vuelven a convertir en murmullos, sólo que en vez de entrar empiezan a salir. Los camareros dejan de quedarse bizcos y sus dos ojos ya sólo atienden a recoger las mesas y cerrar la puerta. "Hoy ya está todo el pescado vendido", señala uno de la Plaza Mayor. No se sabe si literalmente.
En medio del recinto resiste el Mercado de Navidad, uno de esos históricos leones festivos que ya no ruge como en 2019. Entre sus pasillos permanece solo una luz encendida, una discreta caseta se dedica a vender los últimos gorritos de Papá Noel para el que todavía tenga ganas de celebrar un año como este. También hay petardos, pero no está el horno para bollos. Una chica llega, pregunta el precio, arquea una ceja y se marcha con las manos en los bolsillos. Nadie más volverá. Los dependientes sacan el cronómetro. Diez minutos. Y bajan la verja. Sus vecinos de las cafeterías empiezan a imitarles.
La escena se replica en toda la almendra. Son las nueve y cuarto y el centro empieza a quedar desangelado. Por la calle Arenal vuelven los murmullos y los transeúntes se pueden contar con una sola mano. Casi se podría zigzaguear sin romper la distancia de seguridad. "Luego te vienes a casa a echar unas copitas", se despide una voz desde un portal. "Aquí difícil, mejor te vienes tú", musita otra. El silencio lo rompe una ambulancia. Y al volver la vista en el portal ya no queda nadie.
A pocos metros, en un pequeño pasadizo tan escondido como emblemático, la Chocolatería San Ginés cierra las puertas del año más complicado de su historia. Una última pareja de rezagados no ha querido faltar a la costumbre y esgrimen sus mismas armas de cada Nochevieja a estas horas. Ella, un cigarrillo que consume más la lluvia que ella misma. Él, el mismo café de cada Nochevieja. La diferencia que es que hoy las uvas las tomarán en casa. Tic tac. Es la hora. Hay que cerrar. Ya volverán mañana.
La despedida de Sol
Nueve y media. Ya no se puede entrar en Sol. Dentro sólo quedan los rezagados. Una mujer que mira las luces con un hijo en brazos a la entrada de la heladería Palazzo. Un poco más allá, bajo la sombra de Carlos III, un matrimonio simplemente espera. Les rodea un grupo de cinco o seis chavales, de los pocos que todavía hablan en alto, y en alemán, que chapotean y posan para las fotos.
En la otra parte hay algo más de bullicio. Unas diez personas se arremolinan en la fuente con la cabeza gacha y el móvil bien cerquita, un par de parejas rebañan las últimas selfies del año al aire libre y dos hombres, padre e hijo, empiezan la caminata a casa. Un chaval intenta entrar a la boca del metro y se encuentra con una cinta que la bloquea. "Callao, Ópera, lo que quieras, pero Sol no", señala una agente de seguridad. Al lado, un policía nacional mira el reloj, enseña amablemente la salida y dice las palabras que nadie quiere escuchar: "Ya es la hora". Ding dong.
Es la hora de los policías, los únicos habitantes de la plaza, y de Nacho Cano, que se prepara para su concierto sin público antes de las campanadas. De las otras, las de verdad. "Cinco minutos más para la cuenta atrás".
Para el resto vuelve la procesión, el regreso más temprano de los últimos años. Son las diez de la noche y hay toque de queda en la Puerta del Sol. Todos vuelven a casa, arrastrados por la obligante serenata y la lluvia impertinente, por primera vez, dos horas antes de que los relojes doblen la esquina de la medianoche. "A ver si el año que viene".