Sofia de Grecia y Dinamarca (81 años), nieta e hija de reyes, reina de España durante 39 años, es también una víctima consorte. Los escándalos económicos y sentimentales de su marido, Juan Carlos I, le pasan factura y llenan su futuro inmediato de incertidumbres. La periodista que mejor la conoce, Pilar Urbano, recupera los pensamientos más íntimos de Sofía en sus horas más amargas así como aficiones desconocidas como la pintura.
Un día de julio de 1996, acudí a La Zarzuela porque tenía cita con la reina Sofía. Pensando que quizá ese podría ser nuestro último encuentro hasta que pasaran las vacaciones de verano, le llevé un pequeño obsequio sorpresa. Mientras aceleraba para culminar la cuesta final llegando a palacio, pensé: "Me apuesto lo que sea a que, desde que es reina, nadie le ha hecho un regalo tan simple ni de tan poco valor. Pero también me apuesto cualquier cosa a que le va a ilusionar un motón. Me gustaría que lo abriera estando yo delante".
Aquella tarde la conversación fue más larga que otras veces. Además, la reina quería darme unas fotos de su familia que yo le había pedido días antes. Al final, ya atardecido, destapé el envoltorio de mi regalo.
—¡Lápices de colores! -el efecto sorpresa funcionó- ¿Te dije que me encantaba dibujar? De pequeña, cuando el exilio, me regalaron una caja también de lata como ésta. No recuerdo si Faber o Stabilo.
—Por eso se la traigo. La más grande que había. Pero... con tarea a cambio. Majestad, quiero que me haga un dibujo, durante las vacaciones.
— ¿Durante las vacaciones? ¡Como para dibujos estoy yo! Las vacaciones... de ellos, y la casa llena de gente: no tengo tiempo para nada. En serio, cada día me levanto más temprano y me acuesto más tarde, y siempre me quedan montañas de cosas por hacer.
Mientras, ha abierto la caja de hojalata pintada, y se le ponen ojos de niña feliz viendo tantos lápices y tanta gama de color. Me da cargo de conciencia, es como si estuviera comprometiendo, forzando, ufff, ‘comprando’ a la reina… con un puñado de lapiceros.
—Bueno, si no tiene tiempo, no se preocupe, majestad: le regalo los lápices igual, aunque no me haga el dibujo.
Los griegos
Aquel mismo verano, el 21 de agosto, estando yo en un pueblo costero de Cantabria, me avisan por teléfono de parte de la reina: “¿Te vendría bien desplazarte a Palma de Mallorca? En el palacete de Marivent te recibiría el rey Constantino de Grecia. Ya sabes que suele pasar algunas semanas del verano aquí, con la reina Ana María y sus hijos. También podrías estar un rato con otros familiares de doña Sofía”. Al día siguiente, volé hacia Palma.
Yo nunca había estado en Marivent. La sala donde conversamos es amplia y bien iluminada. Por los ventanales abiertos llegan bocanadas de olor a salitre y a pino. El mobiliario, cómodo, funcional y muy sencillo. Me llaman la atención tres elementos poco comunes en un cuarto de estar: un cuadro enorme —escuela del XVIII, creo— con un Jesús crucificado, que bien podría presidir la nave de una iglesia, y que está ahí porque, al no haber capilla en Marivent, los domingos se celebra la misa en esa sala. Parece un poco desambientado entre tanto sofá rechoncho; una mesa de ping-pong verde brillante; y un futbolín de carcasa roja, como los de bar de pueblo. La razón de ese cuarto de estar totum revolutum, es que en verano Marivent se puebla de gente joven: las pandillas de los hijos y sus amigos, ‘los griegos’, como ellos mismos llaman a sus primos, hijos de Constantino, que viven en Londres.
Una larga conversación con el rey Constantino, y otra también interesante con la princesa Tatiana de Ratziwill. Al terminar, la reina Sofía pasó a saludarme y charlar un momento. Un rato antes, mientras Constantino y yo hablábamos, por las ventanas abiertas, oíamos grititos y risas: era la reina que en la piscina les hacía ahogadillas a sus sobrinos.
Lleva una camiseta verde de Agua Brava, pantalón marino, alpargatas y el pelo mojado y rizoso de la piscina. Ni medio maquillaje. Más informal, imposible.
Al despedirme, le pregunto: "Majestad, ¿cómo lleva el dibujo que me prometió?". No dice nada. Me hace un guiño. Se gira y sale del cuarto de estar. Vuelve a los pocos minutos trayendo en la mano una de las hojas del bloc que le llevé a La Zarzuela junto con los lápices Faber. Observo que, al arrancar la página de la espiral de alambre, ha debido de hacerlo con tal delicadeza que no ha desgarrado ni un solo diente del papel. Me muestra la lámina, iluminada en tenues colores. Es un paisaje luminoso.
-Esto es lo que veo desde la ventana de mi habitación.
-Ah, me lo quedo, me lo quedo.
-Es que no está acabado... El mar tiene que ser más azul, estos árboles de aquí más verdes, las tejas no están bien terminadas...
-No importa. El pintor Delapuente decía: “Los cuadros no se acaban: se dejan”.
El dibujo
La reina ha puesto a mi disposición un vehículo del servicio de palacio para llevarme al aeropuerto de Son San Juan. Por el camino, miro con detenimiento el dibujo de la reina: tres arcadas de gótico balear sirven de embocadura para una marina. Como me ha dicho su prima Tatiana, "Sofía es siempre ella misma". También en este dibujo:
Ahí está la mujer realista, la mujer con los pies en la tierra, con un exacto sentido de la perspectiva. Asegundada: discreta, resguardada en el recinto de su habitación, sin protagonismo, nos deja ver lo que ella ve. Como si dijera: mirad, eso de ahí es lo interesante.
Ni aventurera ni improvisadora, antes de empezar a dibujar, traza un firme, un soporte, un pretil de piedra sobre el que levantar tres esbeltas columnas.
Ahí está también la mujer veraz y sin disimulos, la que no sabe fingir ni parecer, que dibuja a mano alzada las difíciles arquivoltas, sin borrar unos leves desvíos de las líneas cuando el pulso le traiciona.
Ahí está la mujer idealista, que escapa por las altas azoteas y sobrevuela tejados y almenas con la querencia de quién sabe qué paisajes abiertos.
Ahí está la mujer mediterránea, nacida griega, que sueña deslumbrantes horizontes marinos, más allá de las brumas, más allá de las nieblas.
Ahí está la mujer que, si quiere, se va.
Ahí está la mujer que, si quiere, se queda.
En el vuelo de regreso, descifro las notas rápidas que tomé escuchando a Constantino –me habló mucho de su hermana como “compañera, equipo y apoyo del rey Juan Carlos..., porque la Corona no es sólo el Rey: es muy importante para el buen trabajo de un rey que la reina esté integrada y entregada a su rol”-.
Anécdotas
Transcribo también las anécdotas simpáticas y para mí desconocidas que me relató la princesa Tatiana de Ratziwill, prima e íntima amiga de la reina Sofía, desde que eran muy pequeñas las dos, juntas en el exilio durante la Guerra Mundial.
"La reina viene con cierta frecuencia a París, donde yo vivo. Vamos de compras, o paseamos... A ella le encanta moverse de incógnito, pararse en un escaparate, en un quiosco, ir a un cine... Un día, estábamos las dos haciendo cola en una cafetería. Delante de nosotras, también en la cola, había una señora inglesa. Se volvió un par de veces, mirando a la reina. Ponía cara de estar pensando: "Se parece muchísimo, pero... no puede ser ella”. Se giró, todavía, una tercera vez. Entonces, le dijo: “Excúseme, ¿es usted Sofía, la de Juan Carlos de España?… ¡Ah!, ¿Sí? ¡Creía que estaba viendo visiones!”. Naturalmente, la señora inglesa y Sofía entablaron conversación, mientras seguíamos en la cola.
"Ella busca ese contacto cercano, directo, coloquial con la gente común y corriente. Y vaya donde vaya, establece relaciones muy estrechas con todo el mundo. Pero no es por hacerse popular, ni por estar más informada: es que de verdad le interesa la gente y que le cuenten cosas de su vida.
"En Praga, cruzando a pie el puente Carlos, seguida por su séquito, de repente se le acercó un turista: “Oye, Natacha, ¿hasta qué hora espera el autobús?”. Al hombre le sonaba mucho la cara de Sofía, y la confundió con Natacha, la guía rusa de su grupo turístico. Sofía se reía sin parar. Y el otro, ¡pobre!, cuando le explicaron quién era la señora del séquito a la que él había abordado, así, tan campechano, se puso rojo como un tomate.
"También en Praga, íbamos en coche hacia el aeropuerto, y el agente de seguridad que el gobierno checo nos había asignado, volviéndose desde el asiento delantero de copiloto nos dijo en cierto momento:
— Yo era médico psiquiatra. Y para obtener este puesto de policía he tenido que aprender kárate.
La reina le contestó con la mayor naturalidad:
—Ah, yo también trabajé un tiempo como enfermera y aprendí kárate durante varios años, antes de… acceder a mi puesto.
El escolta aquel nunca supo si la reina de España hablaba en serio o estaba tomándole el pelo. Pero lo cierto es que Sofía, en kárate, llegó a cinturón verde".
Conversaciones en Marivent
El runruneo del Airbus en lugar de adormilarme, azuza en mi memoria retazos de otras conversaciones con la reina, totum revolutum también, como el cuarto de estar de Marivent.
Aquel día yo le había preguntado, a quemarropa:
— ¿Qué cosa es ser reina? ¿Es un rango, un estatus, una función, una misión, un derecho, un privilegio, un oficio, una dignidad, un título…?, ¿algo que se adquiere, algo que se hereda, algo que se puede perder?
— Reina es una palabra llena de muchos contenidos. Tú has dicho varios: rango, estatus, función, misión, deber, dignidad… Pero, tal como yo entiendo el concepto de reina, puede darse, y se da, en cualquier familia donde la mujer es la cabeza y el corazón de esa familia, y sabe que su misión más importante es atender y cuidar ese hogar. Si ella entiende su vida como servicio a los demás, entones esa mujer es... la reina de la casa. Y en el hombre, lo mismo: el hombre, cualquier hombre del planeta, que entiende su vida como servicio, es rey. Sí, el hombre que sirve es rey. Y si quieres, puedes decirlo al revés: el Rey es un hombre que está para servir. Y si no sirve, aunque lo llamen Rey, no es Rey.
Hizo una pausa. Me dio la impresión de que en estas últimas frases la reina no hablaba en abstracto, pensaba en alguien, personalizaba. Luego agregó:
— ¿Yo, Sofía, por mí sola? Por mí sola era princesa de Grecia. Y punto. Ahora bien, una vez que soy reina, me moriré siendo reina. Reina hasta la muerte. Aunque no reine. Aunque esté reinando mi hijo, o aunque me hayan exiliado… Ah, y eso de reina madre no me gusta nada. Ni reina madre, ni reina viuda: reina Sofía.
Me moriré siendo reina. Reina hasta la muerte. Aunque no reine. Aunque esté reinando mi hijo, o aunque me haya exiliado...
— A propósito de "reina hasta la muerte", ¿ha pensado, majestad, dónde quiere que la entierren?
— Ah, no, no… ¡Allá ellos! ¡Ése ya no será mi problema! Que hagan conmigo lo que quieran.
— ¿En El Escorial?
—¡Nooooo!
— ¿No le gusta el panteón de los Borbones?
— Es muy tétrico. Da escalofríos. Encima, hay que estar no sé cuántos años en el pudridero. Y no hay sitio ya. Están llenos todos los cajones…
Me río, porque ha llamado ’cajones’ a los sarcófagos. Para enmendarlo, en vez de llamar a los nichos horizontales ‘las cajoneras’ de los féretros, dice “las cojoneras”... De sofocar la risa, casi me da hipo. Cuando la reina se da cuenta, y ve mi expresión de asombro, abre mucho los ojos y rompe ella también en carcajadas.
El panteón de los Borbones da escalofríos. Encima, hay que estar no sé cuántos años en el pudridero
Días después, cuando se lo cuento al rey, no se lo puede creer.
— ¿Te ha dicho que el panteón del Escorial es tétrico? ¿Pero qué piensa..., que a los muertos hay que llevarlos a una corrida de toros? ¿Y es verdad que te dijo ‘las cojoneras’...? -se desternilla de risa- ¡Pues ahora el que se descojona soy yo!
No ese día, pero sí en otro momento, volvimos a hablar del tema. Y entonces, sin dudarlo, me dijo:
— Cuando yo esté muerta, no van a preguntarme qué entierro quiero, claro; pero si me dieran a escoger, preferiría que me incinerasen y esparcieran mis cenizas por el Mediterráneo y el Egeo. Son un mismo mar: ¡el mar de mi vida!
Y ahora, escrutando de nuevo su dibujo, veo que el verdadero foco es la estela de un mar que se difumina al fondo y no se sabe a dónde llega. Es lo que ella ve, mejor dicho, lo que ella ‘mira’ desde su habitación: el mar de su vida.
Qué sentía
En otra ocasión le pregunté si se sentía más germánica, o danesa, o inglesa, o griega, que todas esas estirpes van por sus venas, o española, después de tantos años en España… No titubeó al responderme:
— ¿La verdad? Yo me siento cien por cien griega, y a la vez cien por cien española… Quizá, porque me siento cien por cien mediterránea. ¡Cien por cien! ¡Y cada día más! Me gusta el aceite de oliva, las lechugas, las ensaladas frescas, el sol…
Se echó a reír, divertida. Extendió los brazos y, abandonando su postura erguida, se recostó muellemente en la butaca blanca, como si se imaginara en una playa.
— ¡Me encanta el sol! Soy mujer de verano: de mayo a octubre, revivo. Y, porque tengo la cara ancha, de prusiana-rusa, que si no, iría como va mi hermana Irene: con el pelo estirado y un moño aquí atrás.
Me siento 100% griega, y a la vez 100% española... Me siento 100% mediterránea. En verano, de mayo a octubre, revivo
Con mímica de gestos rápidos y expresivos, se colocó las manos a ambos lados de la cabeza, simulando un peinado que acabara muy prieto en la nuca.
— ¡Un buen moño de gitana!
Recuerdo una tarde, después de comentar un par de cosas tristes que habían ocurrido en España, asesinatos de ETA supongo, en una pausa de silencio dije:
— Nos hemos puesto muy serias, majestad…
— Es verdad, pues...¡vamos a reírnos! Yo río mucho, y lloro poco.
— Ahí querría ir yo, al "reino de las lágrimas". Su majestad llora poco, ¿por educación?, ¿por autocontrol?, ¿porque es enjuta de lacrimales?
— La verdad es que estoy educada desde niña para no llorar en público. Y en privado tampoco soy llorona… No soy llorona ni blandita. Si algo personal me duele hondo, aguanto el tirón y me trago las lágrimas. Sólo se entera éste -se toca el corazón con la punta del dedo índice-. En cambio, si hay una emoción inesperada, que me golpee dentro, una tragedia, un accidente de avión, un secuestro..., se me saltan las lágrimas esté donde esté, y no me preocupo ni poco ni mucho de aguantármelas. No me da vergüenza decirlo.
Aunque no sólo lloro por una pena, por una muerte, por un disgusto… A veces, lo que me emociona es algo bueno, algo de valor, algo muy bonito que no esperaba.
Mira, por ejemplo, el otro día habíamos hecho una escapada a Palma, en pleno septiembre. Allí el otoño es precioso. Íbamos andando por la calle. En éstas, pasamos por delante de una pandilla de chiquitos. Les oímos murmurar algo, "¡Que sí es!", "¡Que te digo que no es!". Lo típico. Entonces, uno de ellos, muy pequeño, un mico, viene caminando, como haciéndose el distraído. Se acerca a nosotros —la reina escenifica el episodio de modo muy plástico: con los dedos índice y corazón de su mano izquierda imita las piernas de alguien que camina, recorriendo así el brazo blanco de su sillón. Siempre con esos dos dedos sobre la almohadilla costalera del sillón, evoluciona haciéndome ver al niño de Palma que va y vuelve…—. Llega. Me mira de refilón. Disimula. Se vuelve al grupo de sus amigos. Nosotros seguimos nuestra ruta. Oímos detrás exclamaciones sordas, como no atreviéndose… Entonces, el pequeño vuelve a acercársenos otra vez. Pero ahora, al llegar donde nosotros, se para delante, se planta y se queda quieto ahí mirándome. Yo me paro también, para no atropellarlo. Y lo veo ahí abajo, diminuto. Me mira fascinado, como no creyéndoselo. ¡Qué mirada! ¡Qué brillo de ilusión, de candor, de maravilla en esos ojos! Ese crío estaba como alucinado, viendo en mí no sé qué cosa fantástica… Se me empañaron los ojos. Y te aseguro que ¡nunca, nunca, nunca! olvidaré esa mirada. Ese niño me hizo… sentirme reina.
—De tantísimas cosas, buenas y malas, que le habrán dicho por la calle, ¿alguna le ha hecho mella?, ¿alguna le produjo una impresión singular?
—Una oye de todo, porque el pueblo español es muy espontáneo, muy expresivo, y no se muerde la lengua. Y a mí eso me parece estupendo. Pero sí, hubo una cosa que me dio… pellizco. Yo iba caminando hacia un acto oficial, con un poco de séquito, y agentes de seguridad… De pronto, se abre paso una mujer de la calle, ruda, ordinaria, de aspecto hosco. Parecía que iba a echárseme encima. Los escoltas la paran, pero ella se abalanza sacando el cuerpo por encima de los brazos de los policías. En estos casos, yo me detengo. Esa mujer quiere decirme algo, y está en su derecho. Cuando ya tenía muy cerca su cara, esperando que me soltase un insulto o una queja o lo que ella quisiera, la mujer me miró muy seria, y en voz baja, pero con mucha fuerza y silabeando cada palabra, me dijo: «¡Viva la madre que te parió!»
¡Viva la madre que te parió! El mejor piropo que he oído jamás. A mí personalmente, que tantas veces aquí me habían llamado ‘la griega’, aquella mujer anónima del pueblo, de golpe, me hizo sentirme española, ¡una española más!