Visualicen la escena. Santiago Abascal, líder de Vox, concede una entrevista a uno de esos medios que le son afines y pronuncia lo que sigue. “Ya era hora de que la izquierda probara un poco de su propia medicina”, dice. “Los españoles están hasta el gorro de algunos de sus representantes. No es aceptable que los términos del debate político los tengan que marcar sólo los que gobiernan. Hacía falta ya que se viera en los medios a la gente pidiendo cuentas a las élites. Y eso es lo que han conseguido los escraches, democratizar los debates políticos”, añade. Y, esa misma noche, Pablo Iglesias sufre un escrache en su casa de Galapagar. Dentro, están sus hijos pequeños, atemorizados, que no entienden el por qué de los gritos.
La escena, en esencia, no es real. Abascal no ha dicho eso, por mucho que se regocije en las caceroladas a Iglesias. Pero las palabras sí que lo son. Sólo hay que cambiar izquierda por derecha y españoles por ciudadanos y el discurso es el que pronunció Pablo Iglesias en junio de 2013 en su programa Fort Apache, cuando dijo que eso era “jarabe democrático”. Entonces, él no era casta aún. Era un profesor, politólogo, teórico del cóctel molotov. Ahora es vicepresidente del Gobierno y es él el que sufre lo que tanto aplaudió. Pero en su armario aún quedan numerosos cadáveres políticos de cuando era de los que leen a Gramsci y lo simplifican para jaleo de las masas.
Pablo Iglesias organizó el escrache que sufrió Rosa Díez, entonces líder de UPyD, en 2010, el primer escrache realmente mediático de España. Organizó el que tuvo que vivir José Antonio Moral Santín, antiguo dirigente de Izquierda Unida y consejero de Bankia, mientras daba clase en 2012. Y cuando Iglesias no los organizaba directamente, los dotaba de fertilizante intelectual. Un par de meses antes de esas palabras, el 5 de abril de 2013, fue Soraya Sáenz de Santamaría la que sufrió el escrache en su casa de Madrid, con su hijo de dos años en ella. Santamaría, entonces, ocupaba el cargo que ahora habita Iglesias.
De aquella los policías, otro de los cadáveres de Iglesias, eran “matones al servicio de los ricos”. Ahora son los que blindan su calle para protegerle. Sus propias palabras vuelven de nuevo como un fantasma. En el aire queda la pregunta de cuando dijo: "¿Entregarías la política económica del país a quien se gasta 600.000€ en un ático de lujo?". Eso es lo que vale ahora su mansión en Galapagar. Otro cadáver en el armario.
Los escraches nacieron en Argentina para señalar públicamente a los responsables de la dictadura militar del país. El pueblo respondía, jugándose el tipo, ante la indefensión creada por un totalitarismo que había roto las reglas. En democracia, sin embargo, tienen otra esencia. España no es la Argentina de entonces y ahora representan el fallo del diálogo, son cuando intenta disfrazar de manifestación el hecho de ir a berrear, acosar y hacer pasar miedo a alguien. Son cuando la víctima decide convertirse en victimario, una suerte de ojo por ojo.
A pesar de que Pablo Iglesias y muchos de los dirigentes que hoy forman Unidas Podemos apoyaron, organizaron y alentaron profusamente los escraches, ahora que les toca a ellos no les parece tan atractivo. “Yo creo que esto es malo y que hay que evitarlo”, decía Iglesias esta semana en La Sexta, después de las caceroladas en Galapagar y de las que también fue víctima el ministro de Transportes, José Luis Ábalos.
Pero lejos de rectificarse, apuntalaba con amenaza: “Hoy es gente de derechas manifestándose en la puerta de mi casa. Mañana es gente de izquierdas manifestándose en frente del apartamento de Ayuso, o en frente de la casa de los Espinosa de los Monteros, o en frente de la casa de Abascal”, añadía. Eso es lo que la popular Cayetana Álvarez de Toledo ha llamado “sucio matonismo gubernamental”. A Pablo Echenique, portavoz de Podemos en el Congreso y escudero de Iglesias, tampoco le gusta todo esto. Dice que no son escraches, que es “una concentración de pijos pudientes y maleducados y algún que otro simpático neonazi”. Aquí, ambos intentan recordar que la potestad del escrache es suya y que, cuidado, que en eso nadie les gana.
El primer escrache de Iglesias
21 de octubre de 2010. Por la mañana. A Rosa Díez, líder de la formación UPyD le suena el teléfono móvil. Está en el coche, camino a la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, en Somosaguas. Al otro lado de la línea, alguien le avisa de que en la entrada del lugar hay un cartel que reza Rosa Díez, víctima profesional y asesina legal y le pregunta que si quiere cancelar. Ella decide que no. Llega, camina por los pasillos de la facultad y pasa el trago de ver cómo los estudiantes han repleto de carteles en su contra su paseo hacia el Salón Polivalente de la facultad. El título de la charla era una paradoja en sí: Regenerar la democracia.
Cuando Díez está en el salón de actos y parece que todo ha pasado, cuando ya ha comenzado la charla, una estudiante se levanta y saca una tarjeta roja. Segundos después, le siguen decenas de otros compañeros, todos levantados con las amonestaciones en el aire. Entonces, los cabecillas, entre los que se encuentra Guillermo, el hermano pequeño de Íñigo Errejón, leen un manifiesto lleno de descalificativos. A pesar de la tensión, en ningún momento se produce un atisbo de violencia.
En un discreto segundo plano de todo ello se encuentra un aún desconocido Pablo Iglesias. Aunque no participa directamente, él no levanta la tarjeta roja y no aplaude, se le puede ver cómo asume tareas organizativas. Está en primera línea, al lado de la palestra, y dirige con gestos a los que están leyendo el manifiesto. Este sería el primer escrache conocido, el primero que tuvo repercusión mediática en España, hacia un político y el coordinador de ello era el ahora vicepresidente.
Días después, en un plató de televisión, Iglesias, que entonces era asiduo a numerosas tertulias, defendería la actuación. “Que un grupo de estudiantes entren a un acto, lean un documento a un ponente y se marchen del acto no es reventarlo. Es leerle un documento y proponerle un debate”, diría. Pero en su apología no hubo mención a la alarma de incendios, que sonó cuatro veces mientras Díez hablaba para interrumpirla. No hubo mención a los gritos y abucheos que sufrieron los organizadores cada vez que intentaban responder a los estudiantes que leían el manifiesto. El debate parece que se intentó, pero no por parte precisamente de los autores del escrache.
11 de diciembre de 2012. Dos años después. Por la mañana. José Antonio Moral Santín es uno de esos personajes que levantan polémica por doquier. Fue presidente de Telemadrid, secretario general del Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE) y consejero de Bankia, cargo este último por el que fue imputado a causa del escándalo de las tarjetas black. Pero de aquella esto último aún no se sabía y pasaba los días dando clase en la misma facultad en la que Rosa Díez sufrió el escrache.
De repente, en medio de esa clase de martes, irrumpen de nuevo decenas de personas. Las caras son conocidas, los organizadores son los mismos que escracharon a Rosa Díez un par de años antes. Entran en el aula y, ante la sorpresa de los alumnos, empiezan a leer un manifiesto con un megáfono en el que le culpabilizan de la crisis económica. Reparten cuartillas entre los estudiantes y pegan en la pizarra carteles con la cara de Santín y la leyenda de “¡Culpable!”. Santín, ante la imposibilidad de responder -por la superioridad numérica y la violencia de las palabras- se sienta en un pupitre y observa mientras cae el chaparrón.
El relato de este episodio podría ser detallista hasta el milímetro porque los propios organizadores se encargaron de grabarlo todo en vídeo. Aunque en las imágenes no aparece Pablo Iglesias -sí que lo hace Guillermo Errejón, de nuevo- el vídeo sería subido ese mismo día al canal de YouTube de La Tuerka, el programa que hasta el pasado enero presentaba el ahora vicepresidente. En el mismo, que lleva una música que le da aire épico a tamaña hazaña, aparece el siguiente texto: Lo que queremos es que los culpables de las miserias no puedan vivir tranquilos. (...) Es legítimo y necesario que la ciudadanía señale y persiga a personajes como éste. La lucha es el único camino”.
Cuando el ‘vice’ era otro
Tal y como se ve, hubo un tiempo que para Pablo Iglesias el escrache era lo chic, la forma correcta de intentar ajusticiar a personajes públicos, molestándoles en su esfera privada. Nada que ver con el “Yo creo que esto es malo y que hay que evitarlo”, que pronunciaba esta semana. Algo que contrasta frontalmente con como cuando, en diciembre de 2012, poco después del escrache a Santín, publicó que “A quien lleve la cami de Alfon Libertad a la diputada Tania Sánchez para lucirla en la Asamblea le pago el curso de escraches de la Asociación Universitaria Contrapoder”.
Dejando al margen los escraches en los que Iglesias participó activamente, el agravio comparativo se hace notable cuando se rescata el sufrido por Soraya Sáenz de Santamaría el 5 de abril de 2013. Aquí hay un nexo en común; Sáenz de Santamaría era entonces vicepresidenta del Gobierno de Mariano Rajoy, igual que Iglesias lo es hoy del Ejecutivo de Pedro Sánchez. Y hasta ahí lo colindante, en lo demás, el de la vicepresidenta fue peor.
Ese día, esa tarde de viernes, un centenar de personas pertenecientes al colectivo antidesahucios se concentraron frente a las puertas de la vivienda de la vicepresidenta. La petición, aceptable: que se aceptara la dación en pago retroactiva, alquiler social y paralización de desahucios. Los métodos, sin embargo, cuestionables. La vicepresidenta y su hijo de dos años notaron la turba frente a su domicilio, una performance que consistió en corear eslóganes y dejar en su puerta un sobre con 500 euros falsos.
Unos días antes de aquello, a finales de marzo, Iglesias tuiteaba que: “No estamos en la fase de exigir que el gobierno dimita. Toca hacer sentir a sus cuadros los efectos de la crisis”, con la etiqueta #Escrache. Y añadía: “Frente a la violencia del Gobierno, uso de la fuerza de los ciudadanos. Los escraches son la fuerza del pueblo”. Y después, en junio, aseguraba que “si no hay justicia, hay escrache”.
Pero no se limitó a hacerlo sólo en la red social. En una de sus tertulias en El gato al agua, el programa que entonces emitía Intereconomía, Iglesias pronunció lo siguiente: “Gallardón dijo una vez que gobernar es repartir sufrimiento. (...) Es normal que [los escraches] apliquen un poquito de dolor para que se enteren de que la mayor parte del país está sufriendo. Los escraches son la mejor noticia para los demócratas en los últimos meses”.
En esos años que sucedieron entre 2012 y 2013 Pablo Iglesias fue muy prolífico en prodigarse a favor de los escraches. Y aunque no se pronunció directamente sobre ellos, también ocurrieron otros durante esos años. En 2012, fueron víctimas Cristina Cifuentes -por la calle y que tuvo que refugiarse en un restaurante- y a Rita Barberá -en su casa, cuando era alcaldesa de Valencia-. En 2013, además del de Santamaría, también se produjo el escrache a Esteban González Pons, entonces diputado del PP en el Congreso. No sólo empapelaron la fachada del portal con imágenes de su cara, sino que entraron en el propio edificio.
Policías: matones, siervos de ricos
Volviendo a la cuestión del escrache sufrido por Soraya Sáenz de Santamaría, porque su naturaleza para la comparativa no deja que pase como uno más, se podría hablar ahora del papel de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. De lo que fueron y lo que son, para Iglesias, por supuesto. Durante ese “jarabe democrático” que se le aplicó a la vicepresidenta a modo de vacuna triple vírica (la vacuna que más duele) la Delegación del Gobierno de Madrid, entonces comandada por Cristina Cifuentes, envió a 50 antidisturbios.
Los miembros de la Unidad de Intervención Policial, sin embargo, no cargaron y llegaron alertados cuando la protesta ya estaba en marcha. Transcurrió todo con cierta cordialidad entre los escrachadores y las autoridades hasta que, al final, cuando se iban a disolver, los policías identificaron y sancionaron a unas 30 personas. Entre ellas se encontraba Jorge Vestrynge, antiguo líder de Alianza Popular que un año después, en 2014, entraría en las filas de Podemos.
Por aquel tiempo, para Pablo Iglesias, Cristina Cifuentes se comportaba como una “nazi” en su uso de los antidisturbios. Lo dijo en la misma tertulia de El gato al agua en la que defendía el escrache y decía que es normal que los escraches “apliquen un poquito de dolor”. Pero esto ya le venía de antes, el 15 de noviembre de 2012 Iglesias aseguró en un vídeo en La Tuerka que "la Policía no protege a la gente, son matones al servicio de los ricos".
Pero ahora que él es vicepresidente, las tornas cambian también en esto. El pasado martes la Guardia Civil reforzó el dispositivo de seguridad frente a la casa de Pablo Iglesias e Irene Montero en Galapagar. Cortaron la calle entera para que no llegaran los escrachadores y sólo dejaban pasar a los residentes en la misma calle previa identificación. Esos “matones”, como los llaman, ahora están a su servicio. Si a Sáenz de Santamaría pudieron dejarle un sobre en la puerta, a Iglesias ni se le pueden acercar porque la calle está cortada. La revolución de los cayetanos -cuyo nombre viene de la canción de Carolina Durante y no de Álvarez de Toledo, como algunos puedan pensar- quedó así capada.
Los otros cadáveres políticos
En esta antología no puede faltar el cadáver político de Iglesias por excelencia. El 20 de agosto de 2012 se preguntaba si se entregaría la política económica del país “a alguien que se gasta 600.000 euros en un ático de lujo”. Se refería al ático que se había comprado el entonces presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, en la capital. Seis años después de aquello, Iglesias y su pareja hicieron lo propio y se gastaron la misma cantidad de dinero en su chalet en Galapagar.
Por manido que esté el tema, cabe recordar que ese acto creó una crisis política sin precedentes en Podemos y que Iglesias tuvo que consultar a las bases de su partido si aceptaban o no la compra. Al final, salió que sí, pero fue el inicio de los problemas internos de Podemos que, paradójicamente, no han impedido que acabase llegando al Gobierno independientemente de ello. Pero eso no significa que el armario de Pablo Iglesias no tenga cadáveres y que sus palabras no se aparezcan como fantasmas.
La última en recordarle todo esto, el pasado miércoles, fue la portavoz del Partido Popular en el Congreso de los Diputados, el verso libre y quebradero de cabeza de la formación, Cayetana Álvarez de Toledo. Calificó de “sucio matonismo gubernamental” las amenazas de escraches a Ayuso y Abascal, subrayó el blindaje policial de lo que otrora era “una forma de diálogo” y remató: “Con ustedes, la hemeroteca no es un ejercicio vengativo del pasado, es una agenda oculta”.