Desde Sri Lanka, regreso eufórico a Madrid tras haber visitado una vez más un gran número de eremitorios budistas y haber estado en un campo de meditación. Renuevo mis clases en mi centro de yoga, sintiéndome pleno y alegre, hasta que unos días después comienzo a sentir dolor de cabeza, padecer vómitos y apenas poder mantenerme con cierta prestancia durante las clases.
Acudo en dos ocasiones a las Urgencias del Hospital de la Princesa y, tras examinarme, me dicen que estoy bien. Los vómitos se intensifican en los tres días sucesivos, al igual que el malestar. A duras penas puedo seguir impartiendo las clases -con un esfuerzo sobrehumano-. Ya en pésimas condiciones, acudo a Urgencias, pero esta vez en el Hospital de la Paz y me ingresan.
Dos días después del ingreso sufro una parada respiratoria -de la que me sacan- e ingreso en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Allí le dicen a mi familia que pueden quedarme tan solo unas horas de vida. Los médicos no se ponen totalmente de acuerdo: unos dicen que se trata de una tuberculosis cerebral y otros, una meningoencefalitis, que puede estar producida por una bacteria muy lesiva llamada listeria [que esta semana ha saltado a todos los medios de comunicación después de que se haya desatado el mayor brote de la historia de España] y que tiene un índice considerable de mortandad en personas mayores.
Alguno de los médicos españolas se pone en contacto con facultativos de Sri Lanka y uno de ellos sugiere una biopsia de cerebro, que se descarta. Mi estado es muy critico y permanezco intubado y en coma. Así comienzan a tratar de combatir la enfermedad con numerosos medicamentos y sobre todo con antibióticos, con el convencimiento general que es una listeriosis.
Casi tres semanas en coma
Diariamente, los partes médicos a mi familia son poco esperanzadores, hasta que pasadas las dos semanas comencé a reaccionar más positivamente. Cuando me sacaron del coma inducido -cerca de tres semanas después- había adelgazado casi 20 kilos y durante días tuve una enorme confusión mental. Hasta tal grado que cuando -tiempo después- recabé información de uno de los médicos de la UCI me dijo que al yo abandonarla pensaban que me iba zumbado.
Volví a planta donde permanecí otras tres semanas, pero en cuanto me fue posible comencé a practicar posturas de yoga, ejercicios respiratorios, relajación profunda, meditación y abundantes caminatas por los pasillos del hospital. En cierto modo había vivido un calvario, pero ahora tenía que poner todo el empeño en recuperarme, aunque me habían quedado algunas secuelas y estaba sumamente débil.
En el mismo hospital comencé a informarme sobre la listeria y hasta qué grado podía ser gravísima en embarazadas, inmunodeprimidos o personas mayores. En mi caso la bacteria se alojó en el tronco del cerebro -el núcleo de la vida- y me desencadenó una romboencefalitis. Mi neurólogo, el doctor Antonio Tallón (que, llamativa sincronicidad, comenzó a interesarse por el yoga a la misma edad que yo, a los 16 años), dijo, en todo de broma: "Lo de Ramiro ha sido un milagro. No sé si le queda algún libro por escribir o es que le han mirado todos sus dioses hindúes".
Al hospital acudió a visitarme mi buen amigo y editor Angel Fernández Fermoselle para encargarme un libro contando toda mi experiencia. Me enfadé al principio con él y le dije: "O sea, he estado como un alambrista danzando entre la vida y la muerte y ahora me pides que lo cuente". Pero me animé a escribir ese libro y le titulé En el Límite, porque realmente allí había estado: viviendo también un verdadero submundo habitado por los fantasmas del cerebro. Pero esa, es ya otra historia.