Cuentan los libros de historia que Francis Drake, acaso el más célebre corsario del siglo XVI, utilizaba las Islas Cíes como refugio esporádico en sus travesías hacia España. Libérrima, la calavera pirata de la Jolly Roger británica ondeaba libre e indomable, mecida por el viento, al abrigo de un archipiélago de apariencia caribeña, quizás colocado al sur de Galicia por los dioses. Debía de ser una señal, pues aquella bandera, símbolo de la libertad más salvaje, más absoluta, impregnó aquel lugar con su espíritu. No había para ella lugar más idóneo en el mundo.
Cuatro siglos después, ese espíritu asilvestrado permanecía en este lugar situado en la boca de ría de Vigo gracias al más célebre de sus habitantes, que no era otro que el último. Allí vivió, hasta esta misma semana, un hombre llamado Germán Luaces Freijeiro, 54 años de edad que no aparentaba. A mediados de los noventa se instaló allí y ya nunca se volvió a mover. O Chuco, como le conocían casi todos en Cíes, falleció hace una semana rodeado de sus seres más queridos en el Hospital Álvaro Cunqueiro de Vigo. Se fue como un rey desubicado al que tan solo le faltó irse en lo alto de su trono, escuchando el batir furioso de las olas.
Se había encargado de que la bandera pirata nunca dejase de ondear a las puertas de su desvencijada casa, encaramada como una cabra salvaje en lo alto de una playa, el arenal de Nosa Señora en la isla de O Faro, la del medio; allí su calavera indicaba el refugio de la libertad, la morada de un hombre moreno, barbado, de rubia melena anudada casi siempre a la nuca con un moño inconfundible. Un tipo, lamentan sus más allegados en estos días nublados y raros de finales del otoño, hospitalario, generoso y bueno.
Las puertas de la casa del último habitante de las islas siempre estaban abiertas. Ni siquiera hacía falta llamar. Las Cíes son un paraíso natural al que cada verano acuden más de 300.000 personas pertrechados de toda clase de bártulos con los que instalarse allí, con la intención de disfrutar de sus parajes. Si alguien se extraviaba, al partir el último ferry, casi con la última línea de sol fragmentando el horizonte, incluso entonces quedaba una alternativa.
Aquella suerte de acogedor camarote sobre el risco de la playa era sin duda un lugar seguro al cual acudir. El cacareo de las gallinas servía siempre de pregón al viajero. Germán y su ajada camisa de cuadros les recibían de ese modo en su humilde morada sin preguntar cuánto tiempo se iban a quedar a dormir.
El Robinson Crusoe hijo de un capitán
Refugio para marineros, colega de fareros, compañero fiel de los guardas forestales del parque, anfitrión de desconocidos. La sonrisa de Germán estaba siempre dispuesta para quien lo necesitase. Él mismo se lo hacía y se lo cultivaba todo, en plan Robinson Crusoe, a excepción de algunos víveres que le iban proporcionando los amigos que se acercaban a la isla a visitarle.
Eso era lo que recordaba estos días uno de sus allegados, con la herida reciente de la pérdida. "Gracias por abrirnos las puertas de par en par y por reunirnos alrededor de esa mesa que cobijaba a todas las almas que pasaban por el camino. Eras un ser mágico, con luz... Buen camino, pirata".
La vida de Germán siempre estuvo ligada al mar. Su padre fue Germán Luaces Carballada, capitán de la Marina Mercante, profesor del Instituto Náutico-Pesquero de Vigo, capitán del buque Campaláns, un buque histórico, el primero en surcar el mar con un casco de hierro elaborado en Vigo. Su embarcación logró la medalla al mérito naval con distintivo rojo gracias a su heroica participación en la extinción del incendio del Polycommander, petrolero protagonista de otro trágico naufragio al borde de las costas gallegas que tiñó de fuel las aguas de las Islas Cíes en el año 1970. El Prestige antes del Prestige.
Supo desde pequeño lo que eran las mareas vivas, el significado de la palabra bogar. También aprendió, a la fuerza, el concepto trágico del chapapote. Como su padre, a Germán le tocó vivir la crudeza de un vertido que amenazó de muerte a las costas gallegas. La mañana del 5 de diciembre de 2002, el famoso y mullido arenal de Rodas, así como el resto de playas de las islas, amaneció teñido de negro. La marea negra del Prestige había alcanzado el Parque Nacional de las Islas Atlánticas, amenazando la mayor reserva ecológica de las rías gallegas.
Ese día se recogieron 800 toneladas de crudo negro. Como siempre, la casa de Germán estaba abierta, y en aquellos días acogió allí a los marineros venidos de los puertos más cercanos para salvar la fauna y la flora marina y terrestre del archipiélago. Allí se alojó, comió y se desahogó todos los que se acercaron a echar una mano.
Las Cíes se salvaron, y El Chuco siguió viviendo en ellas. Pronto regresó la avalancha de turistas. El verano, época de mayor trasiego, convierte el cámping del paraíso estival, asín como los caminos agrestes hacia los miradores y los faros, en un ir y venir de tiendas de campaña y efímeros habitantes que permanecen un día o dos. Está siempre a rebosar. Las nueve playas del archipiélago reciben a viajeros de todo el mundo, y en su orilla fondean decenas de yates procedentes de todos los puntos de las Rías Baixas.
Sus cenizas descansan en la isla
Fue testigo privilegiado desde un lugar remoto. Advirtió la masificación de las islas, presidió acampadas hippies bajo las estrellas del verano, se guareció de mil y un temporales. Pero él seguía siendo el de siempre. Cuentan quienes le conocen que era él, y solo él, el mejor anfitrión posible para reunirse en torno a una mesa y conversar durante horas bajo la tibia puesta de sol y las estrellas. En el medio de todo, siempre Germán.
En invierno su vida resultaba mucho más apacible. No dejaba nunca de cuidar a sus gallinas y a sus gatos, que deambulaban libres por las inmediaciones del refugio. Allí continúan sus eternos vecinos, las gaviotas, los cormoranes y los vigilantes del parque. También los amigos y los marineros de Vigo, de Baiona, de Panxón o de Cangas lamentan su partida.
La noticia de su fallecimiento corrió esta semana como la pólvora, saltando de puerto en puerto por la costa de la ría. Sus amigos organizaron una colecta para conseguir los 2.400 euros que valía la incineración del último habitante de las islas. Cientos de personas pusieron su granito de arena y acudieron al tanatorio a darle el último adiós a un hombre al que todos conservaban como un amigo.
La ceremonia fue el martes. Los amigos cubrieron el féretro con la Jolly Roger y procedieron a la incineración del cuerpo. El jueves, a las 10 y media de la mañana, decenas de personas embarcaron en el puerto de Vigo rumbo a las islas para darle allí el definitivo adiós. No faltaron las gaitas y los tambores, cuya melodía escoltó la urna con las cenizas de Germán hasta el último momento, como seguramente él mismo habría querido.
Fue su último viaje a las islas que le acogieron como a una más de sus criaturas. Allí fue feliz y allí descansa ya para siempre, en el hábitat que le vio crecer. Abandonó el mundo como quien parte hacia América, echando la vista atrás a quienes sigue esperando en el puerto pero saben que volverá. Su última batalla antes de irse del mundo la disputó con fiereza contra el cáncer.
Ni siquiera la enfermedad, que lo sacó de la isla para llevarlo a la camilla de un hospital, logró doblegar su espíritu, y por eso regresó en forma de urna al lugar en el que lo había vivido todo. Sus amigos esparcieron sus restos por donde solía transitar. El barco que les condujo hasta el archipiélago lleva por nombre Piratas de Cíes. No podía ser otro.