“Inexplicable”. Ésta es la palabra que más se escucha cuando se habla con los vecinos sobre por qué Henry, de 19 años, mató a Mariana, de 49, su madre.
“Mis hijos, que jugaban con él de niños en la calle, han dicho cuando se han enterado: ¿Henry? ¡Pero si él quería mucho a su madre! ¡Pero si él nunca tenía un mal gesto con nadie, siempre tenía una sonrisa en la cara!. No nos lo explicamos”. Quien habla es otra madre, Mari Carmen, que vive a pocos metros. La tragedia ocurrió en el número 8 de la calle Hilarión Eslava de Alcalá de Guadaíra (Sevilla), en la madrugada de este martes, 13 de noviembre.
Dos días después, este jueves por la tarde, el juez del Juzgado de Instrucción 3 del municipio acaba de enviar a prisión incondicional comunicada y sin fianza al joven Henry Williams Villavicencio, español de nacionalidad y ecuatoriano de nacimiento, acusado del homicidio de Joy Mariana Villavicencio Gómez, también española de origen ecuatoriano: lo poco que ha trascendido hasta ahora es que cuando llegó al piso a las cinco y media de la mañana del martes, colocado, respondió a la riña materna por la hora dándole puñetazos hasta matarla. No huyó. Se quedó allí con ella, los dos solos. Unas horas después, sobre las 9 de la mañana, envió un mensaje de Whatsapp a uno de sus dos hermanos mayores para avisarle.
La incredulidad es unánime en el pequeño universo de la calle de tráfico sin salida donde vivía y donde creció Henry desde que llegó aquí hace 14 años. Sólo recuerdan a un niño y luego a un chaval educado, pacífico, que jamás se peleó con los niños con los que jugaba en las aceras, que practicaba boxeo en el Impacto (e incluso convenció a su madre para que asistiese a clases); de cuya vivienda, en el bajo de una casa de dos plantas, “no salió nunca ningún ruido”, “ninguna trifulca”, “nada, nada, nada, ningún indicio” que permitiera sospechar que algún día se convertiría en un homicida. “Nos gustaría encontrarle una explicación; sólo lo podría explicar un tema de drogas, una enfermedad mental”, dice Mari Carmen, la madre de sus amigos de infancia callejera: pero es que, acota su marido, Joaquín, “jamás” han visto a Henry ni drogado, ni bebido ni con síntomas de alteración mental.
Esta calle, que ya de día es tranquilísima (hay muchas puertas abiertas), era un sepulcro de silencio en la madrugada del homicidio; la posible discusión entre madre e hijo y los golpes de éste tuvieron que producirse sin estruendo, porque nadie oyó nada. Ni siquiera se despertó la vecina de la planta de arriba de esta casa de dos plantas, que se asoma por la ventana para asegurar que no oyó ningún ruido. La anciana vecina de la casa contigua reitera: “No nos lo explicamos nadie, nunca ha dado un problema”.
A este piso bajo llegó de niño Henry con sus dos hermanos mayores y su padre, procedentes de la provincia ecuatoriana de Guayaquil. La madre, Joy Mariana Villavicencio, que trabajaba en ayuda a domicilio, no vivía con ellos y acudía esporádicamente a visitar a sus hijos. Con los años, el padre también se fue, así como el hermano mayor, y los dos más jóvenes (Henry, de 19, y el segundo, de unos 22) se quedaron aquí viviendo solos. Sus progenitores los seguían visitando, siempre por separado. Por eso a Mariana la conocían menos en el vecindario, de pasada.
"¿Cómo ha podido ser esto?”
El vecino de enfrente, Antonio Martín, cuenta que pensó que era una mujer ajena a la familia que iba de vez en cuando a hacer algún servicio doméstico en la vivienda de los dos jóvenes hermanos solteros. Sólo ahora se ha enterado de que era la madre de que Henry, el chaval que lo saludaba con un “¡Hola, vecino!”. “El martes por la mañana salí a correr a las siete y cuando volví a las nueve estaba todo tranquilo. Me duché y, al bajar, estaba la calle llena de policías”, dice sobre las horas en que su joven vecino estaba con su madre, malherida o muerta ya, al otro lado de la puerta de la acera de enfrente. “Luego lo sacaron los policías, sin esposar, y tenía la mano derecha vendada y ensangrentada un poco”. Señala Antonio una gran verdad de la vida. Conocemos el rostro social del prójimo, pero “no sabemos lo que ocurre de puertas para adentro” en su vida doméstica. Menos aún lo que pasa por su cerebro. “No le he visto nunca ni un mal modo. Se le veía tan bueno, un tío tan normal. Lo veía pasar con su mochila del instituto… ¿Cómo ha podido ser esto?”.
La vivienda está ahora vacía y con las persianas bajadas en las dos ventanas que dan a la acera. Cruzan por delante unos adolescentes que han escuchado la noticia del crimen ocurrido en su pueblo pero que no sabían que había sucedido justo aquí, en el tranquilo barrio de casitas del Cerro Blanco. Hay cinco institutos de secundaria en Alcalá de Guadaíra, municipio industrial en la periferia de Sevilla con 75.000 habitantes. Henry no llamaba aquí la atención. No tenía antecedentes policiales. Y tampoco había causado ningún problema en el instituto público donde estudiaba, el IES Al-Guadaíra, a 20 minutos a pie del hogar donde vivía con su hermano mediano. Una profesora dice junto a la puerta que en el centro los docentes han evitado hablar del suceso, porque es un tema “muy delicado”, pese a que los alumnos lo saben de sobra.
Sin embargo, la historia del alumno Henry sería un buen ejemplo, concreto, real y cercano, para estudiar la violencia, sus causas, su prevención; para poner rostro, nombre, carne y hueso a los mensajes genéricos a favor de la paz con que los alumnos de 4º de la ESO pintaron las macetas que adornan la entrada del instituto. Dice una de ellas: “La paz es como un buen autor, encuentra el final perfecto”.
Por la tarde, ya de noche, continúan algunas actividades extraescolares. En el vestíbulo, un grupo de adultos ríe en corro con un ejercicio de risoterapia o parecido, mientras van repitiendo “me llamo… y me pica aquí”. En el gimnasio, niños y niñas se preparan para una clase de defensa personal. El monitor dice que no ha visto nunca a Henry pero sí a otros parecidos, de trato normal y que cometen delitos impensables. “No me extraña. Soy guardia civil y no es el primer caso que conozco”.
Un profesor, recién llegado como interino, dice que no lo había tratado pero que sus compañeros le han comentado que Henry “no tenía nada” en su expediente que hiciera temer una explosión de violencia. Aunque, en un instituto “grandísimo” como éste, no sería tan difícil pasar más o menos inadvertido.
“Yo me paso la tarde fumando porros”
Al final, encontramos a un miembro de la comunidad educativa del centro cuyo testimonio a EL ESPAÑOL arroja luz sobre el perfil del matricida. Henry estaba repitiendo este curso 2º de Bachillerato, en la rama de ciencias puras. Estaba en 2º A; el curso anterior, era de 2º C. Había estudiado antes en el Instituto Doña Leonor de Guzmán y, tras pasar una temporada en Granada con su madre, que se había desplazado allí por trabajo, al regresar a Alcalá de Guadaíra ingresó en el IES Al-Guadaíra. Sus profesores y compañeros lo consideraban un estudiante “muy inteligente”, sobre todo en matemáticas y en física, pero que no se aplicaba. En clase era “tranquilo”, “un poco rarito”, “iba a su bola”. No tenía conflictos con nadie, dice esta fuente, que tampoco se explica por qué mató a su madre aunque apunta a un posible detonante: el consumo constante de hachís.
Aunque a clase no iba, aparentemente, drogado ni bebido, él mismo confesó su adicción en público el viernes 9 de febrero de este 2018, durante la visita con algo más de 50 compañeros de instituto a la Universidad Pablo Olavide de Sevilla, para participar en el programa de puertas abiertas con que esta universidad pública promociona sus estudios entre los estudiantes de bachillerato de la provincia. Esa mañana los recibía un estudiante universitario de la Olavide, antiguo alumno de su instituto de Alcalá, para hacerles de guía por el campus y explicarles su oferta educativa. Sin profesores delante, los estudiantes se reunieron en un aula con su guía y a cuatro o cinco, entre ellos Henry, los invitaron a subir al estrado para exponer sus expectativas. Al llegarle el turno al muchacho, reveló: “Yo me paso la tarde fumando porros”. Esto significa que desde hace al menos un año el hijo de Mariana, que vivía a su aire y sin controles paternos, solo en la vivienda tranquila de Alcalá, estaba colocándose día tras día sin que lo notara casi nadie. Su hermano mediano, su compañero de piso, trabajaba fuera, y él no tenía otra ocupación que los estudios.
Otro rasgo que llamó la atención en su entorno educativo es que, a pesar de que era muy pacífico con todo el mundo, lo veían a veces en los pasillos del instituto dándose puñetazos en el cuerpo y atragantadas en el cuello con su mejor amigo de clase, “puñetazos de verdad, pero bromeando”. Era sólo un juego con su colega, un poco mayor que él, con el que pasaba más tiempo; el mismo con el que por las tardes se hartaba de porros. La persona que lo trató cuenta que entre los gustos de Henry estaba la música rock e ir con algunos chicos, armados con escudos de cartón y espadas inofensivas caseras, a practicar al aire libre peleas de estilo medieval, en el juego conocido como softcombat (combate suave o en blando). En esas guerras de mentirijillas con armas de gomaespuma que practican algunas pandillas urbanas, como en las que él remedaba a veces a puño limpio pero sin sangre con su amigo en el instituto, Henry desfogaba su energía interior. Esos episodios incruentos y lúdicos, inocentes, eran lo más cercano a la agresividad que le vieron a Henry. “Era un chico que evitaba los conflictos”, se limita a decir su amigo más cercano, el de las peleítas de broma y los porros, al ser contactado por teléfono.
Faltó tanto a las clases durante el curso 2017-2018 que, mientras otros compañeros se graduaban y acudían a hacer el examen de Selectividad para entrar en la Universidad, como los de la foto de grupo que luego publicó el instituto en su página de Facebook, él suspendía y tenía que empezar el curso 2018-2019 repitiendo. Y podría no ser la primera vez que repetía. Por su edad, podría estar ya en el segundo año de carrera. Aunque no le conocían una vocación clara, sí le escucharon decir que sentía más inclinación por estudiar Física. Las Matemáticas se le daban tan bien que podía “responder todas las cuestiones sin estudiar”.
A partir de este septiembre, en las primeras semanas de su nuevo curso de 2º de Bachillerato empezó a asistir con más regularidad. En la clase de inglés, el profesor pidió que se presentaran y él dijo: “Soy de Ecuador y llevo 14 años en España”. Pero enseguida volvió a faltar a clase. El 18 de octubre, hace un mes, vino a hacer el examen de Química, y ya no se le volvió a ver. Su amigo también dejó las aulas.
"Se volvió loco, literalmente”
De su familia no hablaba, pero, sin palabras, dejaba claro que su madre era para él lo más importante del mundo: en su perfil de Whatsapp mostraba la foto de él con su madre sonriendo felices a la cámara, en un salón doméstico, celebrando algún evento feliz con una tarta y un brindis con copas de cava Codorniú. Estaba en el grupo de Whatsapp de sus compañeros de clase y nunca intervenía en él. Al conocer la noticia de que ha matado a su madre, sus compañeros lo han sacado del grupo del móvil.
La madre, aunque no vivía con él y lo veía ocasionalmente, acabaría sabiendo tarde o temprano que su hijo pequeño llevaba una vida descentrada, emporrado y sin ir a clase. El lunes de esta semana, 12 de noviembre, fue a verlo. Y se quedó esperándolo de noche. Lo vio llegar a las cinco y media de la mañana del martes 13, según lo que contó el joven a la Policía y adelantó Diario de Sevilla. Lo amonestaría por llegar tan tarde y drogado, cuando se suponía que por la mañana tenía que ir temprano al instituto. Y el hijo que tanto la quería respondió callándola a puñetazos hasta enmudecerla para siempre.
Sólo un brote de locura asociado con el consumo abusivo de estupefacientes podría ser una explicación plausible para los que conocieron a Henry únicamente como un chaval majo que no se metía con nadie. Los exámenes psiquiátricos a los que será sometido en prisión y el futuro juicio esclarecerán en qué grado fue consciente de lo que hizo. De momento, ateniéndose a la información disponible, la psicóloga sanitaria y terapeuta familiar Asunción Lago Cabana, del Instituto Bitácora de Sevilla, especializada en tratar adicciones, también de adolescentes, apunta al consumo constante de hachís como posible detonante de la violencia explosiva de Henry. “Hay una sensación en la sociedad de que no es para tanto, pero los porros, el cánnabis, pueden provocar brotes psicóticos y son un detonante de trastornos mentales graves, tipo esquizofrenia, en personas con vulnerabilidad. Se volvió loco, literalmente”.
Añade que “el bajo rendimiento en los estudios está asociado a los porros” y que la adolescencia es una época de la vida más sensible a estos trastornos. Señala también que una educación familiar de “sobreprotección” y a la vez “sin límites” contribuye a la aparición de casos de hijos que pegan a los padres, “con drogas y sin drogas”. “Se mezclan factores del estilo educativo, con las drogas y los trastornos mentales”, explica la psicóloga. Avisa de que, sin llegar al extremo consumado de Henry, hay más chicos de los que se cree con pulsiones matricidas o parricidas: “Tengo un paciente con trastorno de personalidad que, en asociación con el alcohol, maltrata a la madre. Es muy común, pero los padres no lo cuentan porque es súper vergonzoso para ellos”.
No se sabe si esta paliza filial fue la única que sufrió Mariana a manos de Henry. Lo cierto es que quienes los han conocido están tristes por los dos, la víctima y el “asesino”. Asombrados, se preguntan todavía por qué el hijo bueno mató a su buena madre. A la madre virtual con la que brinda, sonriendo para siempre, en la pantalla del móvil. A la madre de carne y hueso que lo riñó por golfear. Al ser que más quería en el mundo.