“Mis hijos preguntan que qué le puede pasar a papá por irse a trabajar. Yo les respondo que papá no se va a la guerra a morir, se va a la calle a trabajar, a ganar dinero honradamente como cualquier persona. ¿Es justo que mis hijos tengan miedo de que me pueda pasar algo?”.
Hace días que en la casa de Armand Baquero todos están de los nervios. Él, su esposa y sus tres hijos de 16, 15 y 12 años están viviendo intranquilos la huelga que los taxistas están protagonizando en las calles de Barcelona. Mucho más desde que Armand, conductor de Cabify, recibiera un balazo mientras recogía a una usuaria a apenas dos calles de la Sagrada Familia. La bala, una 22 milímetros según estiman, atravesó el cristal lateral trasero y describió una trayectoria paralela al asiento de pasajeros hasta impactar con el altavoz de la puerta opuesta. “Menos mal que no iba nadie montado, porque le hubiese dado en la pierna con casi total seguridad”, explica el chófer.
“Esto no es de recibo, el Far West —lejano oeste— en pleno siglo XXI”, critica Armand. “En una ciudad civilizada no se puede consentir que anden a palos por las calles o haya sicarios en moto agrediendo a la gente. Y menos, el límite, que usen armas de fuego”, se queja. “Es impensable”, zanja.
Armand lleva seis meses trabajando como conductor de Cabify. El contrato con la compañía de alquiler de vehículos con conductor, las conocidas VTC, lo sacó de la lista del paro siete años después de inscribirse como demandante de empleo. Para este padre de familia numerosa encontrar este empleo fue algo por completo inesperado. “A los 59 años, estas cosas no pasan con frecuencia —confiesa—; pocas empresas brindan esta oportunidad”.
Este barcelonés llegó a tener una empresa de retractilado en la que llegaron a trabajar cien personas. Todo fracasó por una mala gestión que él atribuye a su socio. Después ha sido distribuidor de productos de ozono y tratamiento de aguas y comercial de colchones. Ahora, después de siete años en el paro, cobra 1.256 euros de base más incentivos en función de la valoración que hagan de él los clientes y de la facturación que consiga para la empresa.
Un respiro económico
“Para mí ha sido un gran respiro, con tres hijos, tener un sueldo más entrando en casa. Nos hemos podido poner al día en el pago de atrasos”, narra este hombre grueso, fundador del Partido Socialista de Cataluña. “Ir pagando la deuda contraída con el colegio de mis hijos, por ejemplo”, sigue. “El contrato de Cabify supuso la tranquilidad de contar con algo fijo, con algo seguro”.
Por eso, pese a los problemas que está teniendo en los últimos días, Armand niega que el miedo vaya a robarle la oportunidad de haberse reenganchado al mercado laboral. “La situación que estamos viviendo nos está sometiendo a todos a un estado de ansiedad, de tensión permanente —advierte el chófer—; hay enfrentamientos, los taxistas dicen que es una huelga pacífica, pero la realidad es que están agrediendo a los conductores y usuarios de las VTC. Sabemos que tienen a sicarios que van en motos de gran cilindrada que van circulando por Barcelona sin matrícula. Hemos recibido golpes”.
Por eso, cuando sale de casa, a su mujer se le cambia el semblante. “Ella está muy nerviosa”, confiesa Armand a EL ESPAÑOL, que lo acompaña durante la jornada de trabajo de este lunes por el centro de Barcelona. Se percibe el temor en su voz, sobre todo cuando habla de su familia. “Trato que mis hijos, adolescentes, no sepan de la situación —sigue el conductor, residente en Can Baró, un barrio vecino al Parque Güel—; quiero quitarles ese miedo, pero ven las noticias. Y se asustan, pero yo les miento para tranquilizarlos”.
El miedo durante la mañana de este lunes es una constante en las instalaciones de Vector, propietaria de una de las mayores flotas que operan en la plataforma Cabify en Barcelona. Muchos de los conductores de la compañía se niegan a salir a trabajar. Les asusta tener que exponerse a los taxistas que —según narran— atacan indiscriminadamente a coches con o sin pasajeros.
En Cataluña, y según datos del Ministerio de Fomento, hay 1.457 licencias VTP. De ellas, unas mil operan bajo el paraguas de Cabify, el resto corresponde a Uber y a pequeñas empresas. Del total de la flota de Vector en Barcelona, 618 vehículos, apenas ha salido un centenar.
Coches destrozados y denuncias por agresiones
Las instalaciones no tienen letreros que las identifiquen. En buena parte, por miedo a las posibles represalias. Aunque el movimiento de coches negro de alta gama y conductores de chaqueta y corbata delata a Cabify en la antigua carretera del Prat, en el paseo de la Zona Franca. En el interior hay 75 coches dañados. Los hay con las lunas rotas, con pintadas, huevos en los parabrisas, espejos retrovisores descolgados, ruedas pinchadas… Hechos por los que la empresa ya ha tramitado 35 denuncias. “No hay más porque no queremos colapsar las comisarías”, explican los responsables.
Armand habla con varios de sus compañeros. Todos relatan situaciones similares. “Llevamos un par de días saliendo dos coches juntos, uno de ellos sin servicio, a modo de escolta, con los móviles preparados por si ocurriese algo”, explica el chófer. “Es por darnos seguridad”, insiste. “La guerra no es nuestra, nosotros no somos violentos —defiende—; no debemos entrar en provocaciones”.
En mitad de la jornada, en un despiste, Armand gira bruscamente el volante ante la sorpresa de los periodistas de EL ESPAÑOL que lo acompañan. “¡Ya la hemos cagado, ya la hemos cagado!”, insiste alarmado. Tanto a su derecha como a su izquierda están los clásicos taxis bicolor de Barcelona. Ocupan los dos carriles centrales del Paseo de Gracia. Y Armand quiere evitar bajo todo concepto encontrarse con ellos. De lejos, varios piquetes reparan en el coche negro con la pegatina de VTP y todo el grupo, de unos siete, se yerguen. La maniobra evasiva de Armand surte efecto y logra salir de la zona frecuentada por los taxistas. “Barcelona está secuestrada por los taxistas”, sostiene.
“Evitamos los enfrentamientos, las calles frecuentadas por ellos —sostiene Armand—; nos vamos informando por WhatsApp de los piquetes”. “Esto dificulta nuestro trabajo, pero es por nuestra propia seguridad, y la de los clientes”, sigue. “Ellos —los usuarios— son conscientes de la situación, lo entienden y nos sentimos aliviados por su apoyo”.
“Los clientes no tienen miedo”, apunta el chófer. “Recibimos mucha comprensión, curiosamente ahora estamos recibiendo a muchos nuevos usuarios —añade—; nos dicen que se han hecho usuarios de Cabify porque no vuelven a coger un taxi en su vida después de lo que están viendo. Eso nos da mucho ánimo, nos refuerza la idea de que nuestra causa es justa”.
Tráfico fluido por Barcelona pese a la huelga
El tráfico en la ciudad es fluido. No hay apenas rastro de los taxis, que solo circulan en servicios mínimos. En en entorno de la Sagrada Familia, los turistas están ajenos a la polémica. A dos calles del templo de Gaudí, en la calle Sardeña, Armand detiene el vehículo justo en el sitio en el que se produjo el disparo. “Serían las cuatro y media de la tarde”, apunta.
“Estando frente al portal donde me había citado la usuaria, escuché un disparo —narra el conductor barcelonés—; oí un gran estruendo, mucho más fuerte que un petardo. En fracción de segundos se oyó cómo estallaba el vidrio trasero derecho, a escasos veinte centímetros de mi cabeza. La bala cruzó todo el asiento trasero y se incrustó en el altavoz de la puerta opuesta. En fracciones de segundo reaccioné”.
Tras esto, Armand vio salir una moto que circulaba por el carril bici a toda velocidad con dos personas. De ahí venía el disparo. No pensó en seguirlos. No lo esperaba. No supo reaccionar.
Tras los hechos, Armand acudió a denunciar a los Mossos d’Esquadra. “Tenía un estado de nervios increíble. Soy hipertenso, diabético y cualquier susto o situación de estrés me puede provocar una crisis de ansiedad o incluso un infarto”, sostiene. “De hecho, llevo varios días con el susto, pero hago de tripas corazón, he vuelto al volante, trato de hacer una vida normal”, zanja.
Una bala que rozó la cabeza
El coche, un KIA Óptima, ha permanecido desde el viernes en las dependencias de los Mossos d’Esquadra, en Saint-Monjuïc, para que la policía científica, del departamento de balística, realizase la investigación. Hoy lunes, Armand se ha vuelto a encontrar con el coche en el que recibió el disparo de bala. En la luna lateral trasera se ve por dónde entró la bala. El resto de la ventana está completamente agrietada. El plástico utilizado para oscurecer las lunas evitó que saltase por los aires. En el asiento trasero hay restos de minúsculos cristales. A la puerta opuesta, la derecha, le faltan varias piezas de alrededor del altavoz, el lugar en el que quedó incrustada la munición.
A Armand se le ponen los vellos de punta al ver lo cerca que pasó la bala de su cabeza. A escasos veinte centímetros. “Todo el mundo que lo ha visto ha dicho que podía ser un calibre 22 milímetros y eso te mata”, advierte.
Ese incidente ha sido la gota que ha colmado el vaso. En su casa siguen disparándose los temores. Su teléfono no para de recibir llamadas. Su madre, su suegro, sus cuñados… “No sé cuántas veces me han podido llamar”, detalla Armand. “La gente está viviendo esto con mucha preocupación”, sigue. “Los familiares y los allegados mucho más, como es obvio”, apunta.
Su mujer le dice que vaya con cuidado. “Hay miedo, claro que lo hay, tanto por nosotros como por nuestra familia; miedo a represalias, a agresiones… y todo está tomando un cariz insostenible”, narra Armand. “No es justo —zanja— que debamos temer por nuestra integridad física”.
Otras historias de la huelga
Antonia se estrenó como conductora de Cabify tres días antes de que —según cuenta— unos taxistas a pie la asaltaran en un semáforo. “Me insultaron, hasta que uno de ellos empezó a amenazarme”, explica. En mitad de la acalorada bravata que estaba padeciendo, oyó una fuerte explosión debajo del coche. “Pensé que era una bomba”, recuerda. “Empezó a salir humo del coche y empezaron a golpear el vehículo —sigue—; tuve que salir rápido”.
Tanto el cliente que llevaba como ella quedaron conmocionados. Antonia Alarcón, de 50 años y madre de una niña de once, denunció lo sucedido a unos Mossos que se encontró por el camino. “Me aconsejaron ir a comisaría”, recuerda esta mujer que también viene de las listas de desempleo, como un buen número de sus compañeros.
“El cliente me dijo que no cogería un taxi en su vida”, explica. “Y en mi familia están preocupados, mi padre me dice que deje el trabajo; pero claro, no puedo ni quiero dejarlo porque haya vándalos que nos atemoricen”, zanja Antonia.
Menos suerte que Antonia tuvo Rafael Navarro, de 56 años, casado y con una hija y dos nietas de cuatro y seis. En su caso, mientras instalaba una silla portabebés en el coche, tres individuos lo sacaron del coche. Uno de ellos llevaba un pasamontañas. “Me cogieron las gafas y las tiraron al suelo —narra—; el de la capucha se volvió y trató de tirarme al suelo haciéndome una llave”, explica.
“Ellos no se dan cuenta de que nosotros no somos el enemigo; que somos trabajadores, nada más”, advierte. “Eso sí, ellos son unos terroristas emocionales porque ejercen la violencia contra nosotros”, asegura. “¿O acaso es normal que unos encapuchados vayan por la calle agrediendo a las personas?”, se pregunta.
Los taxistas llaman a los coches de Cabify ‘cucarachas’, “porque son negros, largos y tienen esa forma característica”, apunta María José Delgado, de 49 años y una de las más recientes incorporaciones a la plantilla de Cabify. A ella le tocó toparse con sus agresores en Las Ramblas. “Y mira que procuramos no frecuentar las zonas calientes”, asegura.
Sin percatarse de la presencia de piquetes, María José se llevó un susto de muerte del que todavía se recupera. “Le dieron una patada a la puerta, como un karateka, cuando llevaba a tres pasajeros ingleses”, advierte. “Mira que tenemos cuidado, pero…”.
Después de la agresión, llegaron las descalificaciones por ser mujer. “Yo no sé la de veces que me han mandado a fregar”, asegura María José. “Y de puta para arriba”, sigue. “Y no lo entiendo, porque podríamos convivir, y que la rabia que emplean con nosotros la debería gastar en realizar mejoras en su servicio”, defiende. “Hay mercado para todos”.