Hay amores que no perecen nunca, aunque los desgarre una muerte temprana. Por eso la anciana Petra Diánez Arrellano, a sus 96 años, sigue enamorada de aquel novio que murió al poco de marcharse a la mili. La dejó con un bebé por criar y una pena que le rompía el corazón.
EL ESPAÑOL narra ahora su historia, cuando la mujer, aún lúcida pero de cuerpo frágil, ha visto cumplido su sueño de poder enterrar a su amado en el cementerio de su pueblo. Para ello ha esperado 72 años. Toda una vida. “Lo sigo queriendo aún estando muerto”, dice la señora, sentada en el sofá de su humilde vivienda.
Corría el año 1946, era tiempo de posguerra y hambre, el caudillo Franco gobernaba España y ella ya era madre de una niña de nueve meses. Le había puesto Josefa, en honor al padre. Porque aquel joven con el que Petra planeaba casarse se llamaba Pepe Marchena. Ambos habían nacido en Trebujena (Cádiz).
Pero el prometido de Petra nunca volvió del servicio militar. Murió al mes de llegar al cuartel de Cerro Muriano (Córdoba). Desde entonces, la mujer con la que soñaba formar una familia nunca supo dónde estaba enterrado su novio.
Así, sin poderle llevar flores a su tumba ni poder ver su foto sobre una lápida, ha pasado los últimos 72 años. Durante todo este tiempo, Petra no ha dejado ni un solo día de lucir de luto en su vestimenta ni de llevar un pañuelo atado en la cabeza cada vez que sale a la calle.
Petra tampoco hizo caso a otros hombres que, siendo ella aún joven, la cortejaron mandándole cartas que luego, en la intimidad, le pedía a una vecina que se las leyese. Porque ella, jornalera casi desde la cuna, nunca tuvo la oportunidad de aprender a leer y a escribir.
Pero a finales de este pasado enero, Petra pudo traerse los restos de su Pepe al cementerio de Trebujena. Una carta enviada a su suegra por un capitán del Ejército a los pocos días de fallecer el hijo apareció hace tres años dentro un baúl que había estado perdido durante siete décadas.
La misiva contenía datos reveladores sobre el paradero de la osamenta de Pepe Marchena. Su cadáver estaba enterrado en el cementerio de Córdoba, en una parcela del camposanto destinada a los militares fallecidos. “Ocupa la sepultura 25 del cuadro de San Sisenando”.
Si nadie había sacado de allí los restos de su amor en todo este tiempo, Petra podría volver, de algún modo, a reencontrarse con el novio al que nunca ha dejado de querer.
Pepe marcha a la mili “por un día”
Finales de abril de 1946. Pepe Marchena y Petra Diánez son una pareja de novios que a mediados del año anterior se han convertido en padres. La hija de ambos, Josefa, va camino de cumplir los nueve meses.
La pareja todavía no vive junta, aunque llevan cuatro años de noviazgo. Pepe, de 25 años, trabaja arando el campo con sus bueyes. Sigue la tradición de su padre, al que perdió tres meses antes del comienzo de la Guerra Civil española. Él tenía 15 años.
Contando a Pepe, en su familia son ocho hermanos. Él es el mayor entre los varones, circunstancia que, a falta de su padre, lo convierte en cabeza de familia. Por eso, cuando con 19 años lo llamaron para hacer la mili, se libró.
Pero a principios de 1946, Pepe Marchena recibe una carta del Ayuntamiento de Trebujena. En ella se le explica que debe prestar el servicio militar en Cerro Muriano (Córdoba). Años después, sus familiares se enteraron de que un vecino cercano al Régimen de Franco había pagado a un funcionario para evitar que su hijo tuviera que hacer la mili. En vez de aquel chico, llamaron al novio de Petra.
El día de su marcha, Pepe se viste con el único traje de chaqueta que tiene. Junto a otros jóvenes de Trebujena, de buena mañana camina hasta la estación de trenes de Lebrija, el pueblo vecino, para subirse a la locomotora que lo llevará hasta Córdoba.
Pepe Marchena piensa que van a hacerlo “soldado por un día” y que a la mañana siguiente volverá a casa. Cree que de nuevo su figura de paterfamilias será un salvoconducto para evitar el servicio militar. Pero no fue así. No le permitieron volver.
Una telegrama a la madre al mes de partir: su hijo ha muerto
El trebujenero Pepe Marchena se quedó en Cerro Muriano. No volvió a la mañana siguiente, como él creía. Para combatir la soledad le escribía cartas a Petra. En ellas le decía a su novia que la amaba. A ella y también a su hija, Josefa. A Petra le leía aquellas cartas una vecina del pueblo. Ella, después, le dictaba lo que quería que le respondiera a su novio.
Pero a las cuatro o cinco semanas de la marcha de Pepe, a primeros de junio de 1946, dos guardias civiles del cuartel de Trebujena tocaron la puerta de la casa de Pura Villagrán, suegra de Petra. Al abrir, los agentes le dijeron a la mujer que su hijo estaba muy grave y que tenía que acompañarlos.
Una vez dentro de las dependencias de la Guardia Civil, la mujer recibió un telegrama procedente de Cerro Muriano, donde su hijo había marchado a finales del mes de abril. Aquel documento, fechado unos días antes, el 29 de mayo de 1946, decía así: “El soldado del Regimiento de Infantería de Lepanto número dos José Marchena Villagrán, inhumado en el día de la fecha, ocupa la sepultura número 25 del cuadro de San Sisenando”. Más adelante le explicaban que había sufrido una hemorragia interna que lo mantuvo tres días hospitalizado y que los médicos no pudieron salvarle la vida.
La madre de Pepe y suegra de Petra salió corriendo del cuartel para intentar lanzarse a un pozo. Entre varios vecinos evitaron que se suicidara. Hasta que murió, con 88 años, nunca más volvió a salir a la calle. Ni siquiera asistió al entierro de su sobrina Rafaela, hija de una de sus hermanas. El día de su propia muerte, dejó dicho que el cura no le diera la extremaunción. Ella, tan creyente, no le perdonaba a Dios que le hubiera arrebatado a su hijo.
Los únicos recuerdos que la madre recibió de él fueron los objetos personales que le mandaron desde Cerro Muriano: dos pañuelos, un par de calcetines, una maquinilla de afeitar, cartas, una cartera con fotografías, un peine, una pastilla de jabón y 24,80 pesetas enviadas por giro postal. “Si tuviera ropa de paisano, ignoro donde pudiera tenerla, pues preguntando a sus amigos no dan razón de ella”, explicaba el capitán Martín Benavides en el escrito que remitió a la madre del fallecido.
Pura y Petra -suegra y nuera- velaron durante tres días y tres noches el alma de Pepe, ya que los militares no enviaron el cuerpo sin vida al pueblo en el que nació. Tras sufrir aquel desgarro, la madre de Pepe Marchena cayó en depresión y, desde entonces, no permitió que nadie hablase de su hijo en su presencia.
Lo convirtió en un tabú. Su familia lo nombraba, pero siempre a sus espaldas. Incluso retiró sus fotos de la casa. La carta en la que se le informaba de su muerte la guardó dentro de un baúl que durante años permaneció cerrado. Nadie se atrevía a preguntarle por el contenido de aquel documento.
Una canción los empuja a buscarlos
La madre de Pepe Marchena murió de anciana. Una de sus hijas, cuñada de Petra Diánez, se quedó aquel baúl y lo guardó en su casa. Hace tres años, la mujer vendió la vivienda a uno de sus nietos. Un hermano del comprador, también nieto de la señora, vio aquel baúl y se lo mostró a su novia, que quedó prendada de él. Al abrirlo, vieron que dentro había una carta en la que ponía dónde estaba enterrado el novio de Petra. Pensaron que debían entregársela a su hija, Josefa, o a su nieta, Francisca. Y así lo hicieron.
Pero no fue hasta hace cuatro meses y medio cuando la familia de Petra y algunos descendientes de su novio decidieron buscar los restos de Pepe Marchena. Hubo algo que los movió a ello. Un sobrino del difunto, Galindo Marchena, colgó una canción de la cantautora albaceteña Rozalén en una red social. Se trataba de Justo, cuyo letra dice así: “Calla / No remuevas la herida / Llora siempre en silencio / No levantes rencores que este pueblo es tan pequeño / Eran otros tiempos”.
Una de las personas que escuchó aquella canción fue Francisca Marín Marchena, hija de aquel bebé de nueve meses que engendraron Pepe Marchena y Petra Diánez, los novios separados por la muerte.
Francisca acompaña esta tarde de miércoles a su abuela en el comedor de su casa. Explica al reportero que ese mismo día, su marido, policía municipal, introdujo los datos de su abuelo en el buscador del registro del cementerio de Córdoba. El resultado fue alentador: sus restos seguían ahí, en la sepultura 25 del cuadro de San Sisenando.
La familia de Petra movió cielo y tierra para que las autoridades militares les autorizasen la exhumación del cadáver. Finalmente, lo hicieron el pasado 27 de enero. 18 familiares del difunto Pepe Marchena y el alcalde de Trebujena, Jorge Rodríguez, fueron en coche hasta el cementerio cordobés. Petra, impaciente, esperó en su casa.
Una vez allí, los operarios del camposanto tuvieron que cavar hasta dos metros de profundidad porque no aparecían los restos de Pepe Marchena. Presos de los nervios, durante algunos momentos sus familiares pensaron que, años atrás, alguien habría sacado de allí los restos del fallecido. Pero no. Primero aparecieron las puntas de las suelas de sus botas. Luego, los huesos de sus piernas, los dientes, el cráneo.
A la vuelta a su pueblo, ya en Trebujena, la familia de Pepe Marchena le ofició una misa y enterró sus restos en el cementerio de la localidad. Antes, dentro de una caja, se los presentaron a su novia, Petra Diánez. La anciana rompió a llorar como una niña. “Siempre he estado enamorada de José. Era muy bueno”, recuerda ante la visita del reportero.
La familia, pese a todo, piensa que la versión que le dieron a la madre de Pepe Marchena era falsa. Que no murió por una enfermedad. Su novia, su hija, su nieta y sus sobrinos siempre han pensado que lo mataron de una paliza dentro del cuartel. Y que aunque Pepe no se había posicionado nunca políticamente, sí lo hizo su padre, republicano y comunista. "Mi suegro", dice Petra, "era íntimo amigo del primer rojo asesinado en Trebujena durante la guerra. Era un médico. Él murió de muerte natural, muy joven, pero luego tomaron represalias con mi Pepe".
Porque Petra quería tanto a su Pepe que, pese a que han pasado 72 años, aún recuerda la última vez que lo vio. Fue la noche anterior a su partida hacia Cerro Muriano, de donde él ya no volvería vivo. Pepe le propuso a su novia que se fuesen juntos a vivir a su casa, junto a su madre y sus siete hermanas. “Yo le dije que no”, cuenta Petra, “primero teníamos que casarnos. La pena es que no pudimos hacerlo”.
Ahora, al menos, mientras Petra siga viva algún familiar podrá montarla en su silla de ruedas, llevarla al cementerio de su pueblo y visitar la tumba de su amado. Algo que no ha podido hacer desde 1946, cuando lo vio partir para nunca más volver con vida.