Elena tiene 4 años y en la cabeza lleva dos coletas que recogen su pelo oscuro. Hace ya varias horas que ha llegado del colegio. Ahora, a mitad de tarde de un jueves plomizo a finales de noviembre, la niña juguetea con Joaquín, su tío postizo. Delgado, de tez morena y con varias mellas en la dentadura, es un toxicómano en retirada. Lleva siete años sin consumir.
- Corre, ven, ¿a qué no me pillas?- le dice Joaquín a la pequeña, quien entre risas trata de agarrarlo- ¡No puedes, no puedes!
Mientras juegan, Coral, expresidiaria, les prepara a ambos la merienda. Pese a que hace frío y la tarde es húmeda, hoy toca un poco de helado de fresa y un bollo de pan con paté.
La pequeña Elena llama “titos” a Joaquín y a Coral pese a que ninguno de los dos lleva su sangre ni tienen lazos familiares con ella. Porque la chiquita Elena, en realidad, es hija de Natalia. Las dos llegaron hace tres años hasta esta finca perdida entre las laderas que rodean Málaga. Se llama La Casa de la Buena Vida. Desde aquí se ven el mar y el puerto de esta ciudad mediterránea. Pero quedan tan lejos...
Desde que llegaron Natalia y la pizpireta Elena, Joaquín, Coral y otros moradores de este lugar se han convertido en la familia que la niña no puede tener desde que su padre las abandonó a ella y a su madre.
Durante todo este tiempo la pequeña ha convivido con antiguos toxicómanos, con enfermos de cáncer, con drogadictos que tratan de salir del pico y la cuchara, con personas que han pasado media vida en prisión y con otras que han intentado quitársela en varias ocasiones. Todas cuentan que son felices. Elena no lo dice, pero lo demuestra su sonrisa constante.
- Te pillé- suelta cuando logra alcanzar a Joaquín.
Ahora mismo en esta finca hay medio centenar de inquilinos. Se reparten entre un cortijillo en lo alto de una loma que hace las veces de casa principal y en pequeñas viviendas desperdigadas por esta enorme extensión de monte.
“Bienvenidos a la casa -ha dicho Chule, su fundador, un gitano de pasado quinqui reconvertido en salvador de vidas, cuando por la mañana el fotógrafo y yo hemos cruzado la verja de entrada al lugar-. Aquí vienen los que no tienen nombre, los que no interesan, los deshechos que produce esta sociedad. No se les pregunta nada. No se les cuestiona. Sólo se les da la oportunidad de salvarse”.
EL ESPAÑOL visita la casa donde los proscritos del mundo encuentran una morada. Donde se purgan los desterrados, los que no tienen dónde ir ni qué comer, los que usted ha visto alguna vez durmiendo entre cartones en la puerta de un cajero automático o debajo de un puente.
Los hay españoles, pero también portugueses o colombianos, como los hubo de varios países de África. En una ocasión llegó a acoger a 80 personas a la vez. El reportero es testigo de cómo aquí se ha creado un micromundo de esperanza a las afueras de Málaga, junto a Palma-Palmilla, un barrio deprimido y estigmatizado por la droga, el paro, la delincuencia y la lucha entre clanes gitanos.
'Chule' / El gitano bandido que se salvó en prisión
Jesús Rodríguez, alias Chule, tiene la voz rota, el cuerpo hipermusculado de practicar culturismo y un alma de bandido al que sólo el paso del tiempo ha apaciguado. A esa imagen de tipo rudo le une una espesa barba negra y una cabeza rasurada.
Chule es gitano, expresidiario y miembro del clan de Los Charros, una de las dos grandes familias de Palma Palmilla, enemistada con Los Romualdo por el control del tráfico de drogas en el barrio. Pero él y algunos de sus hermanos son versos sueltos.
“Yo estoy vivo gracias a la cárcel y al juez que me condenó. Entré con 17 años y salí con 25. Entre rejas me puse nítido, comprendí que ya tenía bastante de mala vida, que no quería más”.
En Palma-Palmilla Chule es un Dios. O un Gandhi. O un Teresa de Calcuta. Mientras pasea por las calles del barrio un hombre le saluda a lo lejos, otro se le acerca para reclamarle un favor, una mujer le pide comida para su familia. En la barriada le conocen hasta las ratas. “Sin llevarlas encima, tengo la llave de todas las puertas de las casas de mis vecinos”.
Hace 12 años Chule ocupó una finca deshabitada a las afueras del barrio y la convirtió en La Casa de la Buena Vida. “Me llamaron loco, no había tejados, ni colchones ni nada”. Por ella, aunque él no sabe de cifras, dice que habrá pasado más de medio millar de personas necesitadas de un techo y de un lugar en el que dormir tras dejar la cárcel o donde abandonar sus adicciones.
Dos años después este gitano de metro ochenta y espalda hercúlea ocupó una antigua oficina bancaria. “Me sale el bandido que llevo dentro”, dice. La reformó, la convirtió en comedor social y ahora a diario da el desayuno, la comida y la cena a 300 personas. Lo ha llamado Er Banco Güeno. También ha puesto en marcha un banco de alimentos, un gimnasio con ring de boxeo… Y todo sin ayudas públicas. Recoge dinero de su familia, de galas solidarias... [Hasta el televisivo Kiko Matamoros le ha entregado en dos ocasiones 9.000 euros. “Le tengo mucha admiración por la labor que hace”, explica por teléfono a EL ESPAÑOL]
Un niño 'yonqui'
Chule cuenta que en los años 80 y 90 del siglo pasado en su barrio cayó “una bomba atómica en forma de droga”. El caballo y la cocaína llegaron para arrasar con varias generaciones de jóvenes que con su primer chute se hicieron adictos. Jesús fue uno de ellos.
“El boom de la droga nos vino de perillas a la gente pobre, que pudimos tener una casa, un coche, comida… Empecé con un trapicheo para comprarme una bici. Luego vino la ropa cara, los coches buenos, la invitación a todos los amigos de una discoteca… Yo no fui un traficante. Fui una víctima de la droga que aterrizó en estas calles. En la cárcel encontré a Dios y desperté. Me sacó de este mundo, y ahora se lo pago haciendo el bien”.
Este gitano ha perdido a dos hermanos por la droga. Un amigo suyo, también dos. Otro conocido, cuatro. “Este barrio era como un gueto. Ahora ha cambiado algo, pero caímos como cucarachas”.
Jesús Rodríguez Chule tiene ahora 44 años. Con 15 ya era un “yonqui”. Con 17 entró en prisión. Le cogieron con medio kilo de coca. “Vendía para meterme de todo después. Un adicto nunca gana dinero”.
Chule estuvo en la cárcel hasta los 25 años. Ese tiempo entre rejas le sirvió para limpiarse, “conocer a Dios” y saber que, cuando saliera, quería hacer algo por su barrio, por los pobres, por los chicos que no iban al colegio… “Nada más poner un pie en la calle puse en marcha un programa para llevar a los chavales a clase. Los recogíamos en coche en la puerta de su casa. Reduje en un 20% el absentismo escolar”, dice.
Cada palabra de Chule suena a desgarro, a calle, a frío. “Mis amigos o están muertos o están locos. Yo sigo vivo gracias al juez que me condenó”. Jesús ha perdido a dos hermanos por la droga. Mientras charla con el reportero en una mesa de su banco güeno recuerda que uno de ellos, cuando tenía 13 años, en una ocasión se puso enfermo. Su padre le levantó la mano y vio que tenía el brazo lleno de picos. “Hasta su muerte fue un adicto al caballo. Murió con 24 años”, dice Chule con los ojos ensangrentados.
El fundador de La Casa de la Buena Vida denuncia que no recibe ayudas de instituciones públicas por ser gitano, por pertenecer a Los Charros, por haber estado en prisión. “Tengo una mancha de por vida. Yo no tengo derecho a nada por ser quien soy. Pero los políticos no entienden que tengo el gps del barrio, que conozco los latidos de estas calles, que la urgencia de mi gente no entiende de plazos. Ando por las tuberías de este sistema que machaca al necesitado”.
Ahora Chule tiene otros proyectos en mente. “Es un terremoto”, dice de él Juanma García Piñero, director del distrito malagueño Palma Palmilla. Jesús quiere conseguir pisos tutelados para niños conflictivos o para chavales que cumplen la mayoría de edad y no tienen dónde ir cuando salen de reformatorios. Pero su gran obra es La Casa de la Buena Vida... Un oasis para los proscritos.
Coral Fernández / Nacer y dar a luz entre rejas
Coral es una de las responsables de la casa. Se encarga de preparar todas las comidas del día para alimentar las bocas que pasan por aquí. Cada viernes sale de la finca. Es de los pocos que tiene permiso para hacerlo. Recorre polígonos, bares, Mercamálaga y bancos de alimentos de la ciudad. Su misión es “recuperar” comida.
Desde hace un mes a Coral la acompaña un sacerdote, que la recoge a las ocho de la mañana y la deja de vuelta tras su jornada fuera de la casa. Antes no necesitaba que nadie la acompañase. Pero hace unas semanas recayó, fumó heroína y la combinó con alcohol.
“Cuando me drogo y bebo me entran unas paranoias muy malas. Me destrocé la cara a pellizcos con mis propias manos”. Chule, al enterarse, le dijo: “Todo el mundo comete errores, y más alguien que está en proceso de salir del hoyo. Lávate la cara, te levantas y a seguir”.
Cuando este reportero la tiene enfrente, Coral ya no muestra ninguna herida en el rostro. Pero son evidentes las cicatrices de cortes y lesiones anteriores. La más visible, una en el pómulo derecho. Es una hendidura del grosor de medio dedo.
Coral, de felinos ojos verdes, tiene 42 años. Lleva casi nueve aquí, aunque con intermitencia por alguna que otra entrada en la cárcel. Coral nació en prisión, un lugar que la marcó para siempre. Su madre era drogadicta y cometió varios delitos para consumir. La encarcelaron, dio a luz y entregó en adopción a la niña que llevaba en su vientre. Era ella.
Coral ya no supo más de su madre hasta el día que ésta murió. Fue en 2011. Ella, pasados los años, también se encontraba encarcelada por robar para consumir. Una mañana los funcionarios de la penitenciaría le apagaron la televisión, le retiraron la prensa y le dijeron que tenían una mala noticia que contarle. “Cuatro chicos han rociado con ácido a tu madre biológica mientras dormía en el interior de un cajero automático. Ha muerto”.
A Coral no le permitieron salir para enterrar a la mujer que la trajo al mundo. “Era muy gamberra”, dice, “y no me daban permisos penitenciarios”. Hoy ni siquiera sabe dónde están sus restos. Como recuerdo sólo le quedan un par de fotos de su madre. “Me he quedado con las ganas de pedirle perdón por la vida que he llevado”.
"El mismo juez que me condenó se quedó con mi hijo"
Coral tiene dos hijos, aunque ambos los ha dado en adopción. El primero de ellos, del que aún conserva una foto, se lo entregó al juez que la metió en prisión. El chiquillo tenía 8 años. Hoy, ese niño es fiscal. “Me llegó una carta a la cárcel. La misma persona que me metió allí era quien me pedía la custodia de mi hijo. No pude hacer nada. Pensé en su bien y firmé”, dice la mujer.
A Coral le encantaría saber de sus hijos. De uno aún guarda la fe de bautismo. Dice que no hay una noche que se acueste sin pensar en ellos.
“Este es mi sitio"
En 2011 a Coral le hablaron de Chule y de La Casa de la Buena Vida. Sin un lugar en el que refugiarse tras salir de prisión, se plantó en su puerta y tocó al timbre. “Desde entonces es mi ángel de la guarda. Aunque discutimos mucho, siempre acabo quedándome”.
La primera vez que entró en la cárcel, dice ella, fue por robar un tinte. Sucedió en 2000. “Me pillaron y me metieron el robo de todo lo que faltaba en el supermercado”.
Ahora, en esta casa, Coral dispone de su propio espacio independiente. Es un habitáculo de 15 metros cuadrados con una cama, un pequeño trastero... La mujer dice que no se ve con fuerzas “para salir” y emprender una vida fuera. Dentro de un año se queda sin los 430 euros del paro carcelario. “Afuera no tengo dónde ir. Aquí dentro tengo mi casa y vivo sola. Este es mi sitio”.
José Luis Vázquez y Margarita Ávila / El idilio entre el militar y la hija del futbolista
A sólo una treintena de metros de la casita de Coral encontramos el refugio de la pareja formada por José Luis Vázquez y Margarita Ávila. Él, nacido en Sevilla, es militar en la reserva. Sufre problemas con el alcohol, aunque se lo oculta al reportero y será Chule quien lo desvele. De todos modos, "hace mil" que no prueba una gota. Llegó a ser teniente coronel. Tiene 62 años. Estuvo en la OTAN, en la Casa Real y en el antiguo CSID.
Margarita nació en Medellín (Colombia) hace 51 años. Su padre era el futbolista Rodolfo ‘Fito’ Ávila, que jugó en Boca Juniors y en Millonarios de Medellín. Su madre era una cantante cubana que se exilió en México tras la llegada de Fidel Castro.
A los 5 años, con su padre jugando para Millonarios, la familia de Margarita decidió instalarse en España. Eran tiempos duros para Colombia. Las FARC empezaba a secuestrar a hijos de gente reconocida.
Margarita se fue a Madrid junto a su abuela materna y dos de sus cinco hermanos. Sus padres se separaron porque el deportista le pegaba a su esposa. “Mi infancia me marcó”, dice Margarita. “Una vez me lancé por un balcón de un hotel mientras las mujeres de los compañeros de mi padre se pintaban las uñas. Salí ilesa”.
En España Margarita creció y alcanzó la mayoría de edad. Su madre se casó con otro hombre que bebía en exceso. Un día les llevaba a ella y a sus hermanos al parque. Al otro les pegaba una paliza. “Me hice adicta a los medicamentos”, confiesa Margarita. “Mi padrastro se dedicaba a conseguirme novios para él se ganarse un dinerito”.
Con 21 años empezó a trabajar de camarera en un local de intercambio de parejas. “No era puta, eso vino después”, confiesa. Luego se empleó como pinche de cocina, como comercial y como vendedora de libros. Mientras, iba y volvía de los bares de alterne. Por ese tiempo murió un sobrino. Aquella tragedia acrecentó su dependencia a las pastillas.
“Me sentía sucia”
Cuando se plantó en los 37 años, Margarita conoció al padre de su primer hijo. Ese mismo año empezó a prostituirse. Nunca en la calle, cuenta. Siempre en locales.
“En el puticlub me ofrecían dinero. Lo hice por necesidad, nunca por vicio. Me sentía sucia”.
En 2003 Margarita se quedó embarazada de otro hombre. Dio a luz a un niña. Tras el parto cayó en depresión e intentó suicidarse. Ingirió una caja de orfidal y se tiró por un balcón. Se rompió la espalda, la cadera y los tobillos. “Ya había intentado quitarme la vida otra vez anterior, también con pastillas”, confiesa. Los servicios sociales le quitaron a su hija cuando tenía cinco años.
Durante años las entradas y salidas de Margarita del psiquiátrico fueron frecuentes. Hasta la fecha tiene 52 ingresos, aunque desde que convive con José Luis no ha vuelto a tener una crisis. “Lleva tres años conmigo, ahora toma 14 pastillas diarias y está estabilizada. Cuando la conocí era una cabra loca”.
El 'Capi' de la casa
En La Casa de la Buena Vida a José Luis lo conocen como Capi. Es el hombre de confianza de Chule dentro de la finca. Se encarga de gestionar las tareas diarias, de mediar cuando existen conflictos o de bendecir los alimentos antes de cada comida. Tiene dos hijos que viven en Palma de Mallorca. Reconoce que se divorció porque dedicaba más a su trabajo que a su familia.
“Aquí hay buena gente. Pero me he dado cuenta de que no hay mejor actor que un drogadicto. Se creen sus propias historias y mentiras. Por eso hay que comprenderlos. También les une otra cosa: todos están faltos de cariño”, cuenta Capi.
Este exmilitar dice que “pronto” el Estado le indemnizará con cerca de 60.000 euros. Un dinero que destinará a realizar varias reformas en la casa, aunque su principal objetivo es levantar un nuevo comedor. Si cumple su sueño, estará cumpliendo también el de Margarita. “No cambio el momento que estoy viviendo ahora por nada. Tengo mi casita, un compañero… Aquí lo tengo todo”, dice la colombiana un segundo antes de estamparle un beso su novio en la mejilla.
Natalia Cortés / La obsesión de una madre por no perder a su hija
Natalia recuerda aquella noche de hace 25 años como si la estuviera viviendo en estos momentos. Una furgoneta de la Cruz Roja llegó a su casa en Almendralejo (Badajoz) y se llevó a ella y a sus seis hermanos. En la calle hacía frío. Llovía. De inmediato ella supo que pasaba algo raro. Por eso se escondió debajo de una cama. Pero la encontraron y la separaron de sus padres. Ella tenía tres años. Su hermana mayor, de 16, la abrazó y le dijo: "Yo voy a estar contigo siempre".
Los padres de Natalia tenían en su casa un punto de venta de drogas al menudeo. Cocaína y heroína. Los vecinos, hartos, les denunciaron. Con lo que ganaban su padre se costeaba lo que él consumía. La madre estaba limpia. Los servicios sociales les quitaron la custodia de sus siete hijos -en total trajeron al mundo 18, aunque los restantes ya eran adultos-.
Desde entonces, Natalia y seis de sus hermanos fueron de piso tutelado en piso tutelado. Badajoz, Cáceres, Sevilla, Córdoba… Así hasta los 18 años. "No entendía por qué en Navidad nos mandaban a casa con familias que no conocíamos. Por eso odio las fechas que se acercan".
De los 18 hermanos de Natalia, dos han muerto por la droga. El último, Emilio, fue hace tres años. Ella, de etnia gitana, desconocía la existencia del resto más allá de los seis con los que siempre convivió.
Con 22 años, de nuevo en Almendralejo, la chica conoció a un hombre. Tres más tarde se quedó embarazada y tuvo a su hija, Elena. Cuando la niña festejó su primer cumpleaños, el padre las abandonó a las dos. "Desapareció de la noche a la mañana. No tenía dónde ir. Un día -hace ahora tres años- me vine a Málaga a casa de una amiga. Le conté que los servicios sociales querían quitarme a mi hija. Dormimos allí una noche. A la mañana siguiente conseguí el móvil de Chule y nos recogió en un parque”.
Chule la tranquilizó, le dijo que iba a estar bien con él. A los pocos días empadronó a la chiquilla en su residencia para que tuviera acceso a un colegio cerca de La Casa de la Buena Vida. Aquello sucedió en noviembre de 2014. Desde entonces Natalia y Elena viven juntas en la finca. Ahora el resto de inquilinos son los tíos de la niña: Joaquín, Coral, Miguel Ángel... "Es la muñeca de todos ellos", dice.
Un cumpleaños sin niños
De noche, Natalia sueña que llega al colegio de su hija y la niña no aparece. Se despierta alterada y toca entre las sábanas para constatar que Elena sigue junto a ella. “Tengo miedo de perderla. Pánico. No quiero que crezca sin su madre, como hice yo”.
A finales de noviembre fue el cumpleaños de la niña. Su madre invitó a los compañeros de clase de Elena. Pero no acudió ninguno a la fiesta. "Es culpa de sus padres. Piensan que por vivir aquí mi hija es un bicho raro. Pero ella me dice: 'Tranquila, mamá, yo me lo paso bien con todos vosotros".
Natalia tiene ahora 28 años. Quiere encontrar un trabajo, poder alquilarse un piso en Torremolinos, "donde dicen que hay mucho empleo", y poder salir de la casa. "Es mi ilusión. Yo no consumo. Vine aquí porque me vi que no teníamos dónde ir. Pero vaya donde vaya llevaré este sitio en el corazón".
[Cuando se despide de nosotros, Chule se refiere a las personas que viven en su casa. Y recuerda la razón de su lucha: "Parece que Dios me dijo: 'Ve a buscar mi oro perdido'. Y su oro perdido es Natalia, Joaquín, la mujer mayor, el hombre mayor, las personas que tengo ahí con las piernas cortadas... Ese es el oro de Dios". Si existe, tú eres su reflejo]