Hay ocho tumbas de espías distribuidas por la geografía española. Siete pertenecen a agentes asesinados el 29 de noviembre de 2003, y una a otro muerto a tiros el 8 de octubre. Por primera en la historia –no ha habido más casos-, el Centro Nacional de Inteligencia, el CNI, sufrió ataques demoledores en una misión en el extranjero, en Irak. Sus agentes arriesgaban sus vidas para proteger a las tropas españolas que el Gobierno de José María Aznar, entonces presidente del gobierno, había enviado en apoyo a las fuerzas estadounidenses que invadieron Irak para acabar con el régimen de Sadam Huseim.
José Antonio Bernal fue sorprendido por un grupo de rebeldes en su casa y le tirotearon cuando intentaba huir. Un mes después, mientras el equipo de cuatro agentes destinados mostraba las características de la misión al equipo que iba a sustituirles en Navidad, fueron tiroteados en Latifiya durante un desplazamiento. Murieron Alberto Martínez, Luis Ignacio Zanón, Carlos Baró, Alfonso Vega, José Merino, José Carlos Rodríguez y José Lucas Egea.
Lo que tuvieron que pasar todos ellos antes de morir está lleno de historias dramáticas y de incomprensión, la más reciente de las cuales tiene que ver con sus familias. Tras sus muertes, la dirección del CNI -en aquel momento el mando lo tenía Jorge Dezcallar-, se portó muy bien con los familiares de todos ellos, con suma discreción, apoyando sus necesidades sicológicas y también las materiales. Alberto Saiz, director a partir de 2004, mantuvo su apoyo incondicional y la designación de un agente que permanentemente mantenía un hilo abierto para que los familiares recurrieran a La Casa para lo que necesitaran.
Cada 8 de octubre en el caso de Bernal y cada 29 de noviembre en el del resto de los agentes asesinados, en las tumbas aparecía un ramo de flores enviado por La Casa para hacer patente el recuerdo al compañero caído. Sin embargo, este último detalle se suprimió tras la llegada de Félix Sanz a la dirección del CNI. Según uno de los familiares de los fallecidos, desde ese momento la tumba de su hijo y la de un compañero que está cerca de la suya, dejó de ser recordada por los mandos de La Casa. Algo que en su opinión nunca debería haber ocurrido.
La agonía del superviviente
En el ataque del que se cumplen 14 años el próximo día 29, de los ocho agentes sorprendidos dentro de una ratonero montada por los rebeldes iraquíes que se oponían a la invasión occidental, salió vivo de milagro –nunca mejor dicho- José Manuel Sánchez Riera.
Sargento radiotelegrafista, estudió en la academia del Ejército del Aire que goza de un enorme prestigio y a la que acuden con frecuencia los captadores del CNI cuando necesitan personal especializado para su Centro de Comunicaciones. En la sede central y en la de la unidad operativa se encargan, entre otras misiones, de facilitar las conversaciones entre agentes destinados en el extranjero y sus mandos en España, y de controlar las interceptaciones por micrófonos o teléfonos colocadas por los agentes operativos en embajadas o casas.
Sánchez Riera decidió presentarse voluntario en 2003 a una plaza para radiotelegrafista en Irak. No era un hombre de acción, para eso estaban otros. Pero por peligroso que fuera el destino, él estaba dispuesto a afrontarlo.
El beso en la frente del imán
El 26 de noviembre llegó a Bagdad en compañía de los tres compañeros que llevaban meses preparándose para sustituir a los cuatro agentes allí destinados. El día 29 fueron atacados sin posibilidad de respuesta real frente a unos enemigos mayores en número y dotados de misiles y todo tipo de armas. Ellos solo llevaban sus pistolas y un subfusil.
Cercados, uno tras otro fueron cayendo como moscas. No tardaron en saber que ese sería su destino cuando no pudieron comunicar su posición a la sede del CNI porque las comunicaciones se cortaron. En el último momento, con sus siete compañeros muertos, Sánchez Riera intentó una alocada huida. Alocada porque una masa de gente que salía de una mezquita descubrió lo que estaba pasando y al verle se dispusieron a lincharle. En ello estaban, golpeándole cruelmente, cuando un iraquí descubrió su pistola, le apuntó y disparó. El arma se había encasquillado.
Justo en ese momento, uno de ellos se acercó a él y le besó en la frente. Un signo de amistad procedente de un imán respetado por todos, que frenó la violencia. Le subieron a un taxi y pudo escapar.
Traumatizado de por vida
Sánchez Riera regresó a España en el avión en el que el ministro de Defensa, Federico Trillo, y el director del CNI, Jorge Dezcallar, acudieron para repatriar los cadáveres. En el aeropuerto de Torrejón asistió al tremendo espectáculo del desembarco de los féretros y los honores que recibían en la misma pista. Allí se quedó para que nadie le viera hasta que todo se quedó vacío.
El espía estaba destrozado, traumatizado por lo que había vivido. Cuando acudió a la sala donde se velaban los cadáveres se le acercó el familiar de uno de los fallecidos, al que conocía desde hacía tiempo. En cuanto se puso a hablar con él no pudo evitar estallar en lágrimas recordando lo que había pasado.
Durante unos años le mandaron al extranjero para que se aislara del mundo y se recuperara, algo que no pudo hacer completamente. Terminó dejando el servicio de inteligencia y actualmente es un civil mas que no puede terminar de olvidar lo que pasó aquel día.
La venganza por su cambio de postura
El 17 de junio del año 2000, Alberto Martínez, comandante del Ejército, comenzó su destino en Irak como delegado oficial del CNI. Un año después formaría equipo con él José Antonio Bernal, sargento radiotelegrafista. El trabajo era muy duro porque los anteriores espías allí destinados no habían conseguido las suficientes fuentes necesarias para responder a las preguntas que les planteaban sus jefes desde Madrid. Pero se pusieron a ello para conocer a todo tipo de personas en el complicado entramado del país.
Los atentados en Estados Unidos del 11 de septiembre de 2001 complicaron su misión. Los occidentales pasaron a ser sospechosos en Irak, pero ellos siguieron arriesgándose convenciendo a sus informadores de que España comprendía su postura.
En 2002, el presidente George Bush comenzó la campaña de preparación del ataque contra Sadam Huseim. Desde el CNI les pidieron información sobre las sospechas que los estadounidenses estaban lanzando contra Irak. Martínez y Bernal se pusieron manos a la obra y pudieron enviar a Madrid un panorama real de lo que estaba pasando.
Irak no tenía armas de destrucción masiva
Sadam había vendido a compañías francesas la mayor parte de los derechos sobre su petróleo, ante lo que Estados Unidos se había negado en rotundo con gran disgusto. Además, por motivo también económicos, Rusia y Alemania estaban interesados en que el dictador siguiera. Estos datos eran interesantes, pero los decisivos fueron otros: Irak carecía de armas de destrucción masiva y las relaciones de Sadam con la Al Qaeda de Bin Laden no solo no eran buenas, sino pésimas.
Aún así, se quedaron alucinados cuando se enteraron de que el presidente del Gobierno, José María Aznar, había decidido subirse al carro de Bush y del primer ministro inglés, Tony Blair. Aznar había preferido creer los informes de la CIA y el MI6 a los de su propio servicio secreto. Tiempo después, Bernal aseguró a una persona muy cercana: “Aznar no sabe lo que está haciendo, no hay armas de destrucción masiva de ninguna manera”.
La visualización de la participación española provocó que los informantes de todo tipo de los dos espías españoles desconfiaran de ellos y poco a poco les pusieran en su punto de mira.
Antes de que tuviera lugar la invasión, el 20 de marzo de 2003, Martínez y Bernal abandonaron el país y regresaron cuando Irak ya estaba tomada por los estadounidenses. No tardaron en comprobar que su situación había pasado a ser complicada, a pesar de lo cual no dieron un paso atrás.
Aznar, el único que no ha pedido perdón
Cuando en octubre un grupo de iraquíes mataron a Bernal en la puerta de su casa, la demostración de que querían vengarse de ellos se había materializado. La dirección del CNI no decidió sacar del país a Martínez, que recibía amenazas telefónicas de muerte, a pesar de que Carlos Baró lo comunicó a la dirección y pidió que le sacaran al estar quemado.
Años después, Bush y Blair pidieron perdón por los informes de inteligencia que, según ellos, los llevaron a tomar decisiones equivocadas. Aznar es el único que mantiene que actuó correctamente.