Manipuladora, ambiciosa, astuta. Seguramente, pero la verdad es que cuando Corinna Sayn-Wittgenstein se acerca atravesando el lobby de un carísimo hotel de París, entre modelos y multimillonarios porque es plena semana de la Moda, todos esos estereotipos administrados con generosidad por quienes tanto empeño han puesto en neutralizarla se tambalean un poco. Porque Corinna Sayn-Wittgenestein es todo eso, pero es además, en movimiento, impresionante. Apabullante para quien encuentre atractiva la mezcla de un tercio de inteligencia brillante y mundana y dos de incombustible autoconfianza.
Ni rastro del aire un poco cursi, levemente ochentero, inglés en el peor sentido del término con que la recordamos en las escasa fotos al lado del rey Juan Carlos que sobrevivieron a la retirada masiva del mercado que hicieron sus abogados en 48 horas después del escándalo de Botswana.
La princesa -o exprincesa, según su también exsuegro, el príncipe Alexander de Sayn-Wittgenstein- ha recorrido un largo camino desde los vestidos de gasa y las sandalias de tiras plateadas de medio tacón al pantalón de cuero de Hermés y los salones de 12 centímetros.
Desde el hotel londinense en el que se encerró durante horas con un poderoso y autorizado interlocutor para negociar los términos ¿económicos? de su salida de España al lujoso apartamento en la avenida Grace de Mónaco que le sirve de base de operaciones en sus negocios internacionales.
Desde sus tiempos de amiga íntima del Rey a los de enemiga durmiente para muchos, apaciguada pero no desactivada. Está lejos de convertirse en una anécdota, ni siquiera para los “hombre de gris”, la categoría en la que a ella le gusta agrupar a los políticos, miembros de Zarzuela y del CNI que se organizaron en un peculiar X-Men anti villana rubia.
En los últimos tiempos la hemos visto poco y en imágenes planificadas al milímetro y durante meses: a bordo de un jet privado en un reportaje de Point de Vue que negoció personalmente con un año de antelación. Desmintiendo que conserva una casa en España de forma estudiadamente apresurada y a las puerta de Buckinham Palace. Al lado de Charlène, que siempre parece una versión un tanto desdibujada y descolorida de la propia Corinna, pero también cerca de Alberto de Mónaco y de Hillary Clinton.
Los Paradise Papers no deja de ser una anécdota
Así las cosas, que la sede de su sociedad, Apollonia Associates, ahora en Mónaco, antes en Malta, aparezca en los Paradise Papers no deja de ser una anécdota, sabida y sin mayor trascendencia para ella. Si acaso, sirve para constatar que cuando se hacen listas de negocios de primera división y fortunas digamos sorprendente, Corinna tiene su sitio. Los Papeles de Panamá y los Paradise Paper la han rozado levemente. Nada que ver los tiempos estresantes en que nos preguntábamos por qué había viajado a Riad para reunirse con el príncipe Al-Waleed Bin Talal como enviada especial del Rey Juan Carlos y acompañada de Manuel Alabart, entonces embajador español en Arabia. O en los que pedía a los periodistas que entraran al garaje de su apartamento de Mónaco escondidos en el asiento de atrás de su coche porque temía estar vigilada las 24 horas.
Nos sirven, eso sí, para constatar, cuando vemos en la misma lista pero unos cuantos puestos más abajo a Adriana Abascal, que el mundo off shore es, en realidad, muy pequeño. Adriana, que viaja con su propio fotógrafo a los desfiles de la Alta Costura, ha recorrido también un largo camino desde los años en que estuvo al lado del magnate de Televisa, Emilio Azcárraga, hasta ahora que se ha convertido en coleccionista de arte.
A Adriana, como a Corinna, también le gusta Damien Hirst y Warhol. Y, casualidades, su exmarido, Juan Villalonga, está casado con Vanessa von Zitzweitz, íntima amiga de Corinna, su fotógrafa de cabecera. La única para la que ha posado y la única que conserva fotos privadas de la princesa en biquini. Quien la ha retratado con camisa blanca y luz a lo Testino en el avión privado en que se hizo el reportaje de Point De Vue y que tiene un único hilo conductor en texto y fotos: la princesa está en la sombra pero es luminosa y transparente.
Cosmopolita pero cercana. Poderosa pero lo suficientemente generosa como para entregar el 50% de su tiempo a la filantropía, que es la solidaridad de los multimillonario. Un cruce entre lo mejor del intelectual Yunus y la resplandeciente Lady Di. Una esfera de luz que contesta a la última pregunta de la entrevista sobre la cualidad “más importante en la vida”: “la lealtad” sin que podamos evitar imaginar una pequeña sombra afilada cruzando sus ojos mientras responde.
¿Quién sudó tinta negociando su salida de España?
Corinna sólo es previsible en una cosa: bebe champán. Y, seamos realistas, ¿con quién apetece más tomarse una copa de champán, con Corinna o con los señores de gris? Copa en mano, sin la afectación de los focos, sin la impostura del atrezzo, Corinna resulta muy divertida y muy rápida. Con ese tono de voz un punto elevado, un punto nasal de las señoras que dominan el dropping names y saben dejarse oír siempre un poco por encima de los corrillos en un cóctel. Un sonido a medio camino entre el tintineo de un anillo que cae encima del mármol y el de un bisturí.
Hace cinco años todavía era vista con cierta prevención en las cenas realmente importantes en Londres pero cuando parecía que las cosas se había puesto mal, alehop, Corinna ha crecido y entre los nombre que dejan caer ella y su entorno están Putin, el duque de Edimburgo, algunos oligarcas rusos y por supuesto algunos jeques muy ricos de Oriente Próximo que, ¿no hacen parecer al rey Juan Carlos un aprendiz de poderoso global en lugar del caballero con problemas de salud al que una insolente arribista le debe todo?
Quizá, dentro de poco, volvamos a oír hablar de Corinna en un contexto más cercano al subsuelo. Su nombre no deja de ser uno de los comodines con el que el ahora detenido excomisario Villarejo ha faroleado en cada partida. Y en cuanto la historia de Corinna Say Wettgentein vuelve a casa, vuelven también las preguntas sin contestar. ¿Cuáles fueron los términos del acuerdo con el que se cerró su salida de España? ¿Cuánto costó la lealtad que ella tanto valora? ¿Quién pagó el precio? ¿A cambio de qué? ¿Sobre qué y sobre quién guarda silencio? Lo saben ella y el interlocutor que sudó tinta negociando con ella en la habitación del hotel de Londres y que, por otra parte es un señor muy poco gris, que no anda falto ni de inteligencia ni de autoconfianza y con el que también resulta muy entretenido tomar una copa de rioja.