Una joven vestida con una chaqueta verde estilo militar agarra con fuerza el cuerpo del gallo. Entretanto, su compañero, vestido con una chaqueta prácticamente igual a la suya, empuña un cuchillo y cercena como puede la cabeza del animal. No es un trabajo sencillo, sobre todo porque el ave no para de mover las alas y las patas, consciente del peligro.La chica empuja el dorso del animal contra el suelo mientras le agarra de las patas; él, sujeta la cabeza y, tras varios movimientos de cuchillo, logra separar la cabeza del cuerpo. Muchos observan a su alrededor. “¡Cómo disfrutas viéndole morir!”.
Las palabras, proferidas en tono de mofa por algunos espectadores, van dirigidas a ambos. Son las diez y media de la mañana del sábado 25 de febrero en Olmedo, un municipio de 3.500 personas situado en la provincia de Valladolid. Comienzan las fiestas del pueblo, en plenos carnavales, y con ellas la tradición de la matanza de los quintos. En torno a 15 gallos iban a ser sacrificados para celebrarlo.
Una hora y media antes, algunos de los jóvenes del pueblo que acaban de alcanzar la mayoría de edad llevan en brazos a los animales para el sacrificio. Otros, los pasean atados de una correa. Han estado toda la noche anterior de fiesta, como manda la tradición. Tras un breve recorrido, parando en los diferentes puestos de comida del pueblo, llegan al parque del barrio de Chamorro, cerca de la carretera que conduce a Medina del Campo. Los padres les acompañan. Algunos de ellos gritan: “matadlos antes, así nos los quitamos de encima”. Los chavales y sus progenitores forman un grupo de 40 personas.
Como cada año, todo comienza en torno a las nueve de la mañana. El recorrido se inicia en ese momento, después de desayunar chocolate al aire libre tras la fiesta de la noche anterior. Acto seguido, comienza el sacrificio de los animales. EL ESPAÑOL asiste a una tradición arcaica y cruel, que todavía hoy se mantiene en algunos lugares de España, como en el caso del municipio vallisoletano.
Los pollos de plástico
Olmedo es un pequeño pueblo de casitas bajas, soportales arqueados y callejuelas estrechas. Es sábado por la mañana. Dos días antes, llamamos al alcalde del pueblo para enterarnos de en qué consistirá el acto. Nos coge el teléfono, en su lugar, la concejala de Cultura de la localidad, Lucía García Domínguez. Le explicamos nuestro interés en la fiesta, en ir a verla y explicar cómo transcurren los hechos. Intenta engañarnos: “Eso ya no se hace, eso se hacía antes. Ahora me parece que para eso utilizan pollos de plástico”. Nos extraña. Por eso acudimos al lugar de los hechos a comprobarlo.
Todo ocurre en un descampado de gravilla, rodeado de árboles y vegetación. Sin ningún tipo de artificio, la atención de los espectadores se concentra en la sangría. Los protagonistas de la misma son un grupo de jóvenes empuñando sendos cuchillos quienes, según dicen, pretenden preservar la tradición del pueblo: la de festejar la mayoría de edad, la de los quintos, aunque los Quintos de la mili ya no existen. Pronto la sangre empieza a correr.
Es una mañana soleada en Olmedo. Los jóvenes se arremolinan en una explanada empedrada en torno a los animales. La mayoría de los presentes observa. Uno de ellos incluso luce un disfraz de pollo. Son solo unos pocos los que matan.
No se produce ningún canto, ningún ritual previo, ningún tipo de ceremonia. Rápidamente, los jóvenes colocan los gallos en el suelo, les agarran entre varios y les cortan el cuello con un pequeño cuchillo de caza. Agrupados en distintos lugares de la explanada, degüellan a las aves. Sus familiares y otros jóvenes, algunos mayores y otros más jóvenes que ellos, no paran de jalearles.
El ambiente que les rodea es el de estar llevando a cabo una hazaña. Gritos, vivas, aplausos. Uno de ellos, al decapitar al animal, lanza el cuerpo a un lado. Incluso muerta, el ave entra en convulsión y su cuerpo se contorsiona mientras su cuello no deja de expulsar sangre. “¡Dale ahí, me cago en la mar, claro que sí!”, grita uno de los padres. El joven alza la cabeza del animal. Algunas madres, y prácticamente todo el mundo, inmortalizan el acto fotografiándolo con sus teléfonos móviles. Todos observan la tradición matinal del sábado carnavalesco de Olmedo, un rito que todavía hoy se repite en distintos pueblos de Castilla y León y de toda España. Un rito discutido y defendido a partes iguales.
Qué son los quintos
Durante varias generaciones, cuando el invierno tocaba a su fin, tenía lugar una tradición ancestral en muchos pueblos de Castilla y León. Con la llegada del Carnaval, los jóvenes que habían cumplido 18 años durante el año anterior, entraban en el sorteo de los Quintos de la mili. El servicio militar, en la idiosincrasia de la época, significaba “hacerse un hombre”, salir de casa, marchar a conocer mundo. En definitiva, crecer. Para demostrar ese paso a la mayoría de edad, era menester que formasen parte de una suerte de bautismo de sangre. En muchos pueblos, durante las jornadas carnavalescas, los jóvenes se convertían en los protagonistas de las llamadas corridas de gallos. Tenían que demostrar de alguna manera lo “viril”, “lo varonil”, la llegada de la madurez. Y para eso estaba la ceremonia de cortarle la cabeza al animal.
Los chavales, para exhibir esa llegada a la mayoría de edad, debían decapitar a un gallo o golpearle hasta la muerte. Lo tradicional era hacerlo de la siguiente manera: el animal se colgaba boca abajo atado de una cuerda, sujetado por las patas. Luego se le ponía una cuerda al cuello que quedaba suelta y caía hasta el suelo. Mientras tanto, uno de los jóvenes se subía a lomos de un caballo, cogía carrerilla y emprendía la carrera en dirección al animal. De un tirón debía tratar de arrancarle la cabeza.
Esta tradición, con el paso de las generaciones, ha sido desterrada de la mayoría de los lugares en los que se practicaba. “Se ha ido adaptando a los tiempos”, explica Pedro Tomé, antropólogo del CSIC y experto en materia castellano-leonesa. “Los sitios en los que se ha hecho esta fiesta, últimamente se utilizan cintas de colores a veces con una arandela o argolla pero sin matar al gallo”.
Por eso, en la actualidad aún se conservan con modificaciones: los gallos han sido sustituidos por piñatas o cintas que los quintos golpean para llevarse su trofeo. Esto sucede en otro municipio de Valladolid, Pedrajas de San Esteban. “No son inmutables las tradiciones. Seguiríamos viviendo en el siglo XIV. Los quintos de ahora no tienen nada que ver con los de antes, principalmente porque ya no hay servicio militar”, explica el antropólogo Tomé.
Sin embargo, en Olmedo la tradición pervive, pero totalmente desvestida de la liturgia propia del acto. No hay caballo ni tampoco canciones. Todo comienza y termina con el cuchillo en el cuello del animal. “Esto no tiene que ver con la fiesta de gallos en Castilla. Normalmente, los que participan, demuestran que dejan de ser niños y pasan a ser hombres. No tiene nada que ver con esto. Además, no es necesario matar un gallo y que se celebre como cuando estábamos en la Edad Media. Las tradiciones van evolucionando”, detalla a EL ESPAÑOL el antropólogo.
Hay otro detalle de lo ocurrido en Olmedo que refleja lo que ha cambiado esta tradición. Hace décadas, en el imaginario de quienes celebraban esta tradición, era impensable que las mujeres participasen. Se consideraba, entre quienes la practicaban, algo hecho solo para hombres. El pasado sábado, en Olmedo, un buen número de chicas estuvo presente en el sacrificio de los animales, cuatro de ellas participando de forma activa. “Todas las tradiciones cambian, pero mantienen esa sensación de tradicionalidad”. Cuando le cuento a Pedro lo que vimos en Olmedo, se sorprende. En su área de conocimiento antropológico, tiene muy trabajado este asunto y, en concreto, Castilla y León, pero Olmedo se le escapaba. “Prácticamente en ningún sitio se mata ya al animal. No parece que vaya con el signo de los tiempos, sobre todo porque estas fiestas de un signo parecido han ido cambiando”.
Una tradición de pueblos pequeños
Olmedo no es el único lugar donde se realizan este tipo de tradiciones. Es algo común en muchos puntos de España, y en la mayoría de lugares se emplean animales en esa especie de bautismo de fuego de aquellos que alcanzan la mayoría de edad. Desde su idiosincrasia, es como una demostración de madurez pagada con la deuda de sangre de un animal.
El festejo se extiende por toda la geografía española. En Castilla y León, donde EL ESPAÑOL ha asistido a los hechos, tenía una importante presencia en todas las provincias de la comunidad: Villalba de la Lampreana (Zamora), La Higuera y Casarejos (Soria), San Juan de la Nava, (Ávila), Poza de la Sal, Mecerreyes, El Almiñé, Sotoscueva, Prádanos de Bureba, Castrojeriz, Gamonal (todos ellos en Burgos), etc.
El PACMA ha detectado dos casos similares en dos puntos distintos de España. Uno de ellos es el que se produce en el municipio madrileño de Guadalix de la Sierra. Cada año, los quintos –los jóvenes que alcanzan la mayoría de edad- roban gatos y otros animales para llevar a cabo su “ritual” de iniciación en la mayoría de edad. Lo ocurrido tiene lugar enfrente del ayuntamiento, justo delante de la efigie de Pepe Isbert, el actor que simboliza en el pueblo la película Bienvenido Mr. Marshall, dirigida por Luis García Berlanga. Los jóvenes se reunían ahí y, tras dar muerte a los animales, los arrojaban al hueco de una alcantarilla.
Durante las pasadas fiestas de los quintos de Muro (Mallorca), sucedió algo similar. Los jóvenes, antes de decapitar a los gallos, les forzaron a tragar alcohol. Ataviados de camisa blanca y pañuelo rojo, llevaban al hombro varales gruesos de madera de los cuales iban colgados los gallos antes de degollarlos.
En Olmedo, la tradición se ha perpetuado un año más. Este año fueron quince los gallos que se cobraron los jóvenes quintos del pueblo. Después de lo ocurrido, todavía con las mismas ropas, padres, hijos y vecinos se dispusieron a comer en el parque. Habían preparado un pequeño almuerzo a base de bocadillos de chorizo, jamón, empanada, tortilla de patata, torreznos, vino, sangría cerveza y cocacola. Era la una y media de la tarde cuando ya todos se marcharon a sus casas. En la explanada tan solo quedaban las plumas blancas y marrones de los gallos cuya cabeza había sido separada del resto de su cuerpo. Cuando la mayoría de los jóvenes se marchaban, algunos padres y madres trataban de tapar con tierra las manchas de sangre que habían quedado impresas en el suelo.