Según el diccionario de la Real Academia Española, una tapa es en su octava acepción una pequeña porción de algún alimento que se sirve como acompañamiento de una bebida.
Sin tener en cuenta a los señores académicos el cicatero tamaño que atribuyen a esta comida, hace menos de cincuenta años que incluyeron este significado. Hasta la edición de 1970, la misma palabra aparecía referida como un simple andalucismo que denominaba a las ruedas de embutido o lonjas finas de jamón que sirven en los colmados y tabernas colocadas sobre las cañas y chatos de vino. Con ese sentido adoptó por primera vez el diccionario la voz “tapa” en 1936. ¿Es que hasta entonces no se comían aperitivos? ¿No ofrecían las tabernas callos, patatas, chorizo o calamares para acompañar el vino? Por supuesto que sí, pero bajo otros nombres y en otras circunstancias. Pese a la afamada lentitud de la Academia a la hora de reconocer nuevas acepciones, lo cierto es que la tapa como tal era un invento relativamente reciente y empezó a popularizarse en la segunda década del siglo XX.
Eso sí, ya existían definiciones más acertadas que la de aquellos que limpian, fijan y dan esplendor. En 1935, el periodista Juan Ferragut decía que "la tapa es un modo distraído de comer sin darse cuenta" y una de las pocas cosas serias que iban quedando en este mundo. Sin duda así era, porque menos de un siglo después las tapas son uno de los pilares de la Marca España en el extranjero y su búsqueda en internet muestra 142 millones de resultados.
teorías y antepasados del tapeo
Igual que en el caso de la tortilla de patatas, el origen de las tapas despierta un gran interés popular que ha desembocado en un tropel de leyendas urbanas y mitos indocumentados. Dependiendo de dónde busquemos, podemos encontrar como inventores de tal fenómeno a diversos personajes ilustres que sirven para darle a la historia un halo de misterio y relumbrón. Desde Alfonso X el Sabio, del que se dice que llevó un placentero tratamiento médico a base de tragos de alcohol acompañados de ligeras comidas para evitar el emborrachamiento, hasta los mismos Reyes Católicos, dolorosamente necesitados de un avituallamiento rápido en una de sus campañas de la Reconquista.
Otras teorías se inclinan por marcar el nacimiento del tapeo en Cádiz, escenario de una supuesta anécdota en la cual un rey (Fernando VII o Alfonso XII) es convidado a un vaso de vino en una humilde taberna. Debido a la presencia de moscas en el establecimiento, el hipotético tabernero decide en un arranque de ingenio poner una loncha de jamón encima del vino para no perturbar a su majestad con la vulgaridad de una mosca nadando en el trago. El rey -unas veces Fernando y otras Alfonso- hace alarde de la campechanía borbónica y encantado por el invento, reclama otro vino con tapa y sienta precedente entre la multitud.
Ninguna de estas teorías tiene base documental y parece harto difícil que diera la casualidad de que un jefe de estado estuviera presente en el preciso momento de la ocurrencia. Al fin y al cabo, acompañar la bebida con algún bocado es una situación tan trivial que resulta imposible definirla como un invento en un espacio y tiempo concretos.
Lo que sí sabemos es que la costumbre de abrir el apetito con diversos manjares antes de la comida principal forma parte de la tradición gastronómica de árabes y judíos, pueblos que dejaron una gran impronta culinaria en nuestro país. También que en el siglo XVII se llamaba “tapa” (del francés étape) al alimento ofrecido a las tropas militares en aquellos lugares por donde pasaban. Cervantes cuenta cómo Don Quijote y Sancho Panza meriendan con unos peregrinos que venían bien proveídos, a lo menos de cosas incitativas que llaman a la sed a dos leguas. Estos “incitativos” o “llamativos” eran normalmente queso, aceitunas, frutos secos y embutidos como la cecina, alimentos que por ser salados o picantes despertaban la sed, igual que el “avisillo” (un puñado de sal) que Quevedo describe como «bueno para beber» en Vida del Buscón. De ahí a la tapa, banderilla o pintxo quedaba bien poco.
La tienda de montañés y el colmado andaluz
Si en algo aciertan las teorías populares sobre el origen del tapeo es en radicarlo en Andalucía. Es allí donde encontramos la primera fuente documental que habla de tapas con su significado actual. Concretamente en la revista La Alhambra, publicada en Granada en 1911. En ella se habla de que al hombre andaluz se le distingue por estar trasegando cañas con sus tapas, que llaman, ó aperitivos de la colambre. Entendiendo caña por el vaso de vino tradicionalmente usado para la manzanilla y colambre como ganas de beber, ya tenemos la primera tapa.
Seguramente la tradición y el nombre nacieron a finales del siglo XIX en una categoría muy concreta de establecimiento hostelero: el ultramarinos o tienda de montañés. Era costumbre que “jándalos” o cántabros emigrados a Andalucía regentaran este tipo de tiendas, con permiso y espacio para servir alcohol y comida además de vender diversas mercancías. En torno a 1900, el noventa por ciento de estos pequeños figones en Cádiz estaba dirigido por un montañés. Con buen ojo comercial se asociaron con bodegueros jerezanos para abrir múltiples locales en ciudades andaluzas como Sevilla, Granada y Córdoba. En las tiendas de montañés el ambiente era austero y sencillo: un largo mostrador, mesas y sillas de pino, toneles y jamones colgados del techo. Además del embutido encima del vaso ofrecían también pescado frito, tortilla y rosquillas para acompañar, ya fuera gratis o por muy poco dinero más, las cañas de manzanilla que rellenaba sin parar algún recio cántabro con acento gaditano. En un artículo de “La revista contemporánea” de 1890 se dice que la tienda de montañés es establecimiento de crédito, caja de ahorros, casa de esparcimiento, escuela de cortesía y campo de liberalidad. Allí no se va tanto á beber cañas como á pagar cañas; ni el vidrio se presenta lleno, ni es delicado agotarlo por entero. A principios de siglo los colmados montañeses triunfan en Sevilla con su combinación original de tienda y bar-restaurante, impregnándose de ambiente flamenco. Uno de los bares de tapeo más conocidos de la ciudad sigue siendo a día de hoy La Flor de Toranzo, abierto por el cántabro Trifón Gómez -oriundo del verde valle de Toranzo- en 1942.
Entre tanto tiene lugar una anécdota verídica con un rey como protagonista: Alfonso XIII, quien en un viaje a la capital andaluza en 1916 visita en dos ocasiones la Venta de Antequera. Esta establecimiento histórico, aún abierto, era uno de los restaurantes preferidos del monarca en la capital andaluza, y recibió aquel año el permiso para anteponer a su nombre la denominación “Real” como proveedor de de servicios a la Casa Real. Allí, su dueño Carlos Antequera agasajaba al rey y sus acompañantes con lo que llamaba un “tonteo”, un despliegue de raciones y tapas con treinta y dos opciones entre las que figuraban chorizo, calamares, jamón, lomo, salchichón y frituras selectas como calamares, merluza rebozada y soldaditos de pavía.
No sabemos si fue Alfonso XIII el que puso de moda este tapeo entre la corte, pero en las mismas fechas llegaron a Madrid los primeros colmados andaluces, herederos directos de las tiendas de montañés sevillanas. Se instalaron la mayoría de ellos en el castizo barrio de Santa Ana, concretamente en las calles Echegaray, Visitación y Núñez de Arce. Similares a lo que ahora entendemos por un tablao flamenco, se caracterizaron por su decoración colorista a base de azulejos, tan copiada hoy en día por las grandes franquicias.
Es entonces cuando empieza a aparecer la palabra “tapa” en prensa, aunque durante muchos años lo hizo siempre en cursiva o con comillas por entenderse que era un modismo del habla popular desconocido para los lectores de fuera de Andalucía. En los colmados se celebraban espectáculos musicales y tertulias taurinas, se daba de beber y de comer, y todo por un módico precio en un ambiente exótico y novedoso. Los colmados pasaron de ser oscuros figones a luminosos locales decorados con mimo, como los supervivientes Villa Rosa o Los Gabrieles, ambos en la lista de pioneros del tapeo madrileño.
Con los vinos andaluces, finos y manzanillas en formato de “chatos” se ofrecía una tapa gratuita y una lista de raciones o “tapas de cocina”. El Villa Rosa por ejemplo, regentado por dos antiguos profesionales del toreo, contaba con freiduría propia de venta directa al público y cinco reservados en los que se cantaban las dieciocho clases distintas de tapas que tenían: embutidos, pescaíto frito, bacalao con tomate, torrijas, etc. La tapa básica con el vaso de vino era un huevo frito. Fue en este colmado donde se acuñó la famosa sentencia de que los flamencos no comen, por seis amigos flamencos -la cofradía o tertulia del Codo- que iban diariamente a tomar chatos de vino sin tocar la vianda.
En el triángulo andaluz de Madrid no tenían cabida la cerveza, el champagne ni los cócteles cosmopolitas. A pesar de que su público original era castizo y humilde, los colmados se pusieron rápidamente de moda entre las élites intelectuales y económicas de la capital. De los quince céntimos que costaba un chato de vino con tapa en 1915 se pasó a incluir marisco y pescado traído expresamente desde Málaga o San Fernando para acomodarse a los gustos de una nueva clientela más selecta. Triunfaban locales como Las Delicias, El Gallo, El Duque de El, La Sevillana o Casa Sergio, que fueron imitados en otras ciudades de España como Barcelona o Valencia.
En 1936, cuando la Real Academia recogió la octava acepción de “tapa”, la mayoría de los españoles ya sabían lo que era.
la posguerra y el triunfo internacional
El gusto por el tapeo y el paseo del aperitivo se acentuó después de la Guerra Civil. Las penurias económicas de la población no permitían caprichos de restorán pero sí una visita al bar para tomar unas patata bravas. Si además tenemos en cuenta que el racionamiento y la política de plato único limitaban enormemente la oferta de los restaurantes, resultaba que éstos ofrecían prácticamente lo mismo que el colmado pero en mayor cantidad y a precio más elevado.
Las freidurías y los bares con tapas baratas (a imitación de los primitivos colmados andaluces) hicieron su agosto en tiempos de posguerra. Comer a base de tapas podía ser más asequible que cocinar uno mismo, e infinitamente más divertido. Por la misma época triunfaban en el País Vasco los primeros bares de banderillas o pintxos, en principio pequeños bocados de elaboración sencilla que asentaban el estómago durante el chiquiteo. Casa Vallés en San Sebastián, cuna de la gilda, o el Iruña de Bilbao, empezaban a llenar las barras con sencillos manjares de factura estoica, que nada tienen que ver con los fuegos artificiales de la actual cocina en miniatura. Huevos cocidos con mayonesa, champiñones a la plancha, grillos (patata con lechuga) o atún en aceite hacían las delicias de los clientes.
De la idiosincrasia de cada lugar emanó una forma distinta de entender el tapeo, que hoy en día está extendido por toda España aunque con particularidades locales. En algunas ciudades, como León, Jaén o Granada, las tapas son gratuitas y uno de sus mejores reclamos turísticos. En otras, como Valladolid, Salamanca, Badajoz, Almería o Madrid, se alterna el tapeo gratis con aflojar el bolsillo, y en Vitoria, San Sebastián y Bilbao es costumbre mayoritaria el pagar por todos los pintxos. Sin embargo y a pesar de las diferencias, la costumbre de alternar en público para consumir comida a la vez que bebida es una de nuestras tradiciones nacionales más arraigadas. Tanto que ha calado fuertemente en el extranjero, donde se conoce con su mismo nombre español: tapas.
Fue en 1985 cuando las tapas llegaron por primera vez al gran público extranjero de la mano de la estadounidense Penélope Casas. Casada con un español, Penélope escribió un libro de gran éxito sobre la cocina española en 1982 y en 1985 publicó “Tapas: the little dishes of Spain”, dedicado a las recetas tradicionales de tapeo. El concepto de “tapas bar”, tan novedoso en el mercado norteamericano, fue hábilmente utilizado poco después por uno de nuestros chefs más reconocidos a nivel internacional: José Andrés. A principios de los años 90 abrió en Washington D.C. “Jaleo”, el primer bar de tapas de Estados Unidos. Con un tremendo éxito de crítico y público, José Andrés abrió la senda de otros muchos cocineros españoles que han exportado el tapeo y nuestra gastronomía por el mundo, como Omar Allibhoy, chef madrileño que triunfa en el Reino Unido con el grupo hostelero Tapas Revolution.
La vanguardia culinaria y sus innovaciones a nivel de técnica y estética han provocado en las dos últimas décadas otra gran transformación en el mundo de las tapas. Las sencillas banderillas y raciones han sido sustituidas en muchos casos por creaciones de alta cocina en miniatura que compiten entre sí en certámenes como el Concurso Nacional de Pinchos y Tapas que se celebra anualmente en Valladolid. Rutas de tapeo y competiciones copan el panorama hostelero de cada rincón de España, espoleados por el hecho de que más de la mitad de las consumiciones en los bares de nuestro país se acompañen con algo de comida.
Hoy en día, las tapas son parte del rico patrimonio cultural de España, un tesoro culinario que ha sabido adaptarse a la personalidad y gustos de cada región y que triunfa por todo el mundo gracias a su carácter de acto social afable e informal. Como decía Néstor Luján no hay mayor alegría que la de quien siente el hormiguillo del hambre y un poco de sed, entra a un bar, pide un vermut y le dan una tapa. Es uno de los momentos más humildemente felices que el hombre puede conocer en este mundo desconcertado.