No es ningún secreto que la tierra gallega es reconocida mundialmente por tener una extensa variedad de productos autóctonos únicos que ponen en valor lo exclusivo de su localización geográfica. Sin embargo, la abundancia no es la única virtud del territorio gallego en lo que a cultivos se refiere. La gran adaptabilidad de nuestros terrenos hace que numerosos productos foráneos puedan cultivarse sin problemas en las explotaciones agrícolas de Galicia. Gracias a estas condiciones climatológicas únicas, algunos productos importados se han convertido en emblemas de nuestra propia cultura, como los archiconocidos pimientos de Padrón (o más bien, de Herbón), cuyas primeras semillas tuvieron su origen en la localidad mexicana de Tabasco.
El continente americano introdujo, en su momento, una gran cantidad de productos novedosos para la época. Si tenemos que elegir un cultivo que cambió para siempre la forma de alimentarnos en Galicia esa es, sin duda alguna, la patata. Su presencia inunda todo tipo de platos típicos, acompañando al pulpo o siendo uno de los protagonistas corales en el caldo gallego. ¿De dónde viene esta joya “subterránea”?
Un crecimiento lento pero imparable
Este tubérculo también comparte sus principios en tierras gallegas con los pimientos antes mencionados. Los primeros indicios de cultivos de patata en Galicia se remontan a antes de 1607, en la huerta del monasterio de Herbón. Así lo mencionan las memorias del Arzobispo de Santiago, indicando que la citada huerta "hizo plantar patatas el Sr. Arzobispo don Francisco Blanco (1574-1581); dieronse muchas pero muy bastardas", indicando que el cultivo de patatas ya tuvo lugar en Galicia en la segunda mitad del siglo XVI. Sin embargo, era un cultivo totalmente marginal y la relevancia de la patata gallega todavía tardaría en desvelarse.
No sería hasta el siglo XVIII que la patata comenzó a aparecer en noticias y documentos de la época, en la que se mostraba que el tubérculo era objeto de disputa entre campesinos y perceptores del diezmo (que los agricultores tuvieron que pagar hasta 1837). Poco a poco la patata fue extendiéndose, especialmente por la zona de Lugo, siendo pioneras las localidades de Viveiro, Paradela o Vilalba.
Gracias a lo económica que resultaba, la patata ya dominaba Galicia a finales del siglo XVIII, ya que muchos agricultores decidieron cultivar el tubérculo para su autoconsumo. Esto explica la presencia vertebradora de la patata en la gastronomía gallega, que comenzó a ser un ingrediente indispensable en todas las recetas típicas del saber popular. Por eso, no es de extrañar que la patata gallega fuera reconocida con una Indicación Geográfica Protegida, poniendo en valor su papel en la historia de la gastronomía gallega.
La IGP comprende toda Galicia, dividiéndose en diferentes zonas según las parroquias y términos municipales: la Subzona de Bergantiños (en A Coruña), la Subzona de Terra Chá-A Mariña (en Lugo), la Subzona de Lemos (también en Lugo) y la Subzona de A Limia (en Ourense).
Unas variedades únicas (¡sí, hay más de una!)
La variedad más representativa (y conocida) dentro de las patatas gallegas es la Kennebec, con origen en los Estados Unidos, pero que ha conseguido triunfar en Galicia gracias a las condiciones del suelo y al trato Se trata de un cultivo rápido, eficiente y muy resistente ante las inclemencias del tiempo. Esta patata es fácilmente reconocible gracias a su gran tamaño y a su piel fina, lisa y moteada, de un suave color amarillo. Su pulpa es de un color más pálido, cercano al blanco.
Sin embargo, no solo de Kennebec vive el agricultor gallego. En la anterior cosecha, en 2020, se puso en marcha un proceso para introducir dos variedades más dentro de la Indicación Geográfica Protegida: la patata agria, típica de la zona de A Limia y la Fina de Carballo, que es muy valorada en la comarca de Bergantiños.
La patata agria se caracteriza por tener una forma más ovalada, una piel más oscura y una pulpa amarilla. Las tres patatas se caracterizan por tener muy poca cantidad de agua, lo que les proporciona unas cualidades culinarias perfectas: al ser cocidas, todas mantienen su forma, color y regalan un sabor cremoso y una textura firme. La Kennebec o la Fina de Carballo son ideales para cocer o guisar, mientras que la agria funciona muy bien al freírla.
Todas las patatas que se comercializan bajo la IGP de Pataca de Galicia siguen los criterios de excelencia que determina el Consejo Regulador, que se encuentra en Xinzo de Limia. Entre otras medidas, las patatas deben estar sanas, limpias, sin golpes y con una piel resistente. Esto se consigue gracias al período “seco” que se vive en Galicia entre agosto y septiembre, lo que permite que las patatas maduren de manera más uniforme y que no contengan altos niveles de agua.
Cómo aprovechar al máximo la patata gallega
Lo principal tras comprar una buena bolsa de patatas gallegas es asegurarnos de que las conservamos como es debido. Debemos evitar dos elementos clave: la luz y la humedad. La primera puede generar solanina y hace que las patatas vuelvan a rebrotar. La segunda puede hacer que la patata se estropee, generando hongos o moho. Lo ideal es buscar un lugar seco donde almacenarlas mientras las vamos consumiendo.
A la hora de cocinarlas, la gran calidad que esconden las patatas gallegas hacen que sea imposible fallar: cocidas, fritas, asadas, en tortilla, como guarnición, como puré… Aunque sin duda, la mejor expresión de sencillez y calidad son unos buenos cachelos, es decir patatas cocidas con su piel, para degustar todo el sabor que esconde una tierra tan “mágica” como la gallega.