En nuestro país todos somos conscientes de que la evasión fiscal es un grave problema, pues se patentizan conductas ilícitas en la que incurren las empresas, autónomos y particulares, ocultando ingresos y bienes a las administraciones públicas.
También sucede cuando los contribuyentes sobrevaloran intencionadamente sus conceptos deducibles, buscando reducir indebidamente el pago de impuestos con respecto a lo que legalmente les correspondería.
Ante estas situaciones es evidente que los poderes públicos deben de luchar encarecidamente con todos sus medios para atajar tales irregularidades.
Ahora bien, dichos esfuerzos no deben hacernos olvidar que nuestro sistema tributario se fundamenta en la capacidad económica de los contribuyentes; también en los principios de justicia, igualdad, equitativa distribución de la carga tributaria y no confiscatoriedad.
Teniendo en cuenta las reglas del juego existentes, esto es, que nos encontramos ante una relación jurídica bilateral donde al contribuyente se le exige cada día un mayor grado de participación y colaboración en la gestión tributaria, sobre la base de preceptos reglamentarios a menudo incompletos, confusos y sometidos a cambios incesantes, parece claro que esa relación debería de basarse en determinados principios como pueden ser el de la buena fe y confianza legítima.
Y aquí resulta trascendental recordar que la Administración Pública sirve con objetividad a los intereses generales. Esta afirmación es el eje sobre el que debe gravitar su actuación.
Pero que la Administración sea garante del predominio y consecución del interés general o público, no significa que dicha meta pueda alcanzarse por cualquier medio. En efecto, la Constitución impone explícitamente a la Administración que sirva al interés público, pero que lo haga con objetividad y con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho.
Los que nos dedicamos diariamente al ámbito tributario observamos cómo el afán recaudatorio se ha convertido en el único objetivo del comportamiento de los órganos tributarios, con olvido de los derechos y garantías individuales y; prueba de ello, son aquellas situaciones donde un ciudadano adquiere un determinado bien inmueble.
En estos casos, la segunda y posterior transmisión de un inmueble tributa en el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados o, en su defecto, en el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, donde la base imponible es el valor del bien transmitido.
Es por todos conocido que el mercado inmobiliario ha tenido históricamente multitudinarias situaciones de fraude y evasión fiscal, por ello, la Administración tributaria tiene la potestad de revisar ese valor, mediante un procedimiento de revisión denominado como "comprobación de valores".
Mediante este procedimiento, la Administración dispone de diferentes herramientas para comprobar y revisar el valor declarado por los contribuyentes.
Entre estos métodos nos encontramos -entre otros- el precio medio de mercado o, el procedimiento más empleado, el dictamen de peritos.
En este último supuesto la normativa exige que el perito tenga una titulación suficiente y adecuada, así como el reconocimiento personal del bien valorado, ya que dicha valoración debe ser singular, un traje a medida, atendiendo a todas las características y peculiaridades del inmueble, como pueden ser la antigüedad o su estado de conservación.
Por si la normativa no fuese lo suficientemente clara, nuestros tribunales de forma reiterada han exigido que dicha comprobación de valores sea individualizada, esclareciendo que dicha individualización requiere necesariamente que se haya realizado una visita física del inmueble, mediante su localización e inspección ocular por parte de un técnico competente, pues algo elemental en los dictámenes periciales es la observación directa de los elementos a valorar por parte del perito.
Pero, ¿qué sucede en la realidad?
Que pese a una exigencia normativa y jurisprudencial clara y reiterada, las Administraciones tributarias autonómicas remiten a los contribuyentes las temidas "paralelas" basadas en informes en los que no se ha efectuado esa obligatoria e imprescindible visita in situ por parte del perito.
Ejemplifiquemos lo expuesto mediante un ejemplo práctico real:
I. – Un contribuyente adquiere un inmueble por un valor declarado de 40.000 euros.
II. – La Administración tributaria gallega competente procede a la comprobación de ese valor, emitiendo la "paralela" por lo que entiende que realmente sería el valor del bien, esto es, 130.000 euros.
III. – Ante su sorpresa e incredulidad, el contribuyente recurre, alegando únicamente que el valor comprobado no se corresponde con la realidad y que, además, el perito ha realizado su informe pericial desde su despacho, sin realizar la necesaria visita al inmueble.
IV. – El Tribunal Económico-Administrativo Regional -como no puede ser de otra manera- estima su recurso, concluyendo que el valor comprobado se trata de una cifra indeterminada y abstracta.
V. – Tras la estimación del recurso, la Atriga procede a valorar nuevamente el inmueble y, en esta ocasión; sí, cumpliendo con el mandato exigido de que el perito haya visitado el inmueble.
La valoración efectuada en esta ocasión asciende a 80.000 euros; en lugar de los 130.000 iniciales.
Según la última memoria publicada de los Tribunales Económico Administrativos, el TEAR de Galicia, en materia del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones ha estimado el 88% de las reclamaciones presentadas por contribuyentes gallegos; el 81% en lo que se refiere a las reclamaciones por el concepto tributario del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales.
Aquí es donde entra de manera evidente la estrategia del miedo, pues cualquier ciudadano entra en pánico ante cualquier notificación recibida por parte de su Administración tributaria.
Se palpa y evidencia que la Administración emite estas propuestas de regularización, a sabiendas de que no resultan ajustadas a Derecho, y que posteriormente algunas de ellas serán anuladas por los Tribunales, pues son escasos los ciudadanos osados a iniciar procedimientos de recursos que tienden a alargarse durante cuatro o cinco años.
Si las Administraciones públicas pretenden que en la ciudadanía se respeten valores y actitudes favorables a la responsabilidad fiscal, parecería lógico exigir a los responsables de gestionar el sistema impositivo -es decir, a la propia Administración tributaria– observar el deber cuidado y la debida diligencia para su efectividad, garantizando la necesaria protección de la ciudadanía e impidiendo situaciones absurdas que generen un enriquecimiento injusto para las arcas públicas.