Mire bien. Fíjese. No lo ve, ¿verdad? Normal. Está distraído. Todos lo estamos. Nos llevan como a perros con un palo invisible. Nos menean el cascabel y allá vamos, con la lengua fuera, a perseguir la nada.

No es casualidad. Nos han convencido de que el pensamiento es un estorbo, que la
pausa es perder el tiempo. Que hay que estar entretenido, informado, activo, enganchado.

Enganchado, sí, pero a gilipolleces. Porque pensar, amigo, es peligroso. Cuestionar,
incómodo. Preguntar, sospechoso. Así que nos llenan la boca de caramelos caducados:
noticias de usar y tirar, polémicas a granel, entretenimiento envasado al vacío. Lo
importante es no parar. No mirar demasiado. No pensar.

Y lo aceptamos. Lo compramos. Como idiotas. Nos dan una distracción nueva cada cinco minutos y la devoramos con ansiedad de yonquis. Hoy es un trending topic, mañana una serie, pasado un escándalo de tres al cuarto. Nos han convertido en consumidores de humo. ¿Qué importa la realidad cuando tenemos lo inmediato?

Nos distraen mientras nos mienten. Nos distraen mientras nos despluman. Nos distraen mientras nos convierten en un rebaño de idiotas funcionales. Y lo peor: nos encanta. No hay queja. No hay resistencia. No hay cerebro. Solo dopamina barata y la promesa de que vendrá más.

A la distracción le llaman ocio. Le llaman actualidad. Le llaman cultura. Pero es lo de
siempre: un circo cutre para que no miremos al suelo, no sea que veamos la mierda en la que estamos metidos.