Publicada

Ah, los celos. Esa sensación corrosiva que se clava como un puñal en las entrañas y que, aunque uno lo niegue, se cuela entre las grietas más pequeñas de la mente. Es un invitado no deseado, el intruso incómodo que pone patas arriba cualquier relación y que nadie quiere reconocer como propio. Porque, admitámoslo, ser celoso está mal visto. Es vulgar, primitivo, de gente insegura. Un fracaso personal disfrazado de emoción. Pero ahí están, incombustibles, complicándonos la existencia desde que éramos poco más que monos con taparrabos.

Los celos, dicen, son inevitables. Parte del kit básico del Homo sapiens, como el miedo o el hambre. En algún momento de nuestra historia, fueron útiles. Protegían lo que era “nuestro” en un mundo donde quedarte solo significaba palmarla rápido. Pero resulta que hoy nadie va a morir porque su pareja decida pirarse con otro. Y aun así, ahí estamos, peleando contra esa necesidad visceral de poseer, de controlar, de garantizar que nadie nos arrebate lo que creemos nuestro. Porque, aunque suene mal decirlo, los celos no son más que una forma disfrazada de egoísmo. Una que huele a miedo y desesperación.

Son modificables, dicen los que saben. Claro, como si fuera fácil desactivar el drama emocional que te recorre el cuerpo cuando la imaginación empieza a trabajar horas extra. Porque no son solo una emoción.

Son un guion de terror que escribimos y dirigimos nosotros mismos. Una película mental llena de escenas de traición, abandono y sustitución. Y lo peor es que te lo crees. Te crees tanto el guion que actúas como si fuera real. Ahí entra el control, la hipervigilancia, la comprobación. Y lo que empieza siendo un pequeño temor se convierte en una bola de nieve que arrasa con todo: confianza, respeto, dignidad.

Claro que hay celos justificados. Hay traidores, manipuladores, embaucadores profesionales que saben jugar con tus inseguridades como si fueran un piano. Pero cuidado con esa excusa, porque es demasiado fácil. A veces no son ellos. A veces eres tú. Tú y tus demonios. Tu miedo a no ser suficiente. Tu terror a quedarte solo. La clave no está en eliminar los celos –buena suerte con eso–, sino en aprender a no dejar

que te gobiernen. Sentir celos es inevitable; actuar como un loco posesivo, no.

Hablar de los celos ayuda, pero no siempre. Porque hay una delgada línea entre comunicar lo que te pasa y convertir a la otra persona en tu terapeuta, tu niñera emocional. La hipercomunicación no cura, agota.

Nadie tiene la obligación de gestionar tus miedos por ti. Al final, los celos son tu problema, no el suyo.

Y si no sabes manejarlos, ahí está el verdadero problema. Porque controlar o vigilar para sentirte mejor es como beber agua salada cuando tienes sed: alivia al principio, pero te destruye a largo plazo. No solo a ti, también a quien está a tu lado. Porque vivir bajo la lupa de un celoso no es vida. Es una condena.

Los celos son la reina de las miserias humanas porque resumen lo peor de nosotros mismos: el miedo a perder, la necesidad de controlar, la inseguridad que maquillamos con rabia. Pero también son una oportunidad para demostrar de qué estamos hechos. Puedes dejar que te arruinen la vida o usarlos para conocerte, enfrentarte a tus carencias y, de una vez por todas, dejar de joder a los demás. Tú decides.