El 4 de julio de 1776, los representantes de las 13 colonias británicas en Norteamérica firmaban la Declaración de Independencia, un documento que reconocía a Estados Unidos como nación. Pero 83 años después, todavía existían algunas zonas fronterizas donde los límites no estaban del todo claros. Uno de estos puntos conflictivos se encontraba frente a Vancouver, en un pequeño archipiélago que ambas naciones consideraban suyo. En 1859, soldados británicos tomaron las islas para usarlas como rancho de ovejas y poco después un grupo de colonos estadounidenses también se instalaron allí. El 15 de junio, uno de los colonos mató a un cerdo de los británicos, lo que acabó provocando que solicitaran protección militar ante el temor a la venganza inglesa. El 10 de agosto de 1859, 461 estadounidenses con 14 cañones se atrincheraron sitiados por cinco buques de guerra británicos con más de 2.000 hombres. Y aunque el gobernador británico dio la orden de asaltar la isla, fue desobedecida por el almirante de la flota, asegurando que sería estúpido que dos grandes naciones comenzasen una guerra por un maldito cerdo. A lo largo de la historia encontramos multitud de estúpidos y ridículos motivos por los que las guerras se inician, pero quizá uno de los más idiotas fue el que inició la conocida como Guerra del Asiento: una oreja cortada por un gallego a un indeseable y despreciable contrabandista.
Realmente la oreja fue la excusa, porque había mucho más detrás. Gran Bretaña tenía una serie de beneficios comerciales en la América española a raíz del Tratado de Utrecht de 1715, además de concederle la ocupación de Gibraltar y Menorca. Entre esos beneficios se encontraba el de comerciar libremente en las posesiones españolas el contenido de un navío de 500 toneladas y el asiento de negros, que le concedía el monopolio del tráfico de esclavos en América. El problema era que estos privilegios estaban próximos a caducar y parecía que España no tenía intención alguna en renovarlos.
Esta situación provocó que la South Sea Company, la empresa privada que más se había beneficiado con las concesiones españolas, promoviera el contrabando entre sus barcos, que aprovechaban paradas técnicas en los puertos españoles para vender sus mercancías fuera de los acuerdos firmados.
Consciente de este escenario, Felipe V ordenó que embarcaciones privadas, conocidos como guardacostas, patrullaran las aguas americanas en busca de contrabandistas y corsarios que traficaban con el beneplácito de la corona inglesa. Estos patrulleros buscaban mercantes, sobre los que España tenía derecho a inspeccionar en busca de mercancías fuera de los acuerdos que podían confiscar.
Y uno de estos guardacostas estaba capitaneado por un gallego afincado en La Habana, Juan de León Fandiño.
Desde 1730, este gallego estaba al mando del bergantín “La Isabela”, un tipo de nave muy popular en su época al contar con gran estabilidad y un magnífico equilibrio entre capacidad de ataque, velocidad y maniobrabilidad, que la convertían en un arma letal muy difícil de atacar y de evitar.
En 1731, haciendo uso del derecho que el rey de España le había otorgado, Fandiño divisó al navío británico “Rebecca”, frente a las costas de La Florida, en aguas cercanas a la ciudad de San Agustín, bajo el mando de un despreciable e insignificante contrabandista, Robert Jenkins, y lo abordó.
Tras informar de que iba a inspeccionar el navío, Fandiño se encontró con la resistencia del inglés y, probablemente, con insultos, amenazas e improperios, a los que el gallego respondió atándolo al mástil y cercenándole una de sus orejas de cuajo con una rápida y magistral finta de su espada.
Tras esta acción, Fandiño pronunció una célebre frase que quedaría para la historia: ”Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”. Tras lo cual desarmó al navío inglés, confiscó toda la mercancía de contrabando y le dejó marchar.
Según la incoherente cronología que los ingleses diseñaron para justificar la guerra, Jenkins se presentó 7 años después ante la Cámara de los Comunes de Londres con la prueba de la crueldad de los españoles, su oreja, guardada en un frasco, a pesar de que hay quien dice que realmente la había perdido en una taberna de Jamaica y que incluso llegó al fin de sus días con las dos.
Sea como sea, la oposición parlamentaria, que consideraba la frase del gallego un insulto al monarca británico, forzó al gobierno a pedir una indemnización de 95.000 libras que España se negó a pagar, provocando que el primer ministro, Robert Walpole, azuzado por el populacho, los intereses de la South Sea Company y la mitad del parlamento, declarase a regañadientes la guerra a los españoles el 23 de octubre de 1739, más conocida como la Guerra del Asiento o de la oreja de Jenkins.
Gran Bretaña pretendía hostigar los intereses de España hasta que accediera a acabar con su monopolio comercial en América, por lo que enviaron flotas al Caribe y al Pacífico que no consiguieron su objetivo. La del Caribe hostigó varios puertos españoles hasta que atacaron Cartagena de Indias, donde un heroico Blas de Lezo les propinó la mayor derrota en la historia de la Royal Navy, tan humillante que Jorge II ordenó retirar toda mención de los registros oficiales.
La guerra llegó a su fin en 1748, con la firma del Tratado de Aquisgrán y Robert Jenkins fue compensado con el mando de un barco de la Compañía Británica de las Indias Orientales y el puesto de supervisor de los asuntos de dicha compañía en la isla de Santa Helena.
¿Y qué fue de nuestro gallego, el creador de la excusa que inició una guerra? Se sabe que estuvo al frente de una flota que defendió la ciudad de San Agustín de los británicos y que fue capitán del barco corsario San Juan Bautista, capturado el 4 de junio de 1742 por un barco inglés, donde fue hecho prisionero junto a su hijo Juan José y estuvo retenido durante varios meses. Afortunadamente para él no le reconocieron, y fue liberado en Cádiz, desde donde partió rumbo a La Habana con su hijo, tras lo cual se le pierde la pista.
Así fue como un gallego provocó una guerra, gracias uno de los motivos más estúpidos de todos los tiempos: la oreja del despreciable Jenkins…
Iván Fernández Amil. Historias de la Historia.
Referencias:
es.wikipedia.org
elespanol.com
lavozdegalicia.es
elconfidencial.com
ambito.com
abc.es
lavoz.com.ar
pares.mcu.es
threedecks.org
cofradiapescadoresdellanes.com
diariodepontevedra.es