Pasear por la ciudad es un acto de aprendizaje emocional inconsciente. Cada elemento que forma parte del escenario urbano ha sido testigo de pequeños actos humanos, y algunos, los más antiguos de lo que se decidió calificar como evento histórico. Así se configura una constelación de recuerdos que habita de forma silenciosa la ciudad, sólo a veces, esas pequeñas acciones se muestran como relatos urbanos.
“¿Me guardas un secreto? Estoy organizando una fuga de presos, y busco un cómplice. Primero hay que salir de este bar, luego del hotel, luego de la ciudad y luego del país. ¿Estás conmigo?” Lost in translation (Sofia Coppola, 2003)
La ciudad se construye de una forma orgánica, mediante reinterpretaciones sucesivas de espacios que ya existen, como si cada generación realizase un descubrimiento luminoso capaz de extender o transformar el relato del lugar. Se trata de una búsqueda que no se detiene porque representa una aspiración optimista como afirmaba Tess en la novela de Thomas Hardy “la riqueza no es la clave de la felicidad, sino la forma de ver la vida, de ver el mundo”. Y es que la forma en la que se observa el mundo es la que acaba por determinar su realidad. En las últimas décadas se ha producido un proceso de profanización de la cultura como indica el sociólogo Max Weber (1864-1920), en la que la racionalización cada vez mayor de la vida humana conduce a una “noche polar helada” o “jaula de hierro” en la que el control y las reglas desnaturalizan el hábitat social. Quizás por eso, las pequeñas historias que transmiten algunos rincones de la ciudad tienen la capacidad de hacer desaparecer cualquier límite real, porque el ser humano, como indicaba Nicolás Malebranche (1638-1715) “antes de su pecado no era el esclavo, sino el señor absoluto de sus pasiones”.
La construcción colectiva de la ciudad se produce a través de acciones que finalizan los proyectos urbanos. Se conforma una simbiosis en el caso de obras clásicas y una complicidad en el caso de las nuevas intervenciones, que teje la cotidianidad con la utopía. La cotidianidad representada por el uso y la acción humana, actúa sobre el proyecto que de forma abstracta materializa la utopía. En esa relación entre los dos conceptos se produce el paralelismo entre razón e imaginación, porque al prescindir de la imaginación se desvanece el contacto con la realidad, algo que el idealismo y el empirismo comparten: la imaginación define el límite de la razón (‘La imaginación en la filosofía de Hegel’, A. Rojas).
El comercio es una de las herramientas esenciales para el proceso de humanización de la ciudad. La presencia de locales que fomenten la diversidad de actividades crea una serie de dinámicas que definen flujos urbanos capaces de revitalizar el espacio público. Pero, además, la ausencia de homogeneidad entre los diferentes comercios establece un conjunto de jerarquías personales que se organizan en función a los intereses individuales o a las dinámicas del día. Cada red urbana personal se superpone con la del resto de ciudadanos creando una malla de intensidades variables que se ve afectada por las horas del día, del año, los eventos de la ciudad o los cambios poblacionales. De alguna manera, en esta compleja red los comercios más longevos se ubican como nodos esenciales, en términos estructurales y lingüísticos.
“De la feria de Chicago de 1893 vino la ideología arquitectónica que considera una ciudad como un monumental patio de honor separado radicalmente de un área profana y pecaminosa llena de concesiones […] No hay la menor evidencia, al proceder así, de que se sienta la ciudad como un organismo, una matriz digna de sus monumentos y en buenos términos con ellos […] La pérdida es tanto social como estética” Elbert Peets
La diversidad de los comercios teje una red que, si se encuentra integrada dentro del tejido residencial de la ciudad es capaz de catalizar el progreso de determinadas áreas urbanas puesto que refuerza la humanización del soporte construido. Pero como cualquier actuación urbana, siempre existe una componente memorística que permite leer las trazas de las dinámicas pasadas. Así la generación de nodos a partir de los comercios que se establecieron antes, define un conjunto de áreas de influencia en torno a sí, y ocupan un lugar singular en dicha red. En A Coruña, algunas calles pertenecientes a los barrios de la pescadería, ciudad vieja, ensanche o Montealto se pueden asociar de forma unívoca a uno o varios locales comerciales y, en algunos casos estos han sido capaces de caracterizar su entorno.
La Gran Antilla
La Gran Antilla es uno de los comercios más destacados de la calle Riego de Agua. Situado frente al Teatro Rosalía (calle Riego de Agua, 54) de Castro es una obra del arquitecto Julio Galán Caravajal (1875-1939) construida aproximadamente en 1901 (si bien el negocio existía desde 1888). La autoría es una atribución plausible, ya que fue Galán Carvajal quien proyectó el edificio (una de sus primeras obras en la ciudad) y se asume, dada la documentación existente que fue también quien desarrolló el bajo comercial. Y si bien el local se mantiene fiel al proyecto original, algunos elementos ya fueron modificados pocos años después de su inauguración como el rótulo de acceso, anteriormente “ultramarinos la Gran Antilla” o los colores del local que eran más apagados.
En A Coruña, aún se mantienen algunos locales modernistas, pero no tantos como en otras ciudades. La presencia de ambientes modernistas en locales comerciales se convierte con la percepción contemporánea en imagen corporativa capaz de definir una atmósfera que envuelve al producto que se despacha. La antigua casa Figueras (1846), el café de la ópera (anterior chocolatería La mallorquina,1890), confitería J.Reñé (1901), la Cerería Subirá (1761, 1847), Camisería Bonet (1890), El Paraigua (1898) o els 4 gats (1897), situados en Barcelona son ejemplos con los que establecer un paralelismo compositivo. La libertad creativa se muestra en este tipo de locales a través de su ornamentación que envuelve no sólo a los elementos constructivos de fachada, sino también al mobiliario, revestimientos y acabados.
La Gran Antilla es un local de gran transparencia, ya que desde el exterior se puede percibir la morfología interior. Esto es posible gracias a la composición mediante grandes huecos que se organizan a través de una simetría cuyo eje es la puerta de acceso. A ambos lados de la puerta se sitúan dos espejos, en los espacios que ocuparían expositores o anuncios, mientras que el resto de la fachada estaría formado por las enormes lunas de vidrio. Cada uno de estos huecos se separa mediante costillas verticales de madera que indica su aproximación a los extremos con volutas. En el encuentro inferior con el zócalo se producen cuatro pliegues, siendo el superior más abultado. En el encuentro superior, las costillas se abren ramificándose como una planta. Estas costillas que marcan el ritmo de la fachada no son únicamente adornos, si no que cumplen una función estructural de refuerzo para sostener la marquesina donde se emplaza el rótulo. El aprovechamiento de un elemento estructural, como elemento decorativo a través del lenguaje modernista, subraya el carácter orgánico de la composición mostrando una intención conceptual: la fachada es un conjunto vivo que se ‘mueve’. Al mismo tiempo el lenguaje orgánico del modernismo muestra una imagen de fragilidad o delicadeza constructiva que no es real.
Letras en la fachada
El rótulo se sitúa dentro de una marquesina, que se remata en sus extremos con dos cariátides sobre un pequeño resalte geométrico. Estas piezas dotan de equilibrio compositivo a la fachada incorporando un elemento característico de este lenguaje. La tipografía del rótulo, realizado sobre una superficie brillante, es también modernista, caracterizada por una cierta tendencia a las formas vegetales. Sin embargo, a pesar de la profusión decorativa de la fachada, esta presenta una imagen discreta que sólo se ve alterada por el color y por la decoración a partir de palabras situada entre las costillas que enmarcan los límites del local. El color se introduce en la fachada en dichos extremos, pero también sobre el zócalo inferior, y se realiza a partir de un tono amarillo ejecutado con azulejo. El uso del azulejo además de ser un material característico en el modernismo garantiza la durabilidad del revestimiento y su buena conservación al exterior, especialmente frente a la lluvia. Este material se prolonga hacia el interior del local de tal forma que produce una desmaterialización perceptiva del vidrio. En los azulejos situados en los extremos aparecen palabras con una tipografía más libre que el rótulo del local, es más, se trata de letras fluidas que destacan por su tono rojo y porque están escritas en otro idioma: épicerie, patisserie, shop of eatable, pastry cook shop, francés e inglés respectivamente indicando que es una ‘tienda de comestibles’ y ‘pastelería’.
El mobiliario interior, realizado en madera, es una obra de carpintería precisa. Tras los expositores laterales se coloca un espejo que amplifica la luz natural, y el techo se trabaja creando un pequeño artesonado de casetones para provocar un cierto relieve. El frente del local oculta las puertas laterales que dan a la trastienda y además está compuesto de tal forma que concentra la atención sobre el reloj, situado en una posición central.
A pesar de la singularidad del lenguaje modernista, el local se integra en el regionalismo local con pequeños gestos, como el zócalo inferior de granito o la transición hacia la galería a través de la primera planta que aún incorpora algún elemento decorativo modernista en los recercados y la rejería de los balcones.
La vraie vie
El flaneûr contemporáneo pasea por la ciudad con una pátina de vraie vie, a la manera de Riumbaud, es decir contemplando la realidad tal y como es, con sus imperfecciones, vanidades y singularidades expuestas. A veces, parece, que “estamos dejando de pasear por la ciudad”, como indican algunos escritores, sin embargo, algunas obras buscan, no sin cierta melancolía, recorrer la ciudad prestando atención a cada detalle. Estos Walkscapes (Franceso Caeri) construyen el conocimiento consciente de una ciudad emocional, aquella en la que los detalles nuevos, o los que siempre estuvieron se quedan fijados en la memoria colectiva.
“Ciudad es ante todo plaza, ágora, discusión, elocuencia. De hecho, no necesita tener casas, la ciudad; las fachadas bastan. Las ciudades clásicas están basadas en un instinto opuesto al doméstico. La gente construye la casa para vivir en ella y la gente funda la ciudad para salir de la casa y encontrarse con otros que también han salido de la suya.” José Ortega y Gasset
La ciudad y sus detalles dibujan un espacio instintivo de recuerdo y relaciones humanas. Sólo es necesario reconocer las huellas o quizás volver a pasear por la ciudad.