Hay lugares capaces de crear imágenes imborrables. Incluso cuando estas ya no existen se forman involuntariamente como apariciones en la memoria. De forma personal o colectiva, ese conjunto de recuerdos construye una realidad que, como en una obra de ciencia ficción recrea el escenario paralelo de una historia común. Lo que ocurre, como todo aquello que atraviesa el filtro de la subjetividad, es que se ensambla con imprecisiones y percepciones derivadas de la propia personalidad. El pintor Paul Klee explicaba que “si cada uno de nosotros confesara su deseo más secreto, aquel que inspira todos sus proyectos y todas sus acciones” buscaría que lo elogiasen, pero esa necesidad es “una debilidad miserable y humillante, nacida de un sentimiento de soledad y e inseguridad del cual sufren los fracasados y los afortunados”, por ello quizás optamos por la situación menos deshonrosa. El silencio no desvela las inseguridades, tampoco las humillaciones, sólo dibuja una elipsis que preserva la dignidad.
“A los ojos del provinciano y al extranjero, toda la vida parisina paree centrarse aquí, en sus escaparates, las terrazas de sus cafés, y las puertas de sus teatros, entre los vehículos y la mirada de esas señales iluminadas que, por la noche y en la distancia, aparecen como el cartel celestial previsto por Villiers de l’Isle Adam en uno de sus Contes Cruels.” Léon Descaves “Of Open Spaces”.
La elipsis dibujada por una pequeña ocultación tras la imagen icónica reconstruida por la memoria, se convierte en una herramienta de corrección y homeostasis social. El equilibrio arquitectónico no es más que una adecuación compositiva aparente que, en realidad, crea un urbanismo ordenado, sin particularidades derivadas del diseño, sino del propio soporte natural o histórico. En algunos fragmentos urbanos, la ordenación morfológica y la unidad estética ocupan una posición estructural que apaga las singularidades aparentes. La homogeneidad compositiva es una condición de equilibrio perceptivo: todo se muestra en un orden predecible al observador, pero como reflexionaba Louis-Ferdinand Céline, los hombres se dividen en dos categorías “los exhibicionistas” y “los mirones”. Existe el placer de mostrarse, pero también el de mirar incluso más allá de la voluntad imprecisa. Casi como un acto obsesivo, ser un mirón de la arquitectura de la ciudad permite crear una imagen que no es subjetiva, sino alternativa. Una construcción de singularidades que articulan la ciudad invisible a aquellos que únicamente se muestran sin observar.
La estética rígida y la estética flexible
El trabajo del arquitecto, insertado dentro de estos parámetros se convierte en un ejercicio técnico-creativo que media entre miradas y exhibiciones. Ser visto y ser observado no es lo mismo, especialmente en arquitectura. Pero desde una disciplina creativa la construcción de la ciudad, y el proceso del proyecto, aunque excitante siempre está bañado en una realidad ineludible que Constantino Cavafis expresaba como “No hallarás nuevas tierras // no hallarás otros mares// La ciudad te seguirá // Vagarás por las mismas calles”.
A pesar de todo, la ciudad es la ciudad, con sus inercias sociales, sus lugares atados a la memoria colectiva, sus sonidos y su historia. Por ello la intervención arquitectónica es una labor ardua que se retuerce en el marco normativo, rígido en ocasiones, y busca crear una obra al servicio de la sociedad de la forma más honesta y sensata. La estética, dentro de este organismo adaptable que es el proyecto, emerge como el demiurgo de la imagen del edificio y de la ciudad, un conjunto de conceptos con los que el arquitecto trabaja la posición de su edificio dentro del conjunto.
La plaza de María Pita representa una de las intervenciones más interesantes del cambio de siglo (1859-1959). La plaza mayor de una ciudad representa, en España, un lugar fundamental de la vida social de un lugar. El carácter simbólico y representativo de las instituciones se combina con el espacio para la expresión del pueblo. Las plazas mayores de Salamanca o de Madrid son intervenciones homogéneas en torno a algún edificio institucional para el poder de la ciudad. En ellas los símbolos locales se mezclan con una estética que busca la homogeneidad del espacio como si este fuese un espacio interior, como un gran salón del pueblo.
La rigidez de estos proyectos sustituye a la naturalidad con la que el espacio público toma forma dentro del urbanismo de la ciudad. En el caso de Madrid incluso representa un recorte geométrico dentro de la trama desorganizada tradicional. En A Coruña, el proyecto de la plaza de María Pita es posible gracias al derribo de las murallas de la ciudad vieja, de tal forma que el espacio situado frente a las puertas de acceso a la ciudad se convertirá en el espacio libre para situar la nueva obra, una plaza cuadrada de 150 varas de lado (125m, aunque finalmente serían 111,20m).
Una plaza y una manzana
El plan de la Plaza de María Pita, es amplio y complejo de explicar, pero en él se establece un concepto clave: la homogeneidad estética. Esta estrategia permite que el espacio se conciba como un gran salón abierto, enfocado hacia el Palacio del Ayuntamiento como elemento compositivo simbólico y representativo. Cada uno de los edificios de la plaza debe, así responder a un proyecto unitario desarrollado por Faustino Domínguez y Domínguez, quien lo concibe como una obra ordenada y con una estética monumental y regionalista al mismo tiempo. Todas las fachadas que dan a la plaza son similares y, presentan unas variaciones tan leves entre sí que incluso a quien observa con cuidado le resulta difícil de detectar. Sin embargo, la fachada opuesta, no está sometida a ninguna condición estética estricta, por lo que su diseño puede ser más libre. Así aparecen propuestas tan interesantes como el Diente de oro, o el número 3 de la Plaza de María Pita.
El número 3 de la plaza de María Pita se integra dentro de una manzana desarrollada por los arquitectos Eduardo Rodríguez Losada y Rafael González Villar. Rodríguez Losada es el autor de los números 3, 5 y 6 de la Plaza de María Pita y 9 y 11 de la calle Capitán Troncoso, y González Villar del número 4 de la Plaza de María Pita y el 13 de la calle Capitán Troncoso. Los proyectos se llevaron a cabo en 1933 y, de entre ellos, destaca la esquina que da hacia la calle Puerta de aires correspondiente al número 13 de la calle Capitán Troncoso y el número 3 de la Plaza de María Pita. Ambas parcelas se unifican mediante una envolvente común que sólo se interrumpe en la fachada que da a la plaza. En 1890 se había tramitado el primer expediente para urbanizar los solares 5, 6 y 9, pero no será hasta 1933 que se iniciaron todos los proyectos de esta manzana que se distribuyen en tres solares propiedad de Ignacio Pardo González. Construidos por Víctor Díaz, los primeros proyectos fueron desarrollados por Rodríguez Losada (Plaza de María Pita, 3,5 y 6, Capitán Troncoso 9 y 11) y el número 4 de la Plaza de María Pita y 13 de la calle Capitán Troncoso unos meses después por González Villar. Sin embargo, se produjeron varios cambios tras el inicio de la construcción y el número 3 de la Plaza de María Pita de unificó con el número 13 de la calle Capitán Troncoso, con acceso desde la calle Puerta de Aires a un único núcleo de escaleras. Esta organización interna se volvió a modificar posteriormente. El edificio presentaba así dos viviendas por planta. La vivienda que da hacia la plaza tiene una dimensión mayor que la que da hacia la calle posterior, en torno a los 100m2 la primera y entre 60-70 la segunda. Aunque esta distribución ha podido variar respecto al proyecto de unificación de 1937.
Envolventes y contrastes
Esta manzana, y especialmente el número 3 -13 (María Pita-Capitán Troncoso) son una muestra de los contrastes estéticos que pueden existir dentro de un mismo instante. La fachada hacia María Pita responde a la rigidez del proyecto unitario de la plaza, mientras que la envolvente hacia la calle Puerta de Aires y calle Capitán Troncoso se compone mediante una disposición eclética de elementos decorativos propios del modernismo y el art Dèco, incluyendo en ella el color, que actúa como un catalizador estético que consolida el proyecto. La primera singularidad de la envolvente no-rígida, es que la propia volumetría se quiebra y curva de forma clara y dinámica. Mientras en las tres primeras plantas se mantiene una conexión en arista recta, las dos últimas se unen mediante una curva. Además, hacia la calle Capitán Troncoso se produce un retranqueo en dos tercios de la primera planta. Sobre esta volumetría quebrada se establece una composición jerarquizada que divide la fachada en tres grupos: la primera planta, la última planta y las tres plantas centrales.
Los huecos de la primera planta y los de la última se conectan entre sí mediante cornisas, que en la planta baja presentan mayor grosor que la superior. En las tres plantas centrales, sin embargo , los huecos se conectan siguiendo la directriz vertical, mediante la prolongación de los recercados. En los dos antepechos que se generan entre estos huecos hacia el exterior, se coloca una gran guirnalda decorativa de aspecto vegetal. Este motivo decorativo se repite entre los machones de la última planta, pero adquiere una dimensión menor incorporando un hueco en el centro. El conjunto del edificio se remata con una gran cornisa en la conexión de la fachada con la cubierta. El detalle más interesante de todo el conjunto es el contraste entre la arista y el desarrollo curvo, su abstracción es tal que, en sí misma, se constituye como un gran elemento decorativo. Además, los recercados de los huecos de la primera planta incorporan pequeñas columnas con capiteles de motivos vegetales.
La fachada principal hacia María Pita pierde su presencia en favor de una fachada secundaria que, en realidad, resulta más interesante. El contraste entre las fachadas es una cuestión estética determinada por la normativa, ya que la materialidad de la edificación es la misma: estructuras de hormigón armado, muros de hormigón en las medianeras, chapado de sillería en las zonas de los soportales y revoco con mortero en las molduras y elementos decorativos. La planta baja se ha transformado en numerosas ocasiones, por lo que no responde al proyecto original.
Realidades poliédricas
La artista afroamericana Mickalene Thomas refleja en sus pinturas una realidad magnética. La clase de atracción propia de aquellas obras de arte que esconden realidades poliédricas, que ante una imagen de apariencia armónica se puede percibir un pasado de profundas raíces.
“Con la fotografía, has capturado un momento (sólo ese momento) y en la pintura, juegas con él; manipulas cómo se presenta el tiempo” Mickalene Thomas
Las imágenes de la ciudad componen un extraño carrusel entre la realidad y la ficción. Muchas de ellas parecen inmóviles, pero otras permiten jugar con quien las observa con curiosidad. El tiempo se constituye para la arquitectura como una variable maleable, en la que el contraste, la sorpresa o el juego están permitidos. Y es el tiempo como realidad polifacética, el que impide que la ciudad se quede en silencio, y es que hasta el susurro más discreto forma parte de su biografía.