El 20 de Octubre de 1973 tuvo lugar el acto de inauguración de la Ópera de Sidney, un acto muy relevante para la historia de la ciudad en el que sin embargo, faltaba alguien. El arquitecto que había diseñado el magnífico edificio que ya era icono y vanguardia del país, no había acudido a la ceremonia. Jorn Utzon, de origen danés había ganado en 1957 el concurso para la construcción de la ópera, y apenas nueve años después fue obligado a renunciar a la dirección de obra y abandonar el país. Desbordado al no poder controlar el presupuesto de la obra que las autoridades había subestimado de forma deliberada, y asumiendo en gran parte algunos aumentos derivados de a gestión estructural de su amigo Ove Arup, Utzon fuertemente presionado y agotado abandona el proyecto. Años después, cuando en 1998 le otorgaron las llaves de Sídney en agradecimiento a su diseño que se constituía internacionalmente como imagen reconocible de la ciudad, fue el alcalde quien tuvo que desplazarse a Dinamarca para hacerle entrega de ellas. Había rechazado algunos galardones más por la ópera, de hecho, apenas unos años antes, Utzon había dicho sobre esta dolorosa polémica “si te gusta la obra de un arquitecto, le das algo para construir, no una medalla”. Y es que no siempre es fácil ser el primero. Ser señalado como vanguardia impone un cerco de responsabilidad que en ocasiones esconde extrañas presiones incontrolables.
Algunas veces, sin embargo, desarrollar un proyecto desde el abismo de los pioneros establece una praxis, o quizás tan sólo una manera de observar que deriva en una forma natural de hacer. Las intervenciones adelantadas a su tiempo, no establecen unos límites rígidos o unas normas no escritas sobre cómo intervenir, aunque estas puedan existir de forma ajena, sino que describen una postura, una mirada. Y es que, el primer contacto con una creación de carácter abstracto define la manera en que será interpretada.
El pintor Miguel Ángel afirmaba que “no se pinta con las manos, sino con el cerebro”. La mirada, al igual que las manos, se constituyen solo en herramientas que captan o producen información y códigos que han de ser interpretados por la mente. Cuando los pensamientos que colapsan en la mente del artista o del creador se armonizan con los del observador, se producen una pequeña catarsis individual. La obra de arte es comprendida, con mayor o menor profundidad, y a partir de ese punto disfrutada. Y sin embargo, la Capilla Sixitina es visitada de forma equivocada con respecto a como Miguel Ángel concibió la observación de su obra, debido a los recorridos del museo provocando una interpretación incompleta o incorrecta. La entrada a la capilla debe realizarse encontrando de frente El Juicio Final, para después elevar la mirada a la bóveda y devolverla de nuevo hacia el muro. Así es como Miguel Ángel concibió la organización interpretativa de una sala en la que se iban a tomar importantes decisiones para la Iglesia. La posición deliberada de El Juicio Final, así como el resto de los pasajes representados en la bóveda expresan la memoria, pero también sirven de advertencia moral ante las decisiones determinantes, como la presencia del tapiz con una copia del Guernica (Pablo Picasso, 1937) en el acceso del salón del Consejo de Seguridad de la ONU en Nueva York.
Una nueva forma de mirar la ciudad
Hay formas de mirar que conducen a formas de hacer. El planeamiento urbanístico es una herramienta que permite organizar la estructura de la ciudad o del territorio, es decir, del hábitat, mediante normas y estrategias que buscan un orden desde una previsión de futuro. El contexto de los planes urbanos es un factor determinante en su comprensión ya que estos siempre se encuentran en medio de un razonamiento prescriptivo, que conviene en dibujar el posible futuro, aunque este, es siempre incierto. Si la posición de la arquitectura no puede desvincularse de la filosofía del momento, ni de los conceptos esenciales que rigen socioculturalmente los tiempos en los que se construye, el planeamiento tampoco, sólo que como en toda gran escala, la dilatación de los tiempos de ejecución se ve afectada por trasformaciones morfológicas.
Hay grandes proyectos urbanos que parecen forma parte de la topografía urbana, su volumetría parece haber emergido del terreno a pesar de mostrar una rigidez geométrica perfecta. La naturaleza no genera territorios geométricamente puros (salvo raras excepciones sorprendentes), pero la naturaleza ordenada al extremo de algunos espacios urbanos define el espacio público a la forma del privado, como si el proyecto fuese el de un espacio comunitario cerrado, y es que quizás lo es. El contraste conceptual entre la plaza proyectada a partir del planeamiento decimonónico y de principios de siglo XX y la calle tradicional es precisamente ese pequeño matiz, en el que la calle se interviene de forma plana, sólo en sus fachadas, mientras que la plaza se concibe como un espacio cerrado público, o quizás semipúblico. La ciudad comenzaba a organizarse, no sólo en el sentido compositivo de su estructura urbana, sino también a nivel social, el antiguo régimen se descomponía en Europa, dando lugar a los movimientos obreros y ciudadanos, emergían nuevas identidades comunitarias de diferentes escalas: local, regional, nacional…que determinaban un nuevo dibujo urbano.
La plaza es un lugar de reunión, y frente al dinamismo de la calle, esta se concibe como un espacio de estar, por lo que la organicidad y la asimetría en conciliación con el territorio no es una posibilidad. Por otra parte, como contrapartida a la nueva sociedad, aumenta la represión de las autoridades que temen rebeliones al estilo de la Revolución Francesa, por lo que muchas corrientes higienistas (que buscan ciudades más limpias y sanas para sus habitantes con infraestructuras modernas) son en realidad estrategias de intervención que arrastran mecanismos de control social como los desarrollados por el barón Haussmann en París. La interpretación de la ciudad, en el momento de los primeros planes urbanos se encuentra sometida a una perspectiva polifacética pero que responde a un único concepto de identidad y construcción del espacio público pionero. De forma involuntaria y silenciosa, los nuevos desarrollos a partir del nuevo contexto sociocultural, estaban creando una nueva forma de hacer arquitectura.
Una plaza perfecta
La plaza de María Pita es una de las intervenciones urbanísticas más interesantes de la ciudad, ya que explica en gran medida la evolución y el cambio sociocultural de la población. No se trata de un elemento memorístico más, sino que expresa la transición del pensamiento y las transformaciones orgánicas que sufre una determinada atmósfera urbana. Concebida al modo de las plazas mayores, el cambio comienza con el derribo de las murallas, límite y símbolo de un régimen político y social que carece de sentido frente a la ciudad burguesa. La fragmentación de espacios creada por la muralla impide las dinámicas sociales que se atisbaban con el cambio del siglo.
El planeamiento de la Plaza de María Pita es complejo, y se desarrolla y adapta a lo largo de varias décadas. La voluntad de dotar de armonía geométrica y uniformidad a la fachada interior de la plaza desencadena un largo proceso que sería objeto de análisis específico, con la expropiación de terrenos, derribo de murallas y otras edificaciones, para posteriormente parcelar y organizar una serie de ordenanzas que determinen compositivamente la fachada continua resultante. En este largo proceso iniciado a mediados del siglo XIX intervienen arquitectos como José María Noya, Faustino Domínguez y Domínguez, Juan de Ciórraga o Faustino Domínguez Coumes-Gay entre otros. Pero, dejando el prólogo que constituye el proceso de organización de la plaza a un lado, resulta interesante plantearse ¿cuál fue el primero?
Tras un proceso de intervención urbana tan complejo que recuerda a las actuaciones de ‘sventramento’ de la Roma de Sixto V, denso, largo, cargado de pequeños detalles y condicionantes ¿quién lo pone en práctica primero? Y es que construir una vivienda tras realizar un proyecto implica siempre una alta carga de responsabilidad, pero si además esta se encuentra envuelta en una legislación que busca impulsar el desarrollo urbano de la ciudad en uno de los lugares más icónicos de esta, la presión de las miradas detenidas sobre una pequeña obra que buscan una revelación catártica, puede convertirse en un compromiso asfixiante.
El primer edificio de la plaza María Pita
El 5 de junio de 1865 se concede la primera licencia de obra en el, entonces denominado, Campo do derribo. La casa ocuparía los nombrados en la primera ordenación como solares 1 y 2 correspondientes al vértice suroeste de la futura plaza (actualmente se corresponden con el número 20 de la Plaza de María Pita, las calles Riego de Agua y Fama y avenida de Montoto, 9). Si con ser la primera no fuese suficiente, esta parcela incorpora, además, una pequeña particularidad y es que el proyecto debía absorber la conexión con la calle Riego de Agua manteniendo la homogeneidad al interior, así como una escala aceptable, algo ya contemplado en el plan urbanístico.
El propietario de la parcela, Augusto J. de Vila promueve la construcción del edificio cuya dirección de obra corre a cargo de Juan Bautista de Aguirre (se desconoce el arquitecto proyectista). Ser el primero no es fácil, y el propio día que se le concede licencia aparecen los primeros matices, en los que el ayuntamiento apunta ciertas variaciones con respecto a las indicaciones del plan, especialmente con respecto a la composición de la fachada. El informe de Juan de Ciórraga describe con detalle los defectos del proyecto que no cumple la altura, ni los parámetros definidos para el bajo. En la sesión del 22 de agosto de ese mismo año se presentan las correcciones y se concreta la definición de las fachadas hacia la calle Riego de Agua, calle Fama y calle Montoto.
Resueltos los aspectos compositivos, otro de los problemas es la conciliación de la rasante de la calle, que resulta diferente en cada una de las fachadas. Esta circunstancia provoca que la normativa se flexibilice para permitir la adaptación del edificio a las diferentes alturas. También tuvo como consecuencia el recalce de algunas de las construcciones preexistentes en la calle de la Franja. Las concesiones realizadas en este primer edificio sientan ciertos precedentes que no siempre son admitidos en los proyectos que se realizaron después.
El edificio cuenta con cinco plantas (incluyendo lo que en aquel momento se denominó ático), y bajo. En cada una de ellas se organizaban las viviendas, entonces de 400m2, aunque al poco tiempo se realizaron particiones interiores. El ático se componía de cuatro viviendas de menor superficie. Si bien la distribución no era muy diferente de la de cualquier vivienda burguesa del momento, la composición de la fachada, así como la volumetría, se convirtieron en respuesta a la planificación de la que sería la principal plaza de la ciudad. Las fachadas combinan las galerías, los huecos y las arquerías. Las arquerías se sitúan en la planta baja, los huecos con balcón en la primera y segunda planta y galería en las dos restantes (tan sólo una planta en la fachada hacia el interior de la plaza). El ático, se retranqueaba respecto al plano de la galería.
Los acabados de la fachada revocados en blanco realizando las aristas y los recercados de los huecos en granito, responden al lenguaje arquitectónico establecido para la vivienda burguesa en A Coruña. Las galerías se construirían en madera pintada de blanco. En esta primera intervención la decoración superpuesta al lenguaje arquitectónico regionalista es discreta y somera, apenas pequeños motivos geométricos o clásicos. La fachada hacia la marina incumple la normativa ya que la galería ocupa desde la primera planta hasta la altura de cornisa, aunque este defecto se justificó aludiendo que no se podría edificar frente a ella a pesar de la oposición del arquitecto municipal Juan de Ciórraga (ocupó dicho cargo de1864 a 1890), tal como apunta Xosé Lois Martínez en “A praza de María Pita (1859-1959)”. Esta irregularidad, sin embargo, se reprodujo en todos los edificios con fachada hacia la Marina excepto en el Diente de Oro, y la Casa Rey…cosas de ser el primero. Una ‘irregularidad’ que explica un paisaje urbano icónico la brillante fachada de la marina coruñesa.
La fachada hacia la calle de la fama resulta peculiar, ya que no parece ser un plano secundario. En esta fachada las galerías se disponen de forma simétrica a un cuerpo central que se singulariza saliéndose levemente de la alineación. La simetría y la voluntad de distinguir dicho cuerpo central tienen que ver con la existencia de la Plaza Vella o Plaza da Verdura (en la que se encontraba la fuente de la Fama), que tiempo después desaparecería con el desarrollo del proyecto de alineación y ensanche de la calle Luchana y la construcción de nuevas edificaciones. De hecho, la escala de la calle de la Fama resulta extraña con respecto a las colindantes, quizás demasiado rígida para pertenecer al barrio de la Pescadería.
La última de las singularidades que incorpora una edificación aparentemente neutra e integrada es el “puente” y los dos arcos que dan acceso a la plaza de María Pita. En 1883 el arquitecto Faustino Domínguez y Domínguez proyecta y construye esta pequeña pieza de conexión. La obra es dirigida por Juan de Ciórraga. Esta pieza consolida la intención de homogeneidad del proyecto urbano de María Pita, buscando que la estética conceptual no varíe hasta el punto de producir alteraciones formales.
El conocimiento inútil
La presencia de las formas clásicas establece una atmósfera clara que parece no esconder irregularidades o secretos. La monumentalidad de algunos edificios, la presencia de elementos rígidos o clásicos dota de anclaje interpretativo al observador que a veces no imagina las irregularidades o sorprendentes historias que revela una imagen de apariencia tranquila o icónica.
Hay un cuadro de Santiago Rusiñol que representa a una hermosa mujer tumbada en una cama con un camisón blanco. La escena sugiere una cierta relajación y tranquilidad, pero en realidad representa una dura realidad revelada por el título de la pintura ‘La morfina’. La ópera de Sidney elevada a icono oculta la historia de su arquitecto, y los templos griegos las correcciones ópticas que se replicarían una y otra vez en cada edificio que los copiaba: la curvatura del crepidoma, la éntasis del fuste, o el rompecabezas de la columna en esquina. La rigidez de la forma arquitectónica no siempre es honesta con sus planteamientos iniciales. La puesta a prueba de la normativa a través de propuestas pioneras en su tiempo, pone de manifiesto las fragilidades de la voluntad humana, consciente de su imperfección y necesidad de adaptar sus propias normas al medio que habita.
“Caballeros, ustedes tienen aún que descubrir el valor del conocimiento inútil” Erwin Panofsky
Quizás para comprender o interpretar una obra de arquitectura a la perfección sea necesario una cierta familiaridad con ciertas cosas inútiles, “¿les resulta familiar la Alexandra de Lycophron? ¿entienden el significado de Virgilius Maro Gammaticus?, ¿el de los estudios Asirios de Hiob Ludoph? ¿el Somnium de Kepler?” preguntaba Panofsky, para definir esos conocimientos que quizás no aportan un conocimiento estructurado, sino que sirven como catalizador de una reflexión, una crítica o una interpretación. La imperfección o el desconocimiento se encuentran en el proyecto, pero también en la interpretación de la obra, ser el primero en realizar algo implica una mayor responsabilidad y mucha presión, pero también permite el lujo de conjurar algunos pequeños trucos.