La vida quizás tenga demasiadas definiciones conceptuales. Un pequeño empeño humano en comprender la realidad de su propia existencia y aquello que le rodea. Pero la expresión de la vida, sea posiblemente más interesante que la propia definición de una biografía científica. El arte se convierte de forma espontánea en una narración de las experiencias vitales colectivas. Una expresión capaz de mostrar, sin complejos la biografía humana, aunque a veces, como apuntaba Pier Paolo Pasolini: “La tragedia es que ya no hay seres humanos, hay máquinas extrañas que chocan entre ellas”. Y, sin embargo, hay personas que se escapan a una definición tan desalentadora. Vidas que muestran la capacidad extraordinaria del ser humano para hacer de su presencia en el mundo algo único, rico y magnífico.
Hay arquitectos que merece la pena conocer, especialmente aquellos en las que obra y vida se mezclan a través de una pasión incansable por el arte y la cultura. De alguna forma, como sucede con iconos de otras disciplinas, algunos arquitectos se envuelven de forma natural de una singularidad bohemia que los posiciona entre la mesa de dibujo, el taller de carpintería y el estudio del artista. Dylan Thomas, renovador de la literatura inglesa del siglo XX, y su modesta Boat House en 1949, el escritor Richard Heinberg y su refugio en el patio de su casa, George Bernard Shaw y su pequeña cabaña de Saint Albans en Hertfordshire, trabajan en atmósferas que constituyen realmente una extensión de su propia mente.
El estudio del arquitecto
Los peculiares talleres de Jackson Pollock, Arshile Gorky o Mark Rothko, ordenadamente caóticos, muestran otra forma de pensar. La popular imagen del estudio de Francis Bacon, con pruebas color por las paredes, botes, pinceles, trapos acercan al observador a una forma de entender la creatividad que se rompe, de forma sorprendente, cuando dentro de él se sitúa su protagonista, el artista. La imagen del espacio creativo habitado, tiende la mano a la sociedad mostrando de forma naturalista aquello que habitualmente se oculta tras una singular pieza de arte. El estudio de algunos arquitectos es un lugar que une las atmósferas de la creación desde la mirada técnica. Es quizás esa componente técnica la que ordena un poco más el espacio, y construye un lugar sereno, ordenado o desordenado en el que el dibujo, la técnica, los libros y la creatividad se mezclan de forma orgánica sin explicación sencilla. No siempre es así, pero algunos arquitectos habitan ese espacio. Pero como lo inexplicable, esconde un pequeño truco. Ese espacio, en lugar de ser una extensión de la mente del arquitecto, lo es en realidad de su biografía, un cúmulo de experiencias que, como marcas o cicatrices sobre el cuerpo, pueden percibirse en los pequeños detalles de una atmósfera aparentemente sencilla.
“En general, analizando las arquitecturas, no es difícil para los expertos deducir los procesos mentales que han motivado a los creadores, que han ido guiando la evolución de sus obras. Al parecer una inflexión, al producirse un viraje puede explicarse el cambio, incluso la mutación, por la incidencia de un poderoso estímulo exterior. Con Molezún no es tan sencillo. No parece lógico que el proyecto del Museo de Arte Contemporáneo, el Instituto de Herrera de Pisuerga o la casa de la Moraleja, se produzcan como consecuencia del redescubrimiento de Gaudí, la asimilación de Wright, el rechazo de Oud o el prurito de la ‘modernidad’. A mí me parece que, en lugar de buscar en él estímulos exteriores inmediatos, habría que pensar que los orígenes están en el viaje de 100.000 kilómetros en motocicleta en el verano de 1950” Miquel y Suárez-Inclán, L. ‘Ramón Vázquez Molezún: arquitecto’. Citado en ‘Los viajes des-velados de Ramón Vázquez Molezún’ de Marta García Alonso, 2010
En la obra de Ramón Vázquez Molezún (1922-1993) sus viajes se mezclan con su brillantez creativa, conocimientos técnicos y una facilidad excepcional para la arquitectura. En 1948 obtuvo su titulación de arquitecto en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, y al año siguiente consigue la beca de pensionado de la Academia de España en Roma. Esa experiencia desde 1949 a 1952, macará profundamente su formación como arquitecto siendo referencia constante de su obra, Los viajes de los arquitectos modernos por Europa tras sus años de estudio, eran una tradición que estaba destinada a completar la formación teórica con la experiencia del lugar. Pero como en toda experiencia vital, esta representa algo diferente para cada persona. Molezún aprovechó su beca, no sólo para formarse en Roma, sino para viajar por Europa conduciendo una Lambretta C125 que se compró al poco tiempo de llegar a Italia. Ese vehículo, admirado como icono por muchos arquitectos, se convierte tras algunas transformaciones en un refugio nómada para Molezún que recorre más de 100.000 kilómetros que le llevan por Italia, Francia, Alemania, Bélgica o Dinamarca. La icónica Lambretta es además protagonista de muchas de sus fotografías. Esa colección de imágenes, se suma a los dibujos y escritos realizados por el arquitecto, quien fue además corresponsal en Roma de la Revista Nacional de Arquitectura. A su vuelta a España, la colección de fotografías, dibujos, escritos y objetos, constituyen una biblioteca personal. En 1952, forma junto con el arquitecto José Antonio Corrales una colaboración profesional que durará el resto de su vida. Tres décadas después será profesor de Proyectos III en la ETSAM entre 1981 y 1985, aunque el magisterio de Molezún se entienda mejor en palabras de Andrés Fernández-Albalat, colega y amigo personal: ‘Hay arquitectos que tienen alumnos, y hay maestros que tienen discípulos’.
’La colaboración mía con Ramón Vázquez Molezún es un caso muy particular de colaboración entre arquitectos, en el sentido de que éramos dos personas que hicimos el mismo curso de arquitectura y al salir empezamos a trabajar juntos sin ninguna ley de colaboración, con unos caracteres muy distintos, en dos estudios separados, con horarios distintos y también con obras personales, suyas y mías. No había regla de colaboración, en cada obra se establecía la colaboración o no se establecía. A pesar de eso, el resultado es una obra que se conoce como de los dos. Pues realmente estábamos unidos, sobre todo en el tablero‘’.[J.A. Corrales]
Las obras de Corrales y Molezún, se enmarcan dentro del ámbito de pioneros de la modernidad española, arquitectos que trabajan con la precariedad de un ambiente opresor intelectualmente y limitado en recursos tecnológicamente, pero que a pesar de ello, consiguen crear obras vanguardistas. La primera gran colaboración de Corrales y Molezún es el Pabellón para la exposición Internacional de Bruselas de 1958, aunque el proyecto está fechado en 1956. La obra, conocida como ‘los paraguas hexagonales’, utiliza esta figura geométrica como módulo compositivo de una topografía innovadora. Los paraguas utilizan un diseño inteligente que utiliza la propia estructura portante como elemento de evacuación de agua, incluyendo un desfase medido que permite controlar la entrada de luz. A pesar de convertirse en icono, tras su traslado a la casa de Campo de Madrid, el pabellón fue abandonado y se fue deteriorando de forma acelerada hasta que una reciente restauración ha podido recuperarlo.
Un arquitecto brillante
Si bien el pabellón fue una muestra de la modernidad con la que estos jóvenes arquitectos proponían romper los estilemas tradicionales del racionalismo, introduciendo formas, colores y materiales innovadores, sus obras continúan con esta investigación. De entre sus obras destacan especialmente el Colegio de Salesianos (Herrera de Pisuerga, 1954-1959), la Casa Huarte en Puerta de Hierro (Madrid, 1966), la Residencia infantil de Miraflores ( Madrid, 1958. Junto a Alejandro de la Sota), Casa de Cela (Palma de Mallorca, 1961), edificio Bankunion (Madrid, 1970) o el Banco Pastor (Madrid, 1972).
Colaboró también con otros arquitectos modernos del momento como José María García de Paredes en la Colonia de los traperos (Madrid, 1953), con Alejandro de la Sota y Antonio Tenreiro Brochón en el concurso para la Delegación de Hacienda (A Coruña, 1955), con Felipe García Escudero el Edificio ITT (Avenida de América, Madrid, 1970) o Joaquín Vaquero Palacios en la Residencia para artistas en la Ciudad Universitaria (Madrid, 1954).
Pero Molezún también tuvo una carrera profesional independiente, en la que realizó proyectos personales y recibió numerosos galardones. En Galicia, y especialmente en su Coruña natal, desarrolla parte de su obra. De su obra coruñesa destacan especialmente el número 10 de la avenida de Arteixo (1957), el Banco Gallego (Linares Rivas 28-32, 1965), la Casa Parroquial de santa Lucía (Plaza de Lugo, 1965), el número 28 de la calle Juan Flórez (1966), el número 1-3 de la calle Concepción Arenal esquina con la Palloza (1968-1974, con Grardo Salvador Molezún y Rafael Olalquiaga), la Casa en Penarredonda (1976-1977) y la Fundación Barrié (1978-1994). También colaboró con su socio Corrales en el plan urbano del Barrio de las Flores. Fuera de Coruña desarrolló obras como el Pabellón para la Trienal de Milán (1954), la Casa Botí (La Moraleja, Madrid, 1955), el Parador Nacional de la Seo d’Urgel y el bloque de los octógonos (Lugo, 1956).
Molezún pertenece a un grupo de arquitectos que comienzan su carrera en la modernidad y poco a poco, utilizando su propia experiencia vital trazan el camino de la postmodernidad. Al observar cautelosamente la obra de Molezún, emergen de forma inmediata las diapositivas de un viaje biográfico que recrean la atmósfera de trabajo del arquitecto. Cada obra introduce un elemento nuevo de búsqueda a través del espacio, de la materialidad, de la morfología o de la estética. Pero quizás estos conceptos abstractos puedan tener una forma real, palpable, experimentable.
Una pequeña pieza
Sucede con los maestros, que la obra más significativa es la de apariencia más modesta, porque en ella se encuentra la creatividad desacomplejada, la experimentación y el pensamiento conceptual nítido. En la carrera de Molezún esa pequeña obra es el refugio en la Roiba (Beluso, Bueu). Proyectada como casa de veraneo, es en realidad una construcción experimental que le permite investigar sobre el hábitat, pero también realizar una lectura introspectiva de su biografía y poner a prueba soluciones arquitectónicas. La lectura de la obra de Molezún en paralelo a esta pequeña pieza, crea un relato muy interesante del espacio creativo del arquitecto. En ella está presente la relación con el mar, el diálogo con el lugar pero también la investigación sobre los límites de los materiales y de las formas del hábitat. De hecho, la casa se concibe casi como un barco, con un pañol inundable, un tambucho, camarotes o una mesa de comedor similar a la de un barco. La casa, se modificó en numerosas ocasiones lo que permite verla como una obra en constante evolución en paralelo a su obra, convirtiéndose en narrativa de su carrera profesional. En ella vivió su viuda Janine, quien se convirtió en el alma de la casa hasta su fallecimiento en 2019, una mujer singular cuya biografía es también una aventura intensa y singular. La Roiba era un hogar que seguía habitado por el espíritu viajero de Molezún, un barco en tierra, como lo denominaba Janine.
El viaje del arquitecto
Ramón Vázquez Molezún es un arquitecto coruñés que merece la pena conocer. Su fuerza creativa, que Andrés Fernández-Albalat definía como algo aparentemente ligero, pero de gran reflexión y conocimiento, se encuentra arraigada no sólo en su obra, arquitectónica y artística, sino también en la atmósfera creativa que le rodea.
"El pintor debe estar sólo y reflexionar sobre las cosas que ve, tratando de ellas consigo mismo para seleccionar lo mejor cie lo que ve. Debe actuar como un espejo que se convierte en tantos otros colores como los de los objetos que tiene delante. De esta forma dará la impresión de ser una segunda naturaleza." Leonardo da Vinci
La arquitectura es una disciplina que nace de la mano y la forma de pensar, y se configura como herramienta del profesional para construir el hábitat. El espacio desde el que el arquitecto desarrolla sus obras es en realidad, el escenario de su experiencia y su propia vida. Como apuntaba Luis Moreno Mansilla en su tesis doctoral “Apuntes de viaje al interior del tiempo”, “el viaje es el encuentro de algo que andamos buscando (…) Es la búsqueda de un lenguaje con el que ser capaz de dibujar las sombras de nuestras ideas”.