Hay lugares que son capaces de definir sentimientos muy concretos y no meras apreciaciones superficiales. Se trata de espacios que permiten describir con gran precisión el conjunto de sensaciones que son capaces de provocar, de manera unívoca y unánime entre todos aquellos que lo han visitado. Existe en ellos un código oculto que es perceptible de manera subliminal. Su lectura no se realiza únicamente con una mirada detenida, si no con la inmersión en el lugar sin necesidad que ocurra nada especial. Es tiempo después, al evocar este lugar en la memoria que se manifiesta la precisión descriptiva, la certeza inmóvil de su realidad.
La circunstancia descriptiva del lugar lleva a narrar descripciones paralelas y muy detalladas de determinados lugares a través del tiempo. Thomas Mann y William Shakespeare describen Venecia en sus obras narrativas (Muerte en Venecia y El Mercader de Venecia), pero también lo hacen con igual precisión los cineastas Luchino Visconti y Paolo Sorrentino. Exótica y decadente, Venecia es siempre objeto de una descripción exacta que se articula en torno a esos dos adjetivos.
Algunas ciudades tienen esa capacidad, y algunas arquitecturas también. La excitación sorprendente del palacio de Diocleciano en Split, la intelectualidad severa de los claustros salmantinos, o el silencio minucioso de cualquier obra de John Pawson.
La ciudad a principios del siglo XX
En A Coruña, las décadas iniciales del siglo XX definen una sensación urbana muy propia. Una identidad tardo-ochocentista, romántica, afrancesada que evocan una atmósfera de belle époque, a medio camino entre Fernando Trueba y José Luis Garci. Un romanticismo calmado como el que transmiten los cuadros de Renoir o la exuberancia saturada del Titanic. Edificios como la Casa Cortés (1918), las viviendas en la Calle Compostela 6 (1910), la Casa Barrié (1916-1926), la Casa Ameixeiras (1924-1926) o la Casa Ángel Torres (1925) constituyen ejemplos de edificios de vivienda de escala grande cuyas fachadas se encuentran en la definición del tejido residencial burgués propio de las actuaciones ochocentistas de las capitales europeas como el París de Haussman, la terza Roma o el Londres victoriano.
El edificio Escariz es una obra icónica dentro de la arquitectura burguesa de A Coruña. Pero es también una obra cuya composición permite comprender muchos aspectos de los últimos edificios que se construyeron en la ciudad con estas características.
Entre 1925 y 1930, el arquitecto Eduardo Rodríguez-Losada Rebellón (1886-1973) desarrolló el proyecto y la construcción del edificio en dos fases separadas unos años entre sí. Rodríguez-Losada, autor también de la Casa Cortés y de la Casa Ameixeiras, combina este proyecto el aprendizaje compositivo de las anteriores. De hecho el parecido entre el edificio Escariz y la casa Ameixeiras es inexcusable, además ambos se encuentran en esquinas opuestas de la misma manzana.
El volumen del edificio Escariz ocupa una de las parcelas más significativas del primer ensanche coruñés ya que da hacia la Plaza Pontevedra, frente a frente con las escuelas da Guarda, constituyéndose inmediatamente a su construcción en fachada de la plaza junto con el edificio de la Clínica El Pilar o la Casa Salorio. Se trata de una fachada rotunda, que define una cierta componente de gravedad compacta, un bloque apenas horadado: más un friso que un bajorrelieve. La composición del volumen es simétrica, abriéndose desde el centro hasta los extremos rematándose en los vértices mediante torreones. Estas piezas sencillas se reafirman mediante las galerías, dos en cada fachada, centradas simulando ser casi contrafuertes que aportan una cierta plegadura al plano de fachada. Todo el movimiento de la fachada es detenido de forma abrupta mediante el atado superior a través de una galería desarrollada en todo el perímetro. El conjunto es ligeramente excesivo, de hecho Rodríguez Losada busca equilibrar el conjunto añadiendo atados ornamentales similares en la parte inferior. Las líneas de imposta y la molduración horizontal no consiguen evitar la masividad del volumen.
Las viviendas se organizan en cinco plantas y dos áticos. Todas incluyen miradores, galerías o balcones. La ornamentación de la fachada es un ejercicio de revisión del lenguaje clásico, en la que destaca especialmente la aplicación del orden corintio gigante. Si bien en el eclecticismo más puro, la mezcla de ornamentación hace que la lectura referencial sea muy transversal, es decir, se pueden encontrar guirnaldas o mascarones casi modernistas con órdenes gigantes y capiteles más propios del clasicismo, en esta obra más tardía hay una ligera depuración enfocada al revisionismo del clasicismo en clave regionalista. Las galerías verticales rematan sus vértices con columnas de sección cuadrada culminadas con capiteles corintios. La galería de atado en la parte superior se adorna con arcos buscando la diferencia con el resto de galerías, de carácter más ordinario. Los torreones de las esquinas, de base circular, se rematan con coronas de pináculos revestidas con volutas creando un cierto efecto de saturación. Además de estos elementos decorativos, se añaden otros más tradicionales como los remates inferiores de las cornisas y líneas de imposta o la esbeltez de las carpinterías de guillotina. Las carpinterías estaban coloreadas originalmente en un tono verde claro, casi como una veladura que contribuía a crear un carácter de excepcionalidad en el conjunto.
El bajo del edificio se disloca respecto al resto de la fachada a través del color en la actualidad, creando un efecto zócalo que permite comprender la fachada como un elemento formalmente similar pero diferente desde la distancia en términos decorativos. El paralelismo con la Casa Ameixeiras es latente, especialmente en los elementos de esquina y en las relaciones volumétricas de ambos, si bien en ésta existe una jerarquía más clara de elementos más vinculada a un eclecticismo tardío que a un clasicismo regionalista.
Entrar por la escalera de servicio
Además de ciertos lugares, hay edificios con la capacidad de transmitir definiciones muy exactas de su tiempo y de su atmósfera. El edificio Escariz con sus carpinterías coloreadas, y la saturación ornamental cercana a cierto regionalismo indefinido, produce un efecto de exotismo y decadencia. Dos sustantivos que se constituyen en herramientas de viaje hacia el Gatopardo de Giuseppe Tomassi de Lampedusa, a la Venecia de Thomas Mann o a la evocadora Belle Époque parisina, sinónimo de belleza lánguida o extravagancia revelada.
No se trata, sin embargo, de una arquitectura flemática capaz de generar una ciudad homogénea y repetitiva. Sino de una puesta en práctica de las claves de una época que se desvanecía: un eclecticismo en descomposición depurativa en favor de la limpieza, de la vuelta a la identidad cultural del lugar y la vanguardia compositiva que buscaba la elegancia de la simplificación volumétrica.
Las formas de entrar en según qué atmósferas son diversas. Thomas Mann decía que “llegar por tierra a Venecia, bajando en la estación, era como entrar a un palacio por la escalera de servicio”. La distancia que produce el paso del tiempo, ha provocado que esos maravillosos barcos desaparezcan y que la forma de sumergirse en la atmósfera de un edificio sea, en ocasiones, desde la mirada de la ciudad contemporánea. Una ciudad que puede parecer más fría, pero quizás sólo responde a sensaciones diferentes.