El metrosidero de A Coruña: Un árbol de flores rojas que crece cerca del mar
Los árboles construyen la ciudad al igual que las calles y los edificios. Una arquitectura sin arquitectos de la que en A Coruña tenemos un buen ejemplo, el metrosidero en el patio de la Comisaría de la Policía Local.
5 agosto, 2020 06:00El arquitecto Bernard Rudofsky decía: ‘la vida como viaje, el viaje como estilo de vida’. El autor de Arquitectura sin Arquitectos reivindicaba la visión crítica y la inteligencia de implantación de los pueblos en el paisaje, la vida en las cuevas, los paisajes (especialmente los españoles), los cementerios, la vida en la calle, la ciudad como espacio habitado y festivo, la calle como extensión del espacio doméstico, lo monumental, lo doméstico y lo natural.
La construcción de la ciudad nace de la vida y utiliza tantas herramientas como encuentra a lo largo del camino. La lista es larga, pero casi al final aparece algo que en realidad está siempre presente y es la naturaleza. Aunque Óscar Wilde decía, en el tono pomposo que le caracterizaba, que ‘si la naturaleza fuese cómoda, el hombre no hubiese inventado la arquitectura’, pero en realidad no se trata de una relación de superposición si no de simbiosis. Hay naturalezas que son hábitats y hay naturalezas que construyen hábitats.
El recuerdo del lugar no siempre es un monumento, ni siquiera una construcción, a veces es tan sólo una montaña, un árbol. El Vesubio y Nápoles, el Sena y París, los canales de Venecia, los tilos de Berlín, los ginkos de Manhattan, los naranjos de Sevilla, los cerezos de cualquier ciudad de Japón…escenarios de fondo cuya intensa relación se manifiesta a través de la memoria sensorial del lugar.
Los olores de los árboles en Sevilla, las formas de los paisajes en Venecia, los colores en Japón o Manhattan (pequeñas salpicaduras rosas, verdes y amarillas que hacen las primaveras y los otoños respectivamente una pintura saturada que parece incluso alterar la luz), la sensación de un volcán vigilante en Nápoles que causa una constante desconfianza cada vez que se aprecia su silueta desde cualquier calle de la ciudad. Estas pequeñas sensaciones provocadas por la naturaleza que se integra en la construcción de la ciudad, forman parte de la identidad urbana. Sin ellas, la memoria de ese lugar parece incompleta para el viajero habitual y ausente para el habitante.
HMS Endeavour y el Capitán Cook
En A Coruña hay un árbol único, que forma parte de la identidad de la ciudad. No se trata de un símbolo histórico como el árbol de Guernica, sino de una mera casualidad. El metrosidero o árbol del hierro que se encuentra en la Comisaría de la Policía Local es centenario, pero también en cierta forma legendario. Su historia se desdobla: por una parte su viaje desde Nueva Zelanda envuelto en cierta leyenda y por otra la influencia espacial e identitaria que desde entonces se integra en la construcción de la ciudad.
El viaje del HMS Endeavour en 1768 a cargo del capitán James Cook, llevaba en su tripulación, entre otros, a dos botánicos Joseph Banks (1743-1820, barón y naturalista británico que contrata como ayudante a Daniel Solander) y Daniel Solander (1733-1782, de origen sueco y discípulo de Linneo, trabajador del museo Británico), quienes tomaron muestras de diversas especies. El viaje, en el que pasaron seis meses explorando Nueva Zelanda, les permitió conocer y registrar nuevas especies.
Camino de vuelta a Londres, el capitán Cook decidió hacer una parada en A Coruña, dejando en la ciudad algún ‘recuerdo’ de tierras lejanas. Siguiendo la historia del Endeavour, el metrosidero de Montealto tendría unos 250 años, sin embargo hay otra historia paralela que ya hemos contado en profundidad en este diario.
Como si se tratase de una ucronía en The Spanish Helmet, Greg Scowen apunta que en el puerto de Wellington se descubrió un casco militar español del siglo XVI. Quizás entonces el icónico árbol contaría con unos 200 años más de los que se le atribuyen ("Españoles o portugueses (…) pudieron haber alcanzado o bien naufragar en la costa de Nueva Zelanda. Pero no hay evidencias firmes (…) nadie antes de Tasman informó del descubrimiento de una nueva tierra" Winston Cowie, miembro de la Royal Geographical Society, investigador y jugador de rugby profesional). Sea como fuere la historia real, y partiendo de la vida del árbol que echa raíces en A Coruña, este monumento natural es uno de los más grandes de la península con siete metros de diámetro.
La arquitectura es, a veces, el resultado de una serie de coincidencias que crean un nuevo hábitat o de herramientas que son ingeniosamente adaptadas. No siempre es la búsqueda desesperada de la catedral más alta o la construcción más tecnológica. Tan sólo una mirada sensible, casi despreocupada por entender el lugar, sus condiciones y condicionantes: el lujo del espacio.
"Hay mucho que aprender de la arquitectura antes de que se convirtiera en un arte de expertos […] En lugar de tratar de conquistar la naturaleza, como hacemos nosotros, se adaptan al clima y a los desafíos e la topografía." Bernard Rudofsky, Arquitectura sin arquitectos. NY, 1964
Un árbol de flores rojas
Ese extraño venido de Nueva Zelanda, llamado árbol del hierro por su interior rojizo era en realidad el pohutukawa (árbol de flores rojas que crece junto al mar), un árbol simbólico para los maoríes, ya que representaba la sangre del joven Tawhaki quien había muerto fulminado por los dioses al intentar subir al cielo para vengar la muerte de su padre. Esta connotación dramática del árbol lo dota de un simbolismo funerario, que en la cultura maorí se traduce en la representación del camino hacia la tierra ancestral de Hawaki a través de sus raíces que se adentran en el mar. Quizás no es casualidad que cerca de éste se construyese en 1812 el Cementerio de San Amaro.
El árbol se plantó cercano a un edificio, quizás en su jardín que entonces se utilizaba como pequeño hospital o sanatorio para pacientes con enfermedades contagiosas. Su posición elevada frente al mar y muy ventilada favorecía el tratamiento de muchas enfermedades respiratorias y además mantenía a los enfermos lejos del resto de la población. Paralelamente, en 1781 Carlos III promulga una orden por la que los cementerios se han de construir lejos de los núcleos principales de población. Lejos, parece que ese es el adverbio transmutado en adjetivo que define la construcción del entorno del metrosidero.
El edificio en que el árbol desarrolla su vida dejó de ser hospital para convertirse en fábrica de jabón en 1818, propiedad de Camilo de Gamboa. Este cambio de uso tiene que ver con el avance urbanístico de la ciudad, cuyo engrosamiento y modernización desplazan las construcciones secundarias (industria, servicios) de la ciudad hacia Montealto. Cuando el tejido industrial comienza a desaparecer debido a un segundo avance de la ciudad hacia esta área, el edificio se desprende de su uso, y pasa a ser de propiedad pública, la actual Comisaría de la Policía Local. Pero durante todo este tiempo, décadas y décadas, el metrosidero continuó creciendo. Como se suele decir, ‘le gustaba esa tierra’. A simple vista, parece una historia lineal, simple, sin mayor trascendencia urbana, pero no es así.
El metrosidero de la comisaría es un árbol de carácter monumental, que a través de sus propias características singulares y desde su presencia en la ciudad, ha ido introduciéndose de forma silenciosa en la domesticidad urbana. De este primer árbol han salido otros tantos que se pueden encontrar en el paseo marítimo o en algunos parques de la ciudad. Y poco a poco el urbanismo coruñés ha interiorizado esta especie, que es en realidad un monumento vivo. Al igual que en Roma se puede establecer una malla a través de sus obeliscos, en A Coruña se pueden trazar muchas líneas a través de la posición que definen estos árboles.
Si las palmeras, especies no autóctonas que los emigrantes trajeron a sus lugares de origen, han cambiado el escenario dotándolo de una capa exótica, el metrosidero contribuye de una forma aparentemente más humilde. La imagen que trasmite esta especie no provoca una sensación tan inmediata como la palmera, la sintaxis de su estructura no traslada a ningún lugar concreto aparentemente, pero observado en detalle se entienden algunos rasgos ajenos a los árboles autóctonos. Las ‘barbas’, las flores rojas y la morfología de su tronco no sugieren un lenguaje propio de la zona, y sin embargo su adaptación al lugar es tan perfecta que crece hasta alcanzar grandes dimensiones.
Arquitectura sin arquitectos
Los árboles también construyen la ciudad y permiten dinámicas de consecuencias positivas para un futuro sostenible y moderno. El árbol como una figura urbanística más construye el espacio público de la ciudad, incluso cuando su lenguaje es ajeno a la identidad del lugar. El metrosidero de la Comisaría ha sido capaz de crear un ‘lugar’, en lo que era un simple patio de un edificio decimonónico. No ha sido a través de ninguna estrategia urbana específica, pero sí desde la comprensión que en torno a esta especie tan singular se ha formado un hábitat: el árbol es en si una arquitectura sin arquitectos.
En el último capítulo de Los testamentos traicionados, de Milan Kundera, el autor articula su relato alrededor de un peral ‘‘Si un viejo campesino, en su agonía, le ha rogado a su hijo que no tire abajo el viejo peral que hay delante de la ventana, el peral no será abatido mientras el hijo recuerde con amor a su padre.’‘ La memoria del árbol adquiere una dimensión de lugar, de arquitectura y esta se traduce por tanto en su caracterización como ‘monumento’, un elemento más de la ciudad cargado de significado y candidato a símbolo identitario. Kundera cita a Faulkner, explica el valor de ese significado a través de su opuesto, de la imaginada ausencia "cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser; y si yo dejara de ser, todo el recuerdo dejaría de ser. Sí". La arquitectura con o sin arquitectos es ese término abstracto a veces, que se encuentra detrás de la materialización del hábitat: "los recuerdos no son más que la confirmación de su ausencia (?) Pienso en el viejo peral que permanecerá delante de la ventana mientras viva el hijo del campesino." (Los testamentos traicionados. Milan Kundera, 1993).