El 7 de octubre de 1571 tenía lugar la mayor batalla naval de la historia moderna, en la que se enfrentaron más de 400 galeras y casi 200.000 hombres en un choque de civilizaciones que mostró al mundo el poder de la artillería europea frente a la marina otomana:la batalla de Lepanto.
Entre el Peloponeso y Epiro, los turcos otomanos entraron en combate contra una coalición cristiana, conocida como la Liga Santa, integrada por el Papa, las Repúblicas de Génova y Venecia, el Ducado de Saboya y la monarquía hispánica de Felipe II.
Fue una victoria incontestable en la que los cristianos perdieron 40 galeras y 7.600 hombres, mientras que en las filas turcas cayeron 190 barcos y 30.000 hombres. Pero no fue suficiente. A pesar de que la batalla de Lepanto es considerada como una de las gestas más heroicas y memorables de la historia de España y de toda la Cristiandad, aquel triunfo no significó el final del expansionismo del imperio turco, que llegó a sitiar Viena un siglo más tarde, en 1683.
Por eso, 113 años después de Lepanto, una nueva Liga Santa decidió acabar de una vez por todas con su amenaza y pasó a la contraofensiva para expulsar a los turcos de Hungría en una batalla en la que Manuel López de Zúñiga, y 300 soldados de sus Tercios de Flandes, se convirtieron en los mayores héroes de su época: el asedio de Buda de 1686.
El inicio de un imperio
En 1453 caía Constantinopla a manos de los otomanos, un evento de la historia tan significativo que es considerado el fin de la Edad Media. Esta conquista constituyó la confirmación del poder de un imperio turco que hostigaría durante los dos siguientes siglos la frontera oriental del mundo cristiano llegando a los Balcanes y Europa Central y consiguiendo sitiar uno de los símbolos más importantes de la civilización europea: Viena.
La victoria de la Liga Santa en 1571 en la batalla de Lepanto no frenó a los otomanos, que siguieron proyectando su sombra por toda Europa hasta que, en 1683, se produjo un punto de inflexión. Ese año un enorme ejército turco invadió el Sacro Imperio Romano Germánico, conquistando Belgrado en mayo y llegando a las puertas de Viena en junio, en lo que podría haber sido el fin de la Europa cristiana.
Cuenta la leyenda que, aunque los otomanos contaban con un número de tropas y soldados mucho mayor que los defensores, no eran capaces de atravesar las murallas, así que pusieron en práctica un astuto plan: excavar túneles bajos las defensas austriacas para introducirse dentro de la ciudad. Para no ser descubiertos por las vibraciones de las excavaciones o por el ruido de los picos y las palas, decidieron cavar solo de noche.
Pero no contaron con las faenas nocturnas de los panaderos vieneses, que también trabajaban a las mismas horas. Éstos, en cuanto oyeron el ruido que provenía del subsuelo provocado por los invasores, dieron la voz de alarma a las autoridades de la ciudad. Los defensores atacaron por sorpresa a las tropas mientras excavaban, infringiéndoles una terrible derrota que les obligó a levantar el sitio y huir.
Para celebrar la victoria los panaderos vieneses crearon un bollo que tenía la forma de una luna creciente, la misma que lucían las banderas del imperio otomano, como una manera de ridiculizar al vencido. Con el tiempo, ese bollo acabó expandiéndose por toda Europa hasta que los franceses lo hicieron suyo, dándole la nacionalidad y oficializándolo con el nombre de croissant, una palabra que se empleó por primera vez en 1683.
Leyendas aparte, el auténtico héroe de la liberación de Viena fue el rey de Polonia, Jan III Sobieski quien, junto a sus húsares alados, considerados la mejor caballería de la época, acudieron en su auxilio derrotando a los turcos en septiembre de ese año.
La última cruzada
La derrota otomana en Viena provocó que los cristianos pasaran a la contraofensiva, animados por el Papa Inocencio XI, que llamó a toda Europa a sumarse a la última cruzada de la Cristiandad. Se creó una nueva Liga Santa integrada por el Sacro Imperio, Polonia, la Orden de Malta, el Gran Ducado de Toscana y el Principado de Moscú, bajo el mando de Carlos V de Lorena, que puso sitio a Buda, capital del Reino de Hungría, en manos turcas, pero no pudo hacerse con el control de la ciudad y se retiró.
Pero esta derrota no desanimó a las fuerzas cristianas. La gran derrota sufrida por los otomanos a las puertas de Viena había entusiasmado a media Europa que estaba dispuesta a tomar las armas para luchar. Y entre todos ellos estaba Don Manuel Diego López de Zúñiga Sotomayor y Mendoza y Sarmiento de Silva.
Manuel había nacido en Béjar en 1656 y era hijo del duque de Béjar y la marquesa de Alenquer. Con tan solo 3 años y, tras la muerte de su padre, heredó sus títulos, convirtiéndose en el X duque de Béjar y Plasencia y Grande de España, la mayor distinción nobiliaria de España. Con tan solo 11 años era investido como caballero de la Orden del Toisón de Oro por el rey Carlos II de España en el Palacio Real de Madrid y comenzó a servir como piquero en Flandes, donde, en 1681, alcanzó el grado de Maestre de Campo del Tercio de la infantería española y participó en diferentes batallas en las que demostró su coraje y su valentía, además de su capacidad estratégica y de liderazgo, obteniendo una gran fama.
Firmado el tratado de Ratisbona, el 15 de agosto de 1864, que garantizaba la paz en Flandes durante 20 años, Manuel volvió a España, donde siguió demostrando su querencia por la vida militar, su amor por su tierra y su animadversión a la vida cortesana, por lo que prefería vivir en Béjar, Benalcázar o Sevilla a pesar de que sus títulos y propiedades le habrían permitido vivir cómodamente de las rentas: X duque de Béjar y Plasencia, Grande de España, VI duque de Mandas y Villanueva, XI marqués de Gibraleón, VI de Terranova, XII conde de Belalcázar, XI de Bañares, XIV Vizconde de la Puebla de Alcocer, justicia mayor y alguacil mayor hereditario de Castilla, Primera Voz de la nobleza de Castilla, Caballero de la Orden del Toisón de Oro y miembro de la Casa de Zúñiga.
Pero en 1685 todo cambió. Carlos V de Lorena, con un gran ejército imperial de 100.000 efectivos, se puso en marcha de nuevo para tomar la plaza de Buda, lo que provocó que Manuel decidiera unirse a la causa al frente de una hueste de unos 12.000 voluntarios españoles, entre los que se encontraban nobles, veteranos de Flandes y soldados de fortuna, algunos animados por la sed de gloria y otros por la fe y el deseo de derrotar a los turcos, los mayores enemigos de España, que no formó parte de aquella Liga Santa.
La reconquista de Buda
Manuel llegaba a Viena el 12 de junio de 1686 y fue recibido personalmente por el emperador Leopoldo I, dos días antes de que el ejército de la Liga Santa partiera a Buda, ciudad a la que llegarían el 22 de junio.
A pesar de la superioridad numérica cristiana, los otomanos estaban bien pertrechados tras sus defensas y sus muros, además de contar con la ayuda de los temibles jenízaros, su mejor cuerpo de élite formado por combatientes adiestrados desde niños en el arte del combate.
El asedio fue brutal y sangriento y parecía no avanzar hasta que Manuel López de Zúñiga desatascó la situación. Solicitó permiso para dirigir personalmente a 50 voluntarios españoles en una “encamisada”, una típica maniobra militar características de los tercios que consistía en realizar un ataque nocturno aprovechando el elemento sorpresa, con la que pretendía atacar una empalizada defendida por jenízaros y que permitiría el avance del ejército cristiano.
El ataque fue un éxito y del alto riesgo corrido por Manuel y sus compañeros daba cuenta su sombrero agujereado por los disparos turcos durante esta audaz acción que, en cuanto se dio a conocer, provocó la admiración y el respeto de las tropas de la Liga Santa tanto por Manuel como por sus valientes hombres.
Por fin, el 13 de julio, la artillería imperial consiguió abrir una brecha en las murallas de Buda, lo que permitía penetrar en la ciudad y acabar, de una vez por todas, con el sitio.
Manuel pidió algo que en la actualidad consideraríamos insólito: que él y 300 de sus soldados fueran los que encabezaran el ataque del ejército imperial, siguiendo la tradición de los Tercios españoles de reclamar para sí los primeros puestos en la lucha, motivo de prestigio y honor y demostración de su valor.
Manuel y sus 300 españoles
A las 19 horas, Carlos V de Lorena dio la orden de atacar, dejando para el duque de Béjar y sus compañeros, tal y cómo habían pedido, el honor de ser los primeros en asaltar la brecha y tratar de entrar en la ciudad, donde fueron recibidos por una fuerte lluvia de balas, bombas, flechas y piedras.
La lucha duró más de dos horas, en la que ambos bandos sufrieron multitud de bajas y durante la cual Manuel fue herido de gravedad por una bala de mosquete, que provocaría su fallecimiento tres días después. Antes de morir, el 16 de julio de 1686, pidió que se le disculpase ante todo aquel al que pudiera haber ofendido y transmitió su perdón a todo el que a él le hubiese ofendido.
Su cuerpo fue enterrado en el Colegio de San Ignacio de Loyola en Gyor y fue repatriado por su hermano a España, donde se le dio sepultura en la capilla del convento de Nuestra Señora de la Piedad de Béjar. Su corazón se llevó a la capilla de la iglesia del Real Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe, en Cáceres. En la actualidad, sus restos reposan en un nicho del cementerio de San Miguel de Béjar.
A pesar del profundo dolor y abatimiento que el fallecimiento de Manuel López de Zúñiga provocó entre los cristianos, estos siguieron combatiendo hasta que, el 2 de septiembre, a las 14 horas, se lanzó el asalto final que, de nuevo, contó con los españoles al frente. Ese día las fuerzas de la Liga Santa derrotaron a los turcos y reconquistaron Buda para la cristiandad, dando carpetazo definitivo a las intenciones expansionistas del imperio otomano.
La heroica muerte del duque de Béjar causó un gran impacto en la opinión pública de la época y su figura llegó a alcanzar fama y gloria por todo el mundo, tras haber muerto muy lejos de su tierra en defensa de la fe.
Carlos V de Lorena informó por carta al rey Carlos II de su pérdida reconociendo sus grandes méritos, así como los de los caballeros españoles que le acompañaban. Igualmente, el emperador Leopoldo I de Austria, envió otra carta al monarca pidiéndole que su viuda y sus hijos fueran recompensados por su pérdida. Su familia también recibió cartas de condolencia del Papa Inocencio XI y de Leopoldo, se escribieron poemas y obras de teatro en los que se contaba su gesta, en toda España se celebraron misas en su honor e incluso se registraron milagros en su nombre que fueron reportados al Vaticano.
Paradójicamente, la hazaña de Manuel López de Zúñiga y sus 300 es más recordada y reconocida en Hungría que en España. En Budapest un monumento conmemorativo en perfecto castellano marca el lugar por el que "entraron los 300 héroes españoles que tomaron parte en la reconquista de Buda" y que cambió para siempre la historia de Europa.