En el siglo XVII, los abordajes de corsarios y piratas a barcos españoles en el Caribe, además del contrabando de los bienes robados, estaban a la orden del día. Por ello la corona decidió establecer patrullas por todo el Caribe para detener la actividad pirata y su contrabando asociado.
Uno de aquellos buques que participaban en este operativo era el patrullero guardacostas La Isabella, capitaneado por Julio León Fandiño que, durante una de sus vigilancias apresó, frente a las costas de Florida, al bergantín inglés Rebecca, comandado por Robert Jenkins, un contrabandista a quien el propio Fandiño cortó una oreja al tiempo que le decía: “Ve y di a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”.
Tiempo después, cuando Jenkins regresó a Londres, compareció en el parlamento británico como parte de una campaña belicista contra España. Durante su declaración apoyó su testimonio mostrando la oreja amputada dentro de un tarro de cristal. Ya tenían la excusa perfecta. Tanto la oposición parlamentaria como la opinión pública británica estallaron de indignación, hasta que el 23 de octubre de 1739, el rey Jorge II declaraba la guerra a España en la conocida como la Guerra de la oreja de Jenkins o Guerra del Asiento.
Pero los británicos no contaban con que España disponía de una de las armas más poderosas de todos los tiempos: Blas de Lezo.
La Guerra de la oreja de Jenkins
Los ingleses necesitaban disponer de plazas fuertes en tierra firme en el golfo de México y el mar Caribe y España llevaba décadas en declive, así que Inglaterra no estaba dispuesta a seguir aceptando unas condiciones extraordinariamente malas para ellos en lo referente al comercio con América.
El asiento, como también fue conocida esta guerra, era un contrato por el que España autorizaba a la Compañía del Mar del Sur británica a trasladar a América a 5.000 esclavos cada año, junto a los bienes y mercancías necesarias para mantenerlos. La Corona española ya había declarado que el asiento no sería renovado a su vencimiento, en 1744, lo que suponía un grave perjuicio que los británicos no podían permitirse.
Una vez declarada la guerra, España suprimió ese derecho de asiento y retuvo todos los barcos británicos en puertos españoles, tanto en la metrópoli como en las colonias americanas, aumentando todavía más la indignación inglesa.
El inglés almirante Edward Vernon afirmaba que si Portobelo y Cartagena caían, los españoles lo perderían todo.
Antes de la declaración formal de guerra, ya había partido de Londres una flota al mando del almirante Edward Vernon con la cual pretendía conquistar algunas de las principales plazas españolas en Cuba, Panamá y Colombia. Vernon afirmaba que si Portobelo y Cartagena caían, los españoles lo perderían todo.
Portobelo, en Panamá, defendida por 700 hombres, cayó sin presentar excesiva resistencia tras un par de horas de bombardeo, lo que le valió a Vernon para regresar a Londres envuelto en un clima de euforia y que le convirtió en la figura del momento.
Azuzado por la opinión pública, convenció a las autoridades para lanzar el ataque definitivo contra Cartagena de Indias en una operación relámpago que le permitiría marchar luego a la conquista de Perú. Dos ataques navales anteriores habían fracasado en 1740, por lo que solicitó formar una de las mayores flotas de guerra de todos los tiempos.
Jorge II autorizó su plan y puso a su disposición una flota compuesta por 186 barcos, 2.000 cañones y 30.000 soldados, reforzada en Port Royal, Jamaica, por sus colonias en Norteamérica y considerada la segunda mayor flota de guerra de la historia, y que fue avistada desde Cartagena de Indias el 13 de marzo de 1741.
La ciudad de Cartagena era la ciudad más importante de todo el Caribe. A ella llegaban todas las mercancías del comercio entre España y las Indias, por lo que su pérdida sería irreparable para los españoles.
La desproporción de fuerzas era evidente. Cartagena disponía de seis buques de guerra y 3.000 hombres para defenderse y, a pesar de que la entrada por mar estaba blindada por varios fuertes, nada podrían hacer ante la colosal fuerza de Vernon.
Jorge II autorizó su plan y puso a su disposición una flota compuesta por 186 barcos, 2.000 cañones y 30.000 soldados.
El rey inglés, Jorge II, estaba convencido de que la victoria sería suya y fantaseaba con humillar a la Corona española de Felipe V. Un escritor que participaría en el asedio como cirujano llegó a escribir: “Nunca un contingente europeo estuvo más completamente equipado y nunca tuvo la nación más esperanza en un éxito extraordinario”.
Nadie se veía venir en lo que aquello se convertiría: una histórica victoria para España y una histórica derrota para Inglaterra. Y todo gracias a una persona: Blas de Lezo y Olabarrieta.
El origen de un héroe: 'Mediohombre'
Blas de Lezo era un vasco nacido en Pasajes en 1687 que había comenzado su carrera militar en 1704 enrolándose como guardiamarina en la marina francesa. Con la armada gala participó en la batalla de Vélez-Málaga, quizá la más importante de la Guerra de Sucesión, en la que se enfrentaron las flotas anglo-holandesa y la franco-española.
En aquella batalla en la que el joven Blas ya comenzó a destacar por su heroicidad, una bala de cañón se llevó por delante su pierna izquierda, que tuvieron que amputarle por debajo de la rodilla.
El 11 de septiembre de 1714, con 26 años y casi finalizada ya la Guerra de Sucesión, recibió en Barcelona un balazo de un mosquete en el antebrazo derecho que le rompió varios tendones, dejándolo manco para el resto de su vida.
Finalizada la contienda, fue destinado al galeón Lanfranco, que se integró en una escuadra hispano-francesa con el cometido de acabar con los corsarios y piratas que asolaban los mares del sur, en Perú. Sería durante esta campaña cuando perdería su ojo izquierdo dando inicio a su leyenda y a un sobrenombre que quedaría para la historia: Mediohombre.
Cuando las velas británicas fueron avistadas en Cartagena, Blas de Lezo, al frente de las defensas, ya era conocedor de sus planes. Dada la enorme superioridad numérica y de medios que utilizó Gran Bretaña contra España, Felipe V dio un imponente impulso a los servicios de inteligencia, que consiguieron infiltrar agentes en la corte de Jorge II y en el cuartel general del almirante Edward Vernon. El plan general británico, así como el del asedio de Cartagena de Indias, fueron conocidos de antemano por España y por los mandos coloniales, lo que les dio una ventaja que los ingleses desconocían.
El asedio de Cartagena de Indias
La bahía de Cartagena tiene dos accesos: el de Bocagrande, que los españoles habían cerrado con cadenas y que estaba defendido por varios fuertes y baterías, y el de Bocachica, guardado por los poderosos fuertes de San José y San Luis.
La armada de Vernon se dirigió al paso de Bocachica, donde el primer buque que se acercó fue cañoneado desde los fuertes y cuatro navíos españoles, provocando que quedara inmovilizado y el acceso bloqueado hasta que los británicos pudieron remolcarlo, momento que aprovecharon para volver a intentar el paso, perdiendo otros 11 barcos.
Ante el fracaso de su estrategia Vernon decidió utilizar la artillería y bombardeó durante semanas las defensas de la bahía. Lezo, conocedor de que no aguantarían mucho más, ordenó la retirada de los fuertes y hundió sus seis barcos para cegar la entrada a la bahía, retrasando de manera considerable el avance inglés.
Destruidas las defensas españolas y despejado el canal de entrada, Vernon entró triunfante en la bahía a bordo de su buque insignia con las banderas desplegadas, dando la batalla por ganada. El almirante inglés, pensando que la victoria era cuestión de tiempo, despachó una corbeta a Inglaterra con un mensaje en el que anunciaba al rey Jorge II que, cuando recibiera la carta, ya habría conseguido la victoria sobre los españoles.
La noticia fue recibida con grandes festejos entre la población y se desató el delirio, pero los españoles no se habían rendido, se habían atrincherado en la principal fortaleza de Cartagena, el castillo de San Felipe de Barajas, y estaban dispuestos a resistir hasta el final.
Los ingleses comenzaron el incesante cañoneo del castillo, donde apenas quedaban 600 hombres bajo el mando de Lezo, hasta que Vernon dio orden de asaltarlo. El ataque frontal era un suicidio, así que el inglés decidió rodearlo y acatar por retaguardia, para lo que tuvieron que adentrarse en la selva en una odisea en la que perdieron a cientos de hombres tras contraer la malaria.
El primer asalto se hizo contra la entrada de la fortaleza, una estrecha rampa que Lezo mandó taponar con 300 hombres armados tan solo con espadas y cuchillos y que lograron contener el ataque y causar 1.500 bajas.
Esta derrota afectó a la moral inglesa mientras las epidemias seguían haciendo mella en las tropas. Vernon y sus oficiales decidieron que sus soldados emplearan escalas para sorprender a los defensores la noche del 19 de abril de 1741. Se organizaron en tres columnas, pero, cuando alcanzaron las murallas, no creían lo que estaba viendo. Blas de Lezo, previendo el ataque, había ordenado cavar un profundo foso en torno a la muralla, con lo que las escalas de los ingleses se quedaron cortas para superar el foso y la muralla, quedando los atacantes desprotegidos y sin saber muy bien qué hacer, lo que aprovecharon los españoles para acabar, de nuevo, con cientos de ingleses, mientras los supervivientes huían despavoridos a la selva.
A la mañana siguiente, con la moral por las nubes, Blas de Lezo ordenó dejar la fortaleza y contraatacar para aprovechar el duro golpe psicológico que habían sufrido los británicos. Iba en primera línea junto a sus hombres sujetando su arma con su único brazo, logrando que el enemigo se replegara y volviera a sus barcos.
Sus oficiales pedían a Vernon que se retirara, pero este se negó y ordenó durante 30 días más un continuo cañoneo, tras el cual ordenó un nuevo ataque que provocó un motín que se saldó con 50 fusilamientos.
Finalmente dio su brazo a torcer y el 8 de mayo los navíos ingleses comenzaron a abandonar la bahía de Cartagena. Las últimas naves partieron el 20 de mayo y tuvieron que incendiar cinco de ellas por falta de tripulación, ya que habían perdido a más de 10.000 hombres mientras los heridos ascendieron a 7.500, muchos de los cuales fallecerían en el trayecto a Jamaica.
La humillación de todo un imperio
Mientras en Gran Bretaña se celebraba la victoria, se acuñaron varias medallas y monedas, ninguna oficial, ensalzando la toma de Cartagena e incluso en una de ellas aparecía Blas de Lezo arrodillado ante Edward Vernon entregando su espada y con la inscripción “El orgullo de España humillado por Vernon”. El almirante británico dimitió en 1745 de su cargo en la Royal Navy. El fracaso de aquel asedio le acompañaría durante el resto de su vida.
La victoria española fue una de las mayores derrotas en la historia de marina inglesa, además de una humillación sin precedentes, y demostró al mundo que España todavía tenía la capacidad necesaria para defender su posición, además de poner fin a las operaciones militares en América y prolongar su supremacía militar durante casi un siglo más.
Inglaterra continuó sumando reveses con varias derrotas cuando intentaron tomar San Agustín en Florida, La Guaira y Puerto Cabello en Venezuela, Santiago de Cuba y La Habana.
Además de Blas de Lezo, en aquella histórica victoria participó también una decisiva figura: Sebastián de Eslava y Lazaga, virrey del Nuevo Reino de Granada, un virreinato que incluía los actuales territorios de Colombia, Panamá, Ecuador y Venezuela. Eslava era el superior de Blas de Lezo durante el asedio y hay quien afirma que gran parte del mérito de lo ocurrido en Cartagena debería ser suyo.
Cuenta la leyenda que Vernon sentía tanto odio hacia Blas que, mientras se alejaba de vuelta a Inglaterra, gritó al viento desesperado: “¡Que Dios te maldiga, Lezo!”. Quizá su maldición tuvo efecto, porque Blas de Lezo fallecería pocos meses después de la batalla. Durante el asedio, el 4 de abril, una bala de cañón inglesa había impactado en la mesa de uno de los navíos españoles que defendían la bahía, en torno a la que estaban reunidos los mandos españoles en junta de guerra. Las astillas de la mesa hirieron en el muslo y en una mano a Lezo, heridas que se infectaron y que acabaron causando su muerte meses después, el 7 de septiembre de 1741, el día que nos dejaba uno de los mayores héroes de España.