Mi querido amigo, Héctor Bianciotti, organizó este encuentro hace más de 30 años: él, el argentino de París, el adorador de Paul Valéry, el futuro académico francés, el amable dandi de la Pampa, quería presentarme a su maestro ciego de Buenos Aires. Nuestra conversación iba a tener lugar en la calle de Bellas Artes, en un salón del hotel donde había fallecido Oscar Wilde, un momento de afectación y de bromas. Héctor y su maestro ya no están. Sin embargo, es imposible no vislumbrar sus fantasmas cada vez que la casualidad me lleva al barrio donde nos conocimos. ¿Han continuado la conversación que iniciamos ese día en otro lugar? ¿Han cambiado de opinión sobre Baudelaire o Mallarmé? ¿Qué idioma hablan en el más allá?
Frágil, tembloroso, solemne como un sabio de la antigua China, Borges me dice, con seriedad:
—¿Quiere que le dé declaraciones a las bravas? Depende de usted, porque a mí me encantan las preguntas estúpidas... Pregúnteme cómo ve el futuro el ciego Borges... Pregúnteme si el audiovisual anuncia la muerte de la literatura o, mejor aún, si un joven poeta debe creer en Dios... En esos temas, soy capaz, sin esfuerzo, de elevarme a las alturas de la ineptitud...
Héctor me lo había advertido: Borges es supersticioso y, antes de hablar, se cuida de ahuyentar los caminos trillados y los lugares comunes igual que otros ahuyentan el mal de ojo. Sin embargo, señala, astutamente, que esa manía le viene de Flaubert...
—Ah, Flaubert, ¡mi mejor cómplice! ¿Quiere que le hable de Flaubert?
Le hago saber que también podríamos hablar de Borges…
—¿Borges? Es un tema penoso, el propio Borges está cansado de ser Borges.
—¿Por qué?
—¡Porque lleva setenta y ocho años siendo Borges! Ahora estoy ciego, estoy condenado a la oscuridad de mi única compañía. Y en la oscuridad, las ganas de escapar de mí mismo son más sensibles que a plena luz. Así que, a la menor oportunidad, pongo pies en polvorosa, viajo, abandono a Borges como una serpiente abandona su vieja piel. Hablando de mí mismo no conseguiré evadirme demasiado. Además, tengo hambre, deberíamos comer...
Por suerte, no estoy sordo. Los sordos son siempre ridículos, personajes de una comedia... ¡Pobre Beethoven!
'No estoy sordo'
Lentamente, con infinitas precauciones, Borges se levanta del sofá de terciopelo en el que se ha arrellanado. Su bastón choca con paredes, muebles, dédalos desconocidos. Cuando se mueve, tiene el aspecto apergaminado de un viejo aristócrata en el exilio. Una especie de fantasma proustiano que baja de la Pampa. Huelga decir que tengo muchas ganas de decirle que me emociona conocerle, pero me disuade desde el principio con un "¿Qué tal?" lleno de cansancio, que, en un segundo, ha asentado una atmósfera de vieja complicidad entre nosotros.
Su voz es distante, apagada; vacila entre el acento inglés y el inimitable deje de los porteños. Me gustaría decirle cosas muy inteligentes, contarle anécdotas que le hicieran sonreír, pero no, solo intercambiamos palabras banales. En el salón del hotel, está la gente de la televisión, ajustando unas luces, porque el maestro tiene que "intervenir" en un programa sueco; en una mesa baja, se han colocado micrófonos y un volumen de Swedenborg. Borges se deja llevar, dócil ante el bullicio de un universo técnico al que se somete por cortesía.
—Por suerte, no estoy sordo... Los sordos son siempre ridículos... Son personajes de una comedia... ¡Pobre Beethoven! [Y, dirigiéndose a mí] ¿Lo fue uno de sus padres? Ah, no, su apellido es un poco diferente... Aunque ese "thoven" en común, en todo caso, debe de crear vínculos misteriosos, ¿no? ¿Es usted melómano [y, sin esperar mi respuesta]... En cualquier caso, a los ciegos se les atribuye, injustamente, una gran sabiduría, cosa muy divertida...
Tardamos unos quince minutos en cruzar la calle de Bellas Artes. La ironía se había convertido en angustia, aunque Borges intentase, como podía, suavizar el énfasis que emana de su ceguera. Es imposible no pensar en Homero, Milton, Edipo. El restaurante en el que entramos (ya ha desaparecido) tiene un nombre que le intriga: 'La ruta mandarina'.
—Extraña palabra, "mandarina", ¿no? Escuchamos la idea de mando dos veces. En primer lugar, está el verbo español "mandar". Y, en segundo lugar, "mandarín", el nombre de los líderes espirituales del Imperio celestial. ¿Por qué clase de milagro ha podido cohabitar España, una eternidad, con los hijos del cielo, en el sustantivo autorizado de un fruto tan pequeño?
'Borgiano'
Por el momento, Borges come arroz, lo único de lo que se alimenta. Ha pedido una cuchara y da buena cuenta de la ración. Pero los granos se le amontonan en el borde del plato, demasiado plano, y corren el riesgo de caer sobre su chaqueta, muy del estilo de los sastres de Savile Row, de impecable doble botonadura. Así que, mientras le hago preguntas para distraerle de la solicitud que le resulta exasperante, le lleno la cuchara y le guío la mano. Se establece un juego tácito, que podría haberle molestado, pero con el que está de acuerdo.
—¿Sabía que en Estados Unidos no hay arroz? Esa gente solo prueba la cebolla y el ajo. ¿No le parece aterrador?
Cada vez que se encuentra con una palabra extraña, Borges cobra vida. El resto del tiempo parece que se aburre
Sigue una larga digresión que lo lleva, sin seguir ningún orden, a Cervantes, a las leyendas celtas, a Nietzsche, a Stevenson, a Cicerón, a los viñedos de Mendoza, a la Suma Teológica, de Santo Tomás. Cada vez que se encuentra con una palabra extraña, Borges cobra vida. El resto del tiempo parece que se aburre. ¿Realmente le distrae jugar con las etimologías?
—Es lo único en este mundo que de verdad me divierte... Cuando los antiguos sajones utilizaban la palabra Thor y no estaban seguros de si significaba "Dios del trueno" o el "ruido que sigue al rayo", se hallaban en la encrucijada de la ambigüedad que la poesía se esfuerza por reencontrar y explorar. La tragedia es que las palabras son olvidadizas y se ha vuelto muy pedante reavivar su memoria. A mí me parece misterioso como el universo. Ahí cuelgo yo mis sueños.
—Sus sueños, como sus libros, ¿están llenos de tigres, espejos, laberintos, puñales?
—¡Por piedad, ahórreme esa pregunta! Todo el mundo se ve en la obligación de preguntarme y, francamente, Borges ya no tiene el valor de responder.
—Que así sea. Olvidemos a Borges. Pero aún quedan los borgianos... Al fin y al cabo, ha dado origen a un adjetivo que se utiliza para designar un determinado tipo de historia, de relato, de obsesión... Está obligado a asumir...
—¿Borgiano? En español, ese adjetivo no existe...
Las traducciones
Sin embargo, en francés —y en muchas otras lenguas— esa palabra existe, y describe una idea muy precisa: nombra un universo con una arquitectura muy específica que se concibe a sí mismo como un libro infinito, como una biblioteca donde se encabalgan dialectos, tradiciones, mitos y religiones para decir que la condición humana es tan lamentable como sublime. En este universo borgiano, nos encontramos con emperadores chinos, exploradores de la Torre de Babel, talmudistas, bailarines de tango, plagiarios y ladrones.
Si tuviéramos que resumir la atmósfera en la que se desenvuelve Borges con uno solo de sus textos, sería sin duda aquel cuento escrito en 1940 y titulado Pierre Menard, autor del Quijote. La suya es la historia de un hombre del siglo XX que cree que solo la falta de educación o de cultura permite a los escritores abarrotar las bibliotecas con obras nuevas. Así que se propone escribir El Quijote, no una nueva versión de la famosa novela, sino una que sea equivalente, palabra por palabra, a la de Cervantes. Analizando El Quijote de Pierre Menard, Borges reprodujo algunas de sus frases y las comparó con las del de Cervantes, estrictamente idénticas. Y concluye que se trata de dos textos muy diferentes, incluso opuestos. Porque, aunque las palabras de ambas versiones sean similares, los acontecimientos, los lectores y la historia universal han cambiado.
—Además, ¿para qué escribir nuevos libros? Podríamos ampliar nuestras bibliotecas o poblar de aventuras los libros más tranquilos atribuyendo la Imitación de Jesucristo a Louis-Ferdinand Céline; Hamlet a Tolstoi, y Los hermanos Karamázov a Herman Melville. Ser borgiano, como usted dice, quizás es ceder a mi costumbre de explotar el anacronismo y la impostura...
—En cualquier caso, si el adjetivo ha traspasado fronteras, probablemente signifique que eres más famoso en Europa que en Argentina...
—Debo ese privilegio a mis traductores, que, como ha quedado demostrado, tienen mucho más talento que yo. Ellos me inventaron, literalmente. Faulkner, creo, tuvo la misma suerte en Francia gracias a su elegante traductor, Maurice-Edgar Coindreau. A esto hay que añadir que Francia siempre ha sido generosa y distraída: es tan fácil convertirse en un personaje ilustre en su país…
Desde este punto de vista, Borges ha llegado a lo más alto: en 1925, Valery Larbaud descubrió con asombro sus primeros ensayos. En 1933, Drieu la Rochelle, de visita en Buenos Aires, escribió un artículo contundente: Borges bien merece el viaje. Posteriormente, Caillois, Étiemble, Paul y Sylvia Bénichou lo tradujeron y se convirtieron en comentaristas de sus obras.
Durante la época de la nueva novela, Robbe-Grillet, Butor y Claude Simon se disputaron el Dios del Laberinto, y periódicamente, su nombre suena para el Premio Nobel ("Llevan tanto tiempo prometiéndomelo que el jurado de Estocolmo debe de creer que ya me lo han dado"). Más recientemente, una larga cita de una enciclopedia apócrifa imaginada por el argentino ha servido de frontispicio del libro de Michel Foucault Las palabras y las cosas. ¿Acaso lo sabe Borges? ¿Sabe siquiera quién es Michel Foucault?
—Creo que es un filósofo. Cuando supe que se refería a mí, preferí no saber lo que decía porque siempre me abruma la inteligencia de los filósofos, sobre todo de los franceses, que se aventuran en mis libros. Su perspicacia me impresiona. Pero, qué quiere que le diga, yo soy un escritor de la vieja escuela: mi imaginación ha construido pequeños y extraños enigmas y no me gusta nada que la gente se inmiscuya en un terreno ya conquistado.
"Insensatos. No saben que nada, absolutamente nada es más insoportable que la noche"
—Hay mucho orgullo en su modestia...
—Si muestro orgullo no es por mí, sino por la filosofía. Esta sublime disciplina debe construirse con materiales nobles y mis fantaseos de ciego no son dignas de ella...
La ceguera
A lo largo de la comida, Borges habla de su ceguera con un desenfado que oscila entre lo lúdico y lo trágico. Su padre, su tío y su abuelo murieron ciegos. Hace más de veinte años que no ve nada.
—Joyce afirmaba que la ceguera era lo menos importante que le había ocurrido. Absurdo, ¿no? Odio a la gente que, para consolarme, me dice que el mundo actual no es bonito y me dice: "Ah, pero usted tiene los recuerdos y la intensidad de su vida interior...". Insensatos. No saben que nada, absolutamente nada es más insoportable que la noche. Por cierto, acabo de comprar un grabado de Durero. No lo veo, pero recuerdo su dibujo. Y me gusta tenerlo cerca, enmarcado. También tengo un grabado de Piranesi al que le tengo mucho cariño.
—En uno de sus poemas, imagina la última rosa que vio Milton... Nos gustaría saber cuál fue el último libro que leyó Borges...
—Un libro de Léon Bloy: El mendigo ingrato. Me gusta mucho Bloy, aunque su obra abunda en barbaridades de lo más estruendosas. Se consideraba un buen católico, pero su gusto por la Cábala no era muy ortodoxo que digamos.
—En estos tiempos, Sartre también está casi ciego, y como usted, es un viejo cómplice de Flaubert... Son dos razones para sentirse cerca de él, ¿no?
—Nunca lo he leído en condiciones…
—Para él, la ceguera implica renunciar a la escritura. En cualquier caso, renunciar a lo que ha dado en llamar "estilo"...
—Probablemente porque su estilo, como el de los existencialistas, es un estilo muy "visual", no es mi caso. Sartre siempre escribió libros voluminosos, así que probablemente necesitaba releerse, tachar sobre el papel... Con mis relatos, puedo pulir cada frase en el silencio de mi cabeza. Y cuando dicto, ya está perfecto.
—Aparte de Bloy y Flaubert, usted no tiene usted una gran querencia por la literatura francesa...
—No, eso no es cierto. La literatura francesa fue una de mis primeras compañeras. No olvide que estudié en francés, en Ginebra.
—¿Y Nerval? ¿Y Baudelaire? ¿Y Rimbaud?
—Baudelaire tiene muy mal gusto. Sus poemas están llenos de carroña, musas enfermas o venales, brujas famélicas, vampiros... Además, sus versos están llenos de palabras que solo usa para que le cuadre el metro, y así acaba rimando cosas como "eslabón" con "corazón". ¿A usted le parece bonito? He aquí otra abominación que me viene a la mente: "Le dejo a Gavarni, poeta de clorosis / Su tropel gorjeante de beldades de hospital". Un hombre que escribe algo así….
Borges se deja llevar. Decenas de versos, canciones enteras, brotan de quién sabe qué rincón perdido de su memoria. Y Baudelaire no es su única víctima. "¿No fue Valéry quien comparó el mar con un techo? Eso le convierte en el autor de la metáfora más absurda de la literatura".
—¿Y Mallarmé?
—Mallarmé estaba obsesionado con la innovación, y eso es de una gran vanidad, ya que el lenguaje siempre tiene algo de fatídico. Los innovadores, en el mejor de los casos, se convierten en atracciones de museo. En sí misma, la idea mallarmeana de un texto absolutamente específico y personal suscita fieles o fatiga. Imagine a un ucraniano o a un persa aprendiendo francés a través de la prosa o los versos de Mallarmé. Podría llegar a convencerse, después de muchos años de aprendizaje, que Diderot y Voltaire se habían expresado en un dialecto incomprensible...
—Entonces, en todo este naufragio, ¿a quién debemos salvar?
—A Victor Hugo, por supuesto. Fue un gran poeta público, y Francia no se equivocó al asistir al completo como nación a su funeral. Dicho esto, Verlaine es mi poeta favorito: no hay un solo defecto en su gusto... También siento una gran ternura por Toulet, un poeta injustamente olvidado. Y luego están Voltaire, Diderot, D’Alembert, la Enciclopedia, La Chanson de Roland... Por encima de todos, Flaubert, que fue el primero en saber que la profesión del escritor era un sacerdocio, un martirio...
—¿Proust?
—Por desgracia, en En busca del tiempo perdido solamente hay un personaje interesante, el barón de Charlus. A los demás no nos entran ganas de conocerlos... Y, además, sus frases —como dijo Thomas de Quincey sobre el viajero alemán— "son grandes baúles donde mete todo lo que necesita para recorrer el mundo". Por último, algo esencialmente mezquino asedia toda la obra de Proust: es una literatura que se basa en el cotilleo. Le debemos, sin embargo, hermosas páginas sobre la memoria que solo tienen un defecto: Bergson ya las había escrito antes que él. Huelga decir que todas estas confidencias deben quedar entre nosotros...
—¿Y sus contemporáneos?
—Nunca leo lo que escriben. Me aterra parecerme a ellos.
—Pero hay grandes escritores en América Latina...
—Sí, eso me dicen a menudo...
—En todo caso, García Márquez, Octavio Paz, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, ¿le suenan?
—¿Sabe qué? Llevo más de cuarenta años sin leer el periódico...
—¿Y Neruda?
—Sí, lo conocí y charlamos algunas veces. Él pensaba, como yo, que el español es una lengua irremediable con la que es imposible hacer gran cosa, y yo le contesté que esa era la razón por la que no habíamos hecho nada... Tal vez deberíamos probar con el inglés, le sugerí... Sí, vamos a intentarlo, me respondió, pero ya sabe, Shakespeare ya había escrito lo fundamental. En otra ocasión, Neruda me invitó a visitarlo, pero era embajador y comunista, y no quería que los periodistas pudieran decir que yo, Borges, le había hecho una visita a un comunista.
—¿Por qué?
—Porque soy un hombre de derechas. Por lo menos, eso es lo que van diciendo de mí. Y como van diciendo esas cosas, no hay manera de ganar el Premio Nobel...
—No tuvo tantos escrúpulos para visitar al general Pinochet, que es un auténtico fascista...
—A mí no me parece un fascista.
—Incluso aceptó que le concediera, en persona, una importante distinción literaria...
—Así es. Pero mucha gente no lo considera un fascista. Cené con él. Encontramos varios temas de conversación...
—¿Sabía que en el Chile de Pinochet se torturaba a gente y se quemaban libros? Un artículo reciente de Mercurio llegó a informar que El Quijote ardió en la hoguera...
—Eso es, en mi opinión, completamente inverosímil.
—Y en la actualidad, ¿no le molesta la violencia y la brutalidad policial del régimen argentino?
—Siempre he sido antiperonista, porque Perón fue un sinvergüenza que corrompió a todo el país. Por mi parte, nunca he conocido a un peronista que sea inteligente... Cuando, después de su exilio, volvió al poder, mi tristeza fue inmensa: aquello era el regreso de la vulgaridad y la ignorancia. Afortunadamente, Evita ya no estaba... ¡Qué espanto de mujer! Hay una famosa anécdota al respecto: un día, los peronistas quisieron rebautizar la ciudad de La Plata con el nombre de Eva Perón. Algunos tradicionalistas, muy apegados al nombre de su ciudad, presentaron una moción de compromiso: decían que La Plata se llamaría en adelante La Pluta; plata significa "dinero" y puta, pues ya se sabe lo que es... Ahora bien, entre la puta y el dinero existe esa equivalencia ancestral y arcaica que a nadie le pasa por alto. En honor a Eva Perón, la prostitución y el atractivo del dinero se unieron así en un juego de palabras que obviamente no contó con la aprobación de la administración peronista. En cuanto a Isabellita, la segunda esposa de Perón, no fue más que el mito de un mito difunto.
"Que el general Videla manda a la cárcel a sus opositores es propaganda. Si fuera así, yo me habría enterado"
—Pero Perón ya no está. Y, en su lugar, está el general Videla, que, todos los días, manda a la cárcel a sus opositores, cuando no los manda a asesinar...
—Anda, anda, eso no es más que propaganda... Si eso que dice fuera verdad, yo me habría enterado. Sobre todo, porque vivo al lado del Círculo Militar de Buenos Aires...
Desde el momento en el que entramos en esos temas, Borges habla con vehemencia, como si hubiera adivinado mi decepción por esa otra ceguera que padece, más voluntaria, que le permite no ver lo que realmente ocurre en su país. ¿Qué sentido tiene insistir? Borges, que sin duda es el hombre más cortés del mundo, fingiría creernos y luego diría que estaba cansado y que le había entrado fatiga. Sin embargo, una insidiosa digresión le hizo evocar a Drieu la Rochelle, con quien se había encontrado a menudo en casa de Victoria Ocampo.
—¡Era un hombre extraordinario! Se convirtió en fascista por pereza. Se dejó caer por una suave pendiente y, un día, comprendió que se había convertido en un traidor, en un cómplice de los canallas. Habría hecho mejor en exiliarse en Inglaterra... Además, tenía un porte verdaderamente inglés: fumaba en pipa, era elegante, deportista; los ingleses lo habrían adoptado y, cuando Francia se hubiese liberado, hubiera sido ministro. Pero, como no le gustaba viajar, se quedó en París, llegaron los alemanes, compartió mesa con ellos, y así sucesivamente... Ese hombre se convirtió en fascista sin premeditación, por pereza, o quizás por melancolía.
Borges habla de Drieu la Rochelle como si hablara de sí mismo. Es difícil saber si la lucidez tiene un lugar más destacado en su evocación que la ironía o la decepción. Me da la sensación de que no quiere quedarse en esa parcela del recuerdo.
—Hoy vivo en Buenos Aires, como siempre... En el mismo piso... Conozco cada rincón, dónde están los muebles, los cuadros y los objetos. Algunos amigos me visitan, saben que no me gusta cenar solo. Esta ciudad, este piso, es parte de mi destino. Nunca me iré de aquí.
—¿Sigue escuchando tangos?
—El tango es un antiguo baile de burdel. Las argentinas elegantes lo empezaron a bailar cuando supieron que también se bailaba en París. Por mi parte, siempre he preferido la milonga, el ancestro del tango, que tiene un ritmo más vivo. Siempre me emociono cuando escucho esa música, esa tontería narrada que, antes de la guerra, todavía flotaba por las aceras de Buenos Aires, en la esquina de los bistrós. Es una música llena de hombres que bailan juntos, una música de cuchilleros, esos hombres cuya única profesión es el valor.
—Querido Borges, de repente parece cansado y melancólico. ¿Quiere que interrumpamos nuestra conversación?
—De hecho, sí, buena idea. Estoy cansado. Además, no llego a adivinar su cara solo con su voz, y eso me molesta. Con las mujeres es más fácil: su voz siempre se corresponde con su rostro y a veces incluso puedo intuir su belleza. Tal vez la única ventaja de la ceguera es que me conserva los rostros amigos, los protege del paso del tiempo: las mujeres que una vez conocí y aún frecuento no han envejecido.
—¿Quiere añadir algo?
—Sí, digamos que Borges es un individualista. Que odia el fascismo, el comunismo, la violencia de los imbéciles. Digamos que a Borges le gustaría ser suizo, ciudadano de ese país ficticio donde nadie se sabe el nombre del presidente. Y luego me gustaría añadir también que Virgilio es un poeta maravilloso...
* Jean-Paul Enthoven es editor, crítico literario y novelista.