Repite la palabra 'miedo' con diferentes connotaciones. La dice con solemnidad cuando se acuerda de ciertos episodios del pasado. La masculla con sorna cuando comenta el rumor –ya confirmado– de que el bebé de Ana Obregón podría ser del esperma de su hijo. Y la suspira con espanto cuando piensa en sus posibles devenires vitales. Y 'miedo', seguramente, sería lo último que se le asociaría a Lucía Rivera, una joven de 24 años que atraviesa la estancia con arrojo junto a su perro Mochi. A esta modelo de carrera internacional que saluda poderosamente, dando dos besos mientras protege en una mano un café de medio litro y en otra un cigarrillo electrónico.
En realidad, casi nadie ligaría ese concepto abstracto al de Rivera, pero tampoco otros más concretos como maltrato, depresión o inseguridad. Y, sin embargo, ahí están: saliendo sin remilgos de su propia boca en una larga charla, replicadas en miles de artículos o contextualizadas por su protagonista en Nada es lo que parece, el libro que acaba de publicar con la editorial Espasa.
Lo promociona estos días en Madrid, donde charla con EL ESPAÑOL | Porfolio. Es un jueves por la mañana y durante la semana ya lleva decenas de entrevistas en televisión o radio y un viaje exprés a Italia. Este trajín no evita que hable sin mirar el reloj y sin esquivar temas. Lucía Rivera opina sobre drogas, feminismo o su familia, a pesar de conocer bien las consecuencias mediáticas que tiene meterse en estos charcos.
Su discurso y su voz son firmes, acordes a ese metro setenta de talle que conjuga con una mirada profunda y un pelo oscuro. Características físicas procedentes de una dichosa herencia genética: es hija biológica de la actriz Blanca Romero y de un modelo del que nunca ha trascendido la identidad. Por eso llama padre y adoptó el apellido del torero Cayetano Rivera, con quien tuvo una relación su madre.
Con esa belleza a la italiana, como la describe la escritora Estefanía Ruiz en el prólogo, un acento que mantiene el deje de quien nació en Gijón en 1998 pero ha pasado largas estancias en distintos lugares del globo y la cordialidad de quien agradece que se valore su obra, Rivera inicia su charla sin ambages: el local de la cita es de unos amigos y solía frecuentarlo cuando residía cerca, pero ahora no acude tanto porque se ha mudado a otro barrio, más periférico. "El centro me agobia, quizás por mi fobia social", explica.
También señala que empieza a reconciliarse con Asturias, su tierra, o que aún colean los traumas de infancia, adolescencia y juventud detallados en las 250 páginas de Nada es lo que parece. Este "experimento", tal y como ella lo denomina, está a mitad de unas memorias tempranas y un cúmulo de lances que derivan en reflexiones. Y marca un punto y aparte en su existencia. Aunque no sepa de qué irá el párrafo siguiente: Lucía Rivera está en un momento de tránsito que maquilla estos días con una agenda imposible.
"Me gustaría que el libro se vendiera muchísimo para irme a Jamaica, que hace buen tiempo, y aislarme allí, escribiendo", bromea la autora después de copar titulares y ser el centro de la polémica por una alusión a Eva González, la exmujer de su padre (lo único en lo que prefiere no entrar: "comentas un montón de cosas y parece que la gente se queda con una frase", justifica). Lucía Rivera compagina su trayectoria como maniquí (iniciada a los 16 años) con colaboraciones en el diario La Vanguardia y con su tarea de influencer en redes sociales, donde le siguen más de 168.000 personas.
Acaba de sumar una faceta más en su currículo: la de 'desnudarse' relatando cómo cambió 11 veces de colegio, soportando la marginación y el acoso tanto de profesores como de compañeros, cómo fueron sus relaciones amorosas, con casos de abuso, cómo se anestesiaba con marihuana, cómo cayó en depresión, cómo es el vínculo con su padre biológico, cómo le ha acomplejado su cuerpo o cómo le ha afectado estar siempre en la picota mediática. Una buena lista de intimidades que, según confiesa, son una mínima parte: "Si quisiera, tendría para cinco libros más", advierte.
PREGUNTA.– Al principio de Nada es lo que parece apunta que siempre ha sido "esclava del juicio ajeno".
RESPUESTA.– Sí, claro, porque por mi situación siempre he vivido con cámaras. Lo mío es un miedo constante. Porque salgo de fiesta o estoy en una cafetería y, aunque no haga nada, me voy pensando si alguien me escuchaba y era periodista. Además, se me educó mucho desde el silencio. Me tocó vivir eso. Creo que a todos los hijos de los famosos les pasó esto. La putada es haberme hecho ese personaje por culpa del juicio ajeno. Yo no era yo, yo era lo que me decían que era. Y cuando una persona crece así, te conviertes en lo que otros dicen: triunfadora, modelo… y es un putadón tremendo porque, cuando tienes un rato para pensar, ves que te montaste una película que no es ni tuya.
P.– Se encuentra los defectos…
R.– Los defectos y las virtudes. Porque se pueden atacar muchas cosas y dejar de lado otras. Creo que la gente se centró mucho en de quién era hija o en que profesión tenía. Con el libro ocurrió lo mismo: quería que fuera algo así como: "Os pensabais que era tonta y no lo soy", "os pensabais que había dicho todo y para nada", "os habíais imaginado una cosa y tomad". Lo que pasa es que luego la gente lo lee y se queda con unas absurdeces y unas tonterías que digo: "¡Joder, me pasé toda la vida pensando que era tonta y qué va!".
P.– Justo pensaba en los prejuicios. Me imagino que habrá mucha gente que vea el libro y le reste valor por ser de una chica joven, modelo, famosa...
R.– Me pasa mucho. Y si sufre por algo el libro es por el prejuicio. O porque sale mi foto, que le eché cojones. De hecho se está diciendo que es una autobiografía y no, es un experimento. Pero también me pasa con la familia y la política. Se me politiza mucho. No voy a posicionarme aquí, pero solo quiero decir que no tengo nada que ver ni con mi madre ni con mi padre. Mi madre es un poco más igual, pero por la carrera de mi padre se me pone ya en un bando.
Y no se sabe si estoy a favor o en contra. Está la extrema derecha ahí, más carca, o el polo opuesto, con quien tampoco me identifico, pero puedo estar en el medio. Siempre siento que desencajo. Y mi psicóloga me dijo que es bueno. La pena es que últimamente todo es muy sectario. Hasta te encasillan por la forma en que vistes. Pasa con el feminismo: parece que lo estamos reventando desde dentro. Y bastante mierda nos echan ya desde fuera, porque la violencia machista existe y la sufrimos todas, como para que encima ahora nosotras hagamos lo mismo. Es una estupidez. Otro ejemplo: los 'trans': yo hablo con gente que está en las dos posturas y se llevan bien. Pero luego parece que hay una guerra. ¡No os matéis, que no estamos en La Moncloa, estamos en el mundo real!
P.– ¿Cómo le planteaste el libro? ¿Querías que fuera por temas o de forma cronológica, más autobiográfico?
R.– Pues no lo tenía claro. De hecho, he escrito algunos capítulos intermedios al final. El principio es que era tan heavy que no podía ser de otra forma. Es que es muy fuerte que en el nacimiento te partan los dos fémures en un parto de cesárea. Y desde el inicio es una forma de decir: "Cabrones, estoy viva de milagro". Y luego es aclarar algunas otras cosas. Porque la gente se cree que vivía en Suiza y me iba en avión privado, pero es que no fue así.
P.– Casi lo contrario: su madre no paraba de viajar, usted cambiababa continuamente de colegio, sufría acoso y falta de adaptación…
R.– Para mí es muy normal recordar el acoso. Yo era muy mala estudiante y a lo mejor, no lo sé, lo habría sido mejor si hubiera ido a cuatro colegios en lugar de a once, que son muchos. Aunque también le cogí el gusto a la variación continua. De hecho, mi carrera es cero estable y puede que eso sea la causa de mi ansiedad. Porque no sé cómo va a ser el día siguiente. Lo curioso es que la depresión me vino cuando estuve muy parada. Y lo pasé fatal. No quiero volver a eso. Prefiero cualquier cosa a aburrirme, no lo soporto.
P.– Sin embargo, ha comentado varias veces cómo influye negativamente esa necesidad de actividad perpetua o la de exponerse en redes sociales en la salud mental.
R.– Sí, es que con las redes vemos que la gente hace de todo a todas horas y nos volvemos locos. Te sientes súper mierda porque tú estás en el sofá y hay otro en las Maldivas. Por eso no me gusta nada esta vida. No estoy nada de acuerdo. Y, por lo tanto, soy bastante infeliz a veces.
P.– Ahora parece que es una obligación mostrarse. Más en ciertas profesiones y a cierta edad, donde el teléfono es un apéndice del cuerpo.
R.– Cuando empieza a ser una obligación es un asco. Porque es como que si no lo enseñas, no lo haces. Y es un poco aburrido. Espero que todo esto dé la vuelta. Las redes crean a la gente una necesidad de ser famoso. Y si lo eres, además, tu vida no va a cambiar en absoluto, va a ser la misma mierda [ríe]. Se ha creado una necesidad que llega incluso a dar la sensación de que si lo dejas, dejas de existir. Esto es una cárcel. Si consigo retirarme, dejo todas las redes. Llevo muy mal la falta de productividad. Mi relación con mi móvil es muy tóxica.
P.– Volviendo al libro. ¿Cómo ha sido el proceso?
R.– Tengo la sensación de que llevo ocho años con este libro, y me estoy ahogando. Aunque creo que mejoraba según escribía. Lo de la familia es lo penúltimo que hice. Me pidieron que lo quitara, pero ¿cómo lo iba a omitir? Este libro es lo menos falso que he hecho en mi vida. No podía haberlo eliminado.
P.– Ha sido fuente de polémicas.
R.– Hay muchos temas muy polémicos que la gente se está callando. Últimamente pienso que lo he hecho desde el corazón, que he sido natural y honesta y que no pongo un cuchillo para que nadie lo lea. Si no gusta, que no lo lean. Además, nos piden naturalidad todo el rato, que no haya engaño, y cuando no engañamos, van al cuello. Pues voy a seguir así: he visto que me gusta decir lo que pienso.
P.– Aparte de los pasajes sobre la familia, llaman la atención los del maltrato de una pareja.
R.– Tuve hasta un choque con el coche en el momento que estaba escribiendo eso. Y la persona que me lo hizo sigue tranquilamente con su vida. El miedo es no saber la reacción. No solo por el machaque que sufre la gente que habla de violencia machista, sino por lo que puedan hacerles los maltratadores. Como mi caso: alguien que se rompió un plato en la cabeza, que se hace daño a él, imagínate el daño que pueda hacerme a mí. Escribiendo me di cuenta de los traumas que todavía tenía.
P.– ¿Y cuándo supo que estaba en una situación de maltrato?
R.– No fue en el momento. En aquel momento, todas mis amigas estaban maltratadas. Estábamos acostumbradas a que los hombres nos trataran así, y cuando tuve otra relación es cuando me dio una crisis postraumática, porque yo decía: "¿Qué mierda es esto, que no me tratan mal?". Como cuando llegué a una agencia de modelos y me insultaron: no me preocupó. ¿Cómo me va a importar que me llamen gorda o quinqui si ya me habían dicho cosas peores?
A causa de esto, me autocastigo. Porque ya no me castigan los otros. Y eso viene de aquella relación: me sigo dando cuenta del mogollón de patrones que tengo. Después de este libro no hay una sanación. Lo fuerte es que ya sé cuándo hay algo así. Por ejemplo, con una de mis mejores amigas, cuando le vi la cara a su novio, veo el maltrato. Ellas me riñen porque dicen que, como me pasó a mí, lo veo en todos los lados. Sus novios me tienen como la mala. ¡Pero es que luego pasa y yo avisé! Meto mucho las drogas en el maltrato, porque suele relacionarse. Al menos a los que yo cacé. Habrá muchos maltratadores que no se droguen, pero no los excuso: son unos hijos de puta igualmente.
P.– Entrando en ese tema, en el libro no se corta al contar que fumaba porros y que ha probado de todo, pero no le ha sentado bien. Han sacado una versión usted que no te gustaba, explica, y por eso no la consumes. ¿Cree que se habla poco de las drogas, aunque se sepa que hay mucho consumo?
R.– Creo que hay que hablar de la droga desde pequeños. Yo me considero antidrogas, pero no por el miedo a ellas, sino porque no me gustan. En mi vida es muy normal que la gente se drogue. Y hay que hablarlo igual que se tiene que hablar de educación sexual, que la gente aprende con el porno.
P.– Otro tema en el que se extiende: el sexo y el deseo, que nunca fue muy satisfactorio ni consciente.
R.– El sexo que tuve siempre fue con personas mayores. No extremadamente mayores que yo, porque nunca lo he hecho con gente mucho más mayor, pero sí con algunos años más (y no por nada: tengo amigas que lo hacen porque les gusta). Y pienso que siempre he tenido la mala suerte de creerme más al mando de lo que estaba. Es como la libertad que nos vendieron de que tú puedes hacer lo que quieras con el cuerpo, y no es verdad. Ahora soy más consciente en mis relaciones. El sexo que nos vendieron era una puta mierda. ¡Si yo no sabía qué era el clítoris hasta los 20 años!
P.– Incluye varias menciones al mundo de la moda y llega a catalogarlo de "secta", de generador de inseguridades o de falso.
R.– Es que parece que estamos mirando todos para otro lado. A mí se me pidió que me callara o ser maja con cierta gente para salir en portadas. Se nos pone a las modelos unas escaleras para ir subiendo, pero hay que hacer cosas asquerosas. A mí no me tocó, pero se sabe. Se sabe, pero no se habla. Si hay una persona que abusa de niños pequeños, pues cancelémosle. Al parecer hay una lista negra de abusadores, pero no se publica.
Respecto a los complejos, mira: ayer venía de hacer una campaña y pensé "estás gorda". Y no es así. La inseguridad sale porque siempre te van a pedir más. Yo comparo mucho la moda con una goma que tienes que estar estirando. Y hay quien no puede más. Y encima es un mundo megavacío en el que todas queremos lo que tienen las demás. Llegas a un shooting y tienes a cinco personas hablando de tu físico. Bien o mal, pero te están juzgando. A mí, que había dado un parón por salud mental y volví, me cuesta mucho que se me cosifique. Ya que nos toca ser juguetes, que al menos se nos cuide. Hay vacíos legales horribles y somos nuestros propios enemigos.
P.– Termina abogando por el perdón y el amor propio.
R.– Yo me culpé de todo lo que me había pasado. No culpé al tío que me maltrató, ni a la agencia, ni a las amigas que me insultaban. Obviamente, tenemos un factor de culpa en todo lo que nos pasa. Pero mi problema es que cuando yo dejé la relación de maltrato, se me asignó el que yo había sido la tonta que no lo había visto, y a él, nada. Entonces yo me eché mucho la culpa de haber fumado porros, de haber llevado una vida insana. Cargué mucho la culpa incluso de situaciones que no eran mías. Ahora intento perdonarme y abrazarme desde el autoconocimiento.
P.– ¿Ha servido de bálsamo el libro?
R.– Bueno, la teoría es muy fácil, pero la práctica no tanto. Me está costando. Porque desde pequeña, y sobre todo desde los 19 años, lo que más me han dicho ha sido "sonríe" y "cállate". Y ahora he hecho lo opuesto: contarlo. Pero lo que más me preocupa desde que voy a terapia, lo que me replanteo cada día, es si soy feliz con lo que hago. Y tengo un miedo horrible a no serlo.