La reciente revuelta en Brasilia para impedir la toma de posesión de Lula da Silva como presidente con la ocupación por la fuerza de la sede de los tres poderes del estado ha recordado a muchos lo sucedido dos años antes con los partidarios de Donald Trump, debidamente espoleados por Steve Bannon, según determinó la comisión de investigación de la Cámara de Representantes. Ahora bien, quedarse ahí es quedarse a medio camino.
El director de EL ESPAÑOL, Pedro J. Ramírez, lo explicaba a la perfección en un tuit publicado el pasado 9 de enero: "Lo que los asaltantes pedían ayer en Brasil no era la vuelta de su líder sino de los generales. Y a Lula no le tildaban de ilegítimo, como a Biden, sino de comunista. Y es que no hay combinación más explosiva que la del fanatismo con la ignorancia".
Efectivamente, comparar sin más ambas revueltas es absurdo. Por supuesto, unas imágenes recuerdan a otras porque son las imágenes del odio, pero, hasta cierto punto, Brasil entronca mucho mejor con la idea que llevamos exponiendo desde el principio: el fanatismo que se cree en posesión de la verdad y que encuentra rápidamente un eco en la turba. Ni que decir tiene que Jair Bolsonaro es íntimo amigo de Donald Trump y, por extensión, de Steve Bannon. El polemista recibió la noticia de la insurrección con el siguiente mensaje: "Brasil está luchando por su libertad. La elección fue un robo y los brasileños lo saben".
Lo que pasa es que aquí, como apunta Ramírez, el supuesto robo no es la motivación principal. Tampoco lo es, probablemente, en el caso estadounidense, donde el mantra se utiliza como excusa más que otra cosa. Los insurgentes brasileños no querían devolver el poder a Bolsonaro, que se encontraba en ese momento en Florida ajeno a todo y, de hecho, acabaría ingresado en el hospital por sus recurrentes dolores abdominales. Los insurgentes brasileños querían la acción directa, querían eliminar la democracia independientemente de su ganador. Querían la violencia en su máxima expresión, es decir, querían que fuera el ejército el que pusiera orden a golpe de metralleta.
La tentación del golpe de estado, de la deshumanización del adversario político, ha estado siempre ahí en todos los países a lo largo de toda la historia. Ahora bien, lo que distingue estos tiempos de los anteriores es la trivialización del odio, su manejo, su expansión en forma de noticias falsas o exaltaciones peligrosas. Ahí es donde entran varios personajes siniestros, pero, de nuevo, ninguno como el citado Bannon.
El ejecutivo de medios es el hombre que sabe tocar la tecla exacta de la indignación. Por supuesto, Bolsonaro existía antes de que Bannon apoyara su campaña electoral como existían las iglesias evangélicas radicales que pedían el voto para él. El reto era unirlos a todos frente a un enemigo común: en este caso, el supuesto comunismo de Lula, por lo demás un socialdemócrata de lo más moderado.
En Estados Unidos hizo lo mismo. Supo captar la incomodidad y la falta de adaptación de los trabajadores blancos de los suburbios del "cinturón del óxido". Supo unir esa incomodidad con la del conservadurismo nacionalista de la América más rural. Las clases medias urbanas y las clases medias rurales. En cada país, según la doctrina Bannon, hay un grupo demoscópico preparado para hacer que todo salte por los aires. Solo hace falta buscarlo e inflarlo artificialmente a base de mentiras y un falso sentimiento de pertenencia. Como diría la escritora Joan Didion, tarde o temprano, "el centro cederá"
Bannon ha sabido aprovecharse del descontrol y la confusión para incentivar el voto contra el sistema, es decir, el voto contra la Unión Europea en Reino Unido -y de paso contra el tibio Partido Conservador de David Cameron- y el voto contra la familia Clinton. No lo hizo desde una gran cadena de televisión, aunque FOX News le rio las gracias durante un tiempo, ni lo hizo desde un periódico de tirada nacional.
Lo extraordinario de su caso es que no lo hizo desde una gran cadena de televisión, aunque FOX News le rio las gracias durante un tiempo, ni lo hizo desde un periódico de tirada nacional. Organizó la mayor campaña de desprestigio de la historia en blogs, podcasts, foros y redes sociales. Culminaba varios años de pesadilla populista en una mezcla de nacionalismo rancio ("Make America Great Again"), xenofobia mal disimulada y amistades peligrosas, entre ellas la del también ubicuo Vladímir Putin, cuyos propagandistas no dejan de pedir la vuelta de Trump a la Casa Blanca. Con él al mando, vivían de lo más tranquilos.
Ahora bien, ¿cómo hemos llegado aquí? ¿Qué proceso ha seguido la política mundial para que hombres como Bannon acaben expandiendo sus tentáculos por todo el mundo? ¿Qué ha sucedido en este tiempo para que los parlamentos hayan dejado de ser puntos de encuentro y se hayan convertido en objeto de conquista? Una rebelión de las masas en sentido estricto, una concatenación de hechos que no se entienden sin el que probablemente sea su primer motor: la crisis crediticia de 2008 y 2009.
El 11 de diciembre de 2008, el expresidente del Nasdaq, Bernie Madoff, era detenido por el FBI y acusado por la Fiscalía de una estafa piramidal relacionada con distintos productos bancarios. La noticia llegaba tres meses después de la suspensión de pagos de Lehman Brothers, una de las entidades financieras más poderosas de Estados Unidos.
La crisis crediticia ya era un hecho irrefutable por mucho que la mayoría de los gobiernos occidentales siguieran negándola. ¿Los afectados? En su mayoría, ciudadanos de clase media o incluso media-baja con pequeños ahorros y pequeñas inversiones en el mercado inmobiliario que ahora se veían en la ruina. Curiosamente, ese mismo 2008 fue un gran año para Facebook. La red social, montada cuatro años antes casi como un pasatiempo por Mark Zuckerberg, superaba a MySpace y, a principios del año siguiente, se convertiría en la plataforma más popular de internet con 350 millones de usuarios registrados.
El éxito de Facebook arrastró a otras aplicaciones de la llamada "Internet 2.0", especialmente a Twitter. En 2009, pasó de 5 a 71 millones de usuarios. ¿Quiénes eran los habituales de ambas redes? De nuevo, ciudadanos de clase-media, tal vez media-alta, con acceso habitual a internet y muchas ganas de compartir su opinión con el resto del mundo, fueran conocidos, como en Facebook, o absolutos desconocidos, como en Twitter.
Aquí tenemos la primera bomba lista para detonar: un descontento generalizado en las clases medias que encuentra a su vez un medio para canalizar la rabia contenida. Tanto 2010 como 2011 son años políticos en las redes sociales. Son años de protestas, hashtags y grupos que culpan al sistema de todos los males. Conforme distintos bancos van cayendo por todo occidente y los gobiernos de turno hacen lo posible por rescatarlos, crece la sensación de que los políticos ("la casta", que diría aquel) están usurpando la "verdadera voluntad del pueblo" para venderse de manera directa o indirecta a los ambiguos "poderes fácticos".
El cuestionamiento de la democracia liberal no era algo nuevo, como no lo era el populismo, pero de repente se podía llegar a cientos de millones de personas en todo el mundo con solo una frase bien armada y un mensaje simplista. A rebufo de las protestas civiles en lo que se dio en llamar la "primavera árabe" y en las que la organización a través de redes sociales de las clases medias reformistas fue clave, el populismo fue tomando posiciones, primero en Grecia, cortesía de Syriza y de los neonazis de Amanecer Dorado, y el 15 de mayo de 2011, en España.
Lo que empezó siendo una confusa reivindicación de los derechos de los internautas frente a las limitaciones de la llamada "Ley Sinde" acabó en un movimiento en principio transversal que ocupó plazas por todo el país. ¿Qué compartían, al menos durante esa primera semana previa a las elecciones municipales y autonómicas, todos los así llamados "indignados"? La idea de que el sistema era el enemigo y de que la democracia directa — "real", en sus palabras — era preferible a la representativa Un elogio de la acción directa, ese mal tan español y que tanto denunció Ortega y Gasset en "La rebelión de las masas" o "El tema de nuestro tiempo".
Hacia el desastroso 2016
El asunto no era ya dar a conocer una propuesta e intentar llegar al mayor número de personas — uno de los jefes de campaña de Ciudadanos, tras conseguir tres diputados en las elecciones al Parlamento de Cataluña de 2007 pese al desdén de todos los medios tradicionales, reaccionó con un contundente "¡Es internet, estúpidos!" — sino agitar el odio contra amenazas más o menos concretas. Las redes se llenaron de apelaciones a los instintos más básicos, se repitió mil veces el extracto de la película Network en la que un perturbado repetía "estoy completamente loco y no pienso aguantarlo más" y se compartían los discursos de Nigel Farage, el ultranacionalista británico, como si fueran el credo de la izquierda revolucionaria.
Viktor Orbán consiguió el 65% de los escaños en Hungría
El lío en las cabezas rebeldes era tremendo y lo único que quedaba en común era el odio al orden vigente, la sospecha hacia lo que en principio debería unirnos. A partir de ahí, tanto en España como en el resto del mundo, fuera casualidad o consecuencia, los populismos emergieron de debajo de las piedras: el propio Farage acabó ganando las elecciones al Parlamento Europeo de 2014, las mismas en las que se impuso Marine Le Pen en Francia.
Beppe Grillo y su surrealista Movimento Cinque Stelle, cuyo único programa era precisamente acabar con los vestigios de la política tradicional, fueron los más votados en Italia en 2013 y en 2018. El nacionalista Viktor Orbán consiguió el 65% de los escaños en Hungría. Por primera vez desde la desaparición de Fuerza Nueva, en España nacía un partido de extrema derecha, VOX, casi al mismo tiempo que llegaba a las instituciones el supuesto heredero del 15M desde la izquierda, Podemos.
Todo parecía un juego hasta que llegó 2016. El año que lo cambió todo. El año que se llevaba gestando casi una década. El 23 de junio, contra todo pronóstico y tras una campaña brutal de desinformación en redes sociales, el "Leave" ganaba el referéndum de permanencia en la Unión Europea, iniciando lo que se dio en llamar el "Brexit" del Reino Unido. El 29 de octubre, hasta cien mil manifestantes, según los convocantes, se plantaban en las inmediaciones del Congreso de los Diputados español para "rodearlo" e impedir así la investidura de Mariano Rajoy como presidente. Por último, el 8 de noviembre, lo imposible se hacía realidad en Estados Unidos: el multimillonario Donald Trump ganaba las elecciones y se convertía en el presidente de la primera potencia mundial.
Las "fake news"
Hizo falta un cataclismo como el que llevó a Trump a la Casa Blanca para que los expertos se pusieran manos a la obra en la explicación del fenómeno. Ahora bien, Trump no dejaba de ser hijo de su tiempo. Como a Farage, como a Grillo, como a Podemos y VOX en sus inicios, la prensa le había ninguneado. El sistema se había burlado de él y de sus opciones, primero como candidato a la nominación del Partido Republicano y luego como rival de la todopoderosa Hillary Clinton. Trump no tuvo que proponer nada para convertirse en presidente. Bastó con una campaña de odio y desprestigio de su rival. Bastó con recordarle a las clases medias blancas urbanas y rurales del país lo que ellas llevaban años repitiéndose: "No contamos para nadie".
La plataforma Netflix estrenó en el año 2019 un documental sobre la personalidad de Steve Bannon
Ahora bien, como hemos dicho, incluso una idea tan sencilla necesita a alguien que la conciba y la ejecute. Ese alguien fue, sin duda, Steve Bannon. Su retórica ultraconservadora, junto a la financiación del gobierno ruso, se pusieron al servicio de una sola causa: derribar desde dentro los cimientos de la democracia liberal. Bannon, hombre de negocios que se erigió en líder de la llamada "alt-right" estadounidense gracias al portal Breitbart News, es un hombre que no se detiene ante nadie ni ante nada. Es el manipulador por excelencia, como se refleja en el documental que Netflix emitió en 2019 sobre su persona.
Bannon supo leer a la perfección lo que estaba pasando en Europa y supo aplicarlo a Estados Unidos: el desprestigio de la política y de los medios tradicionales. El odio creciente que necesitaba un organizador, alguien que lo alimentara y le diera forma. Bannon, con el apoyo de Cambridge Annalytica y la dejadez de Facebook, inundó la red de mentiras relacionadas con el Partido Demócrata, muchas de las cuales derivaron en el movimiento conspiratorio Q-Anon, que está detrás de casi todas las protestas de ultraderecha en Estados Unidos, incluido, obviamente, el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021.
Otros incentivos
Llegados a este punto, es bueno también indagar en las motivaciones. Antes hemos mencionado a Putin y en febrero de 2022 descubrimos cuál era su objetivo: enfangar el debate político occidental para evitar una reacción unívoca en su contra. Extender el virus del relativismo y de la duda para que las opiniones públicas de los países europeos y de Estados Unidos bloquearan cualquier intento de defensa ante su amenaza expansiva. Pinchó en hueso.
Ahora bien, ¿cuál es la motivación de Bannon? El personaje en sí es indescifrable. Por supuesto, tiene que haber un prurito conservador, pero con eso no basta para convertirse en la figura central de la ultraderecha antisistema populista en todo el planeta. Bannon es un loco del poder. Un estratega de la victoria. Bannon es como esos ludópatas de casino que siempre necesitan una nueva tirada a la ruleta aunque ya hayan arruinado a la banca. No puede evitar demostrarle al mundo que es más listo que nadie. Tal vez por eso no duró ni un año en la administración Trump, cuando el presidente quiso premiar sus esfuerzos con un puesto de asesor.
Viktor Orban, Santiago Abascal, Matteo Salvini o Marine Le Pen han sido algunas de las figuras políticas a las que Bannon ha brindado su apoyo en los últimos años
Bannon no quiere ganar una vez, sino que quiere ganar siempre. Durante estos diez años de gloria, ha apoyado a Santiago Abascal en España, a Matteo Salvini (y en menor medida a Giorgia Meloni, en Italia), a Marine Le Pen en Francia y a todos los líderes conservadores de América Latina, intentando combatir el populismo con más populismo. Tal vez el ejemplo más claro, por su parecido a Bolsonaro, fue el del candidato chileno José Antonio Kast. Viktor Orban es, directamente, uno de sus referentes dentro del liderazgo mundial y, como hemos dicho, nunca ha ocultado su admiración por Vladimir Putin.
Un muro de comisiones
También hay que dejar claro que luchar contra el sistema, o al menos hacerlo desde la distancia del que mueve los hilos, es un negocio lucrativo y Bannon no deja de ser un economista de Harvard. Por ejemplo, su idea de construir un muro entre México y Estados Unidos para impedir la inmigración ilegal acabó convirtiéndose en una de las promesas electorales de Trump. Ante la imposibilidad -solo faltaría- de que el gobierno mexicano financiara la construcción, Bannon creó una fundación llamada "We Build The Wall" ("Nosotros construimos el muro"), que aceptaba todo tipo de donaciones para convertir la empresa pública en una iniciativa privada.
A falta de celebrarse el juicio, Bannon ha sido acusado por la fiscalía de Nueva York junto a sus dos socios de quedarse con el dinero de los donantes y utilizarlo en beneficio propio. Se habla de una cifra estimada en 15 millones de dólares. Aunque Bannon cuenta con el indulto preventivo que le otorgó Trump justo antes de abandonar la presidencia — al final, ser antisistema era esto —, dicho perdón no se puede aplicar a las investigaciones judiciales de los estados, sino solo a las federales. Esta causa penal se une a la acusación de desacato al Congreso por negarse a declarar ante la comisión del 6 de enero.
A sus 69 años, Bannon sigue pastoreando el odio sin remordimiento alguno. No necesita estar detrás de cada movimiento de ultraderecha para saber que pocos se entienden sin él. Alejado desde hace años del núcleo de Breitbart, ejerce presión desde su podcast "War Room", en la plataforma de Apple. El pasado mes de noviembre fue el gran reclamo de la Conferencia de Acción Política Conservadora, celebrada en México. Junto a él, el hijo de Jair Bolsonaro. Habían pasado solo dos semanas desde la derrota de su padre en las elecciones.