Durante décadas, al norte de esta ciudad del norte de Polonia, bañada por las aguas sin helar del mar Báltico y regada por una historia definida por mil imperios, cientos y cientos de trabajadores (mecánicos, soldadores, electricistas, administrativos, casi todos hombres) entraban y salían del astillero Lenin, el más grande de la Europa comunista, en un circuito sin descanso. A decir verdad, la historia se detuvo aquí, en Gdańsk, por motivos ajenos a la rutina. De aquellos días no se recuerdan las jornadas habituales de los operarios, sometidos a unas condiciones penosas, expuestos a la insistencia de la humedad y el frío.
Ni siquiera para los más viejos de la ciudad merece la antigua monotonía algo más que una nota introductoria. Al contrario, quienes apuntan con el dedo y señalan este espacio se remontan a los eventos de agosto de 1980, que se pensaron para mejorar las condiciones de los trabajadores y que terminaron por mejorar las condiciones del mundo. Lech Wałęsa (Gdańsk, 1943) estuvo allí, pero le cansa regresar sobre el recuerdo. “No, no me gusta…”, confiesa, a media voz. “De vez en cuando venís, me preguntáis, me obligáis a decir dos o tres cosas…”.
En 1980, se redefinió el mundo. Los cientos de trabajadores que se encerraron durante 18 días en el muy simbólico astillero arrancaron de las autoridades un acuerdo inaudito: el nacimiento del primer sindicato libre del bloque. Lo llamaron Solidaridad y terminó por unir a nueve millones de ciudadanos, concienciados y movilizados, diversos como Polonia: mujeres y hombres, liberales y poscomunistas, todos polacos y la mayoría devotos. La marea subió, incontenible, y el espíritu viajó más allá de las fronteras continentales de la república todavía socialista, más allá de la capital del gran pacto; exploró las aguas bálticas hasta Estonia, accedió a las salas inaccesibles del Kremlin, despertó la piedad y la acción del Vaticano.
Lech era un electricista del astillero, en agosto de 1980; pero los eventos se precipitaron. Con su carisma incontenible, difícil de adivinar semanas antes, lideró el movimiento político, social y cultural más inspirador de la última mitad de siglo europeo. Pagó con prisión y tortura, y pagó sin miedo y sin esperanza, a veces; no sucumbió, a pesar de la represión y el frío, a pesar de la promesa de la muerte. Salvó la vida por la osadía y por la fe, a prueba de alicates, en la virgen, en Dios, en algo más grande que uno mismo. Ganó el Nobel de la Paz en 1983, por sus esfuerzos, y presidió Polonia durante un lustro, entre 1990 y 1995, con la libertad recobrada.
Wałęsa tiene las muñecas desnudas, sin reloj. Queda buena parte de su cabello y su bigote poblado, ahora blancos como la nieve, y se incorporan a su fisionomía no muy grande, algo encorvada, unas gafas de pasta y cierto aire de severidad o firmeza, de jerarquía; de poder, en esencia. En el interior de su oficina, amplia y rectangular, ubicada en la cuarta planta de un Centro Europeo de Solidaridad construido sobre los restos del astillero Lenin, reciclado en un museo sobre la contrarrevolución polaca y el colapso de la Unión Soviética, Wałęsa obliga a la espera.
Alrededor, cuelga un retrato de Juan Pablo II, una Última cena con Wałęsa en el centro, un crucifijo; al fondo, las banderas de Polonia, la Unión Europea y Ucrania; y cuando al fin se incorpora, tiende la mano, y sobre la camiseta de manga larga con una inscripción (Konstytucja, Constitución en castellano) se descubren las dos bandas de tela entrelazadas, del azul del cielo y el amarillo del trigo, y el viejo imperdible con la estampa de la Virgen Negra, Nuestra Señora de Częstochowa, como en las fotografías de los ochenta.
¿Comprenden sus nietos por qué el aeropuerto de su ciudad se llama igual que su abuelo?
No lo creo. Pero en el momento en que pusieron mi nombre al aeropuerto de Gdańsk, en 2004, estaba sometido a constantes ataques contra mi lucha. Acepté porque caí en la cuenta de que, si accedía, se les haría mucho más complicado borrarme. Y ahora que esa lucha más o menos ha terminado, el nombre permanece.
Y estando aquí, en el lugar donde cayeron los primeros pilares del muro de Berlín, ¿no le vienen los recuerdos de su lucha con frecuencia?
Nunca. Me centro en el futuro. Nosotros destruimos los obstáculos que impedían el desarrollo de Polonia, Europa y el mundo entero. Hemos desarrollado un nivel de tecnología impensable dentro de las viejas estructuras. Era necesario destruirlas. Triunfamos en el derrocamiento del antiguo orden, pero nos quedó por acometer la otra mitad del trabajo. Tenemos que construir algo nuevo, otras estructuras…
¿Qué clase de estructuras?
Estructuras más amplias, globales. Tenemos que discutirlas a ese nivel, y también a escala europea y nacional. Quedan remanentes de aquel sistema que todavía resuenan… Fue una época horrible. Ya pasó, pero no se ha restaurado la confianza en el otro. Nos enfrentamos a desafíos mundiales. El principal problema es la base sobre la que construimos la nueva era, tanto en Europa como en el mundo.
[Los 20 años de Polonia en la OTAN: Del Pacto de Varsovia a tener como principal aliado a EEUU]
¿Qué quiere decir?
La mitad del mundo quiere construir las sociedades sobre los principios liberales, desde el Estado de derecho y el libre mercado. Y la otra mitad considera que eso es un error. Así que existe otro problema esencial: qué modelo económico encaja mejor en esta nueva era. Hasta el momento, hemos conocido dos: el comunismo y el capitalismo. El comunismo es mejor que el capitalismo, salvo por un detalle: lo es sólo en teoría. Pero esa es la razón por la que tantos jóvenes en Occidente, al menos en Europa Occidental, creen en ese sistema: porque la teoría suena bien. El problema es que es imposible ponerla en práctica. El comunismo ha fracasado en todas partes.
¿Y el capitalismo?
Un sistema capitalista puede ser todavía peor. Está basado en una competencia que no siempre es limpia o justa. Y esa es la razón por la que a tantos jóvenes occidentales le desagrada el capitalismo. Pero, ¿sabes qué?, el capitalismo sí es posible ponerlo en práctica. Y por eso tenemos que rechazar el comunismo y mantener el capitalismo. Solo que el capitalismo triunfó en una época en la que primó la competición entre países. Ahora estamos creando estructuras más amplias, sistemas más complejos, y tenemos que poner fin a la competencia entre naciones.
¿Acabar con la competencia entre naciones?
En la era de la rivalidad, quienes no pueden competir se ven abocados a perder sus trabajos. El capitalismo del futuro debe mantener el libre mercado, pero el sistema tiene que mejorar para que el desempleado se reincorpore y no se quede en los márgenes. Y existe un tercer desafío a abordar. Cómo dar respuesta, a escala global, al populismo que domina la política. Los nacionalistas ofrecen soluciones del pasado, pero porque no tienen soluciones novedosas que ofrecer.
"Tenemos que redefinir el mundo, delimitar de nuevo qué es la derecha y qué es la izquierda"
Entonces...
Tenemos aeropuertos, internet, pandemias, todo tipo de situaciones globales. Por eso necesitamos un cambio integral del sistema. La era de las divisiones por naciones ha muerto, a causa del progreso humano. En el horizonte, se avista la era del conocimiento, la información y la globalización. Pero estamos entre dos tierras. La vieja era colapsó y la nueva queda cerca, pero todavía no ha llegado. Es tiempo de debatir cómo queremos que sea, buscar puntos de encuentro con quienes están lejos de nuestras ideas…
Usted se ganó los corazones de los trabajadores, combatió el comunismo con las armas del comunismo. ¿Qué sugiere ahora?
En los cuarenta y los cincuenta, los polacos luchamos por la libertad con las armas. Perdimos. Más adelante, lo hicimos con huelgas y revueltas callejeras. Perdimos. Sólo después de estas derrotas decidimos probar de otra manera: ocupamos las fábricas, secundamos las huelgas, exploramos la vía pacífica. Luchamos en Polonia y por Polonia. Estábamos prácticamente convencidos de que volveríamos a perder, de que tendríamos que pelear usando el potencial colectivo de toda Europa del Este. Pero abandonamos la vieja idea y ganamos por nuestra cuenta. La lucha actual es muy distinta. Requiere de otros enfoques: debatir, persuadir, convencer. Las dos causas tienen en común la lucha por el futuro. Pero son épocas distintas, desafíos distintos…
Los trabajadores de los ochenta luchaban por la libertad. Las principales luchas sociales de esta época ni siquiera contemplan al trabajador.
Tenemos que redefinir el mundo. Delimitar de nuevo qué es la derecha y qué es la izquierda. Ahora parece que la derecha es más de izquierdas que la izquierda, y viceversa. Aunque quienes se llevan la palma son los partidos cristianos, que a menudo ni siquiera cuentan con un solo creyente en sus filas. Me preguntas cómo luchar, y esta es mi respuesta. Hay que debatir y llegar a una conclusión sobre qué es un partido de izquierda y uno de derechas, y luego están las tres grandes cuestiones que comentamos al comienzo. Tenemos que entender los tiempos que vivimos, porque ni siquiera se entiende la democracia de la misma manera en todo el mundo.
En los ochenta y los noventa, lideraron Reagan, Thatcher, Mitterrand, Kohl, Juan Pablo II, usted mismo. ¿También eso ha cambiado?
Cada época necesita una forma de liderazgo. En mi época, era necesario ser más valiente y tener un pensamiento práctico. Actualmente necesitamos un liderazgo más intelectual, más centrado en ganarse el corazón de la gente. Polonia y yo triunfamos en la destrucción del viejo orden, y contagiamos el impulso para crear algo nuevo. Pero necesitamos a los países más poderosos para que dirijan al mundo hacia esta nueva era. Estados Unidos, en general. Alemania en Europa. Puede llevar 30 años. Quizá 40. Pero este es el camino a seguir. Los jóvenes del mundo deben unirse. Reunir los problemas. Dividirlos en generales, continentales y nacionales. Buscar soluciones. Pensar pragmáticamente qué se necesita: el dinero, la organización, la estructura, el liderazgo. No es tan difícil. Y para cada asunto, buscar una solución.
¿Cuál sería uno de esos asuntos?
La Unión Europea. Tenemos un problema para el que existen dos soluciones. La primera, preferida por los alemanes: reparar y renovar el modelo actual. Pero si la estructura no es lo suficientemente sólida, si no se puede arreglar, hay que dejar a los húngaros o a los checos que la destruyan. Y cinco minutos después, aportar la segunda solución.
¿Propone refundarla?
Sí, y que cualquiera pueda ingresar luego en la nueva Unión Europea. Incluso aquellos que la destruyeron. Pero habría que dejar dos rótulos muy claros en la entrada. Uno, con las leyes y derechos. Otro, con los deberes y obligaciones. Así evitaríamos muchos problemas que sufrimos ahora, ¿no te parece? En casi todo el mundo está ocurriendo esto. Se reparten los derechos, pero no se exigen deberes. Se reparte libertad, pero sin exigir responsabilidad a cambio. Hay que corregirlo.
Pero ¿no ve ningún riesgo en una refundación completa de la Unión? ¿No teme una destrucción sin posibilidad de restauración?
Quedémonos de brazos cruzados, pues, y a ver qué pasa.
...
¡Estoy intentando cambiar el mundo! Ni siquiera en mi época daban un duro por mí. Nadie confiaba en que pudiera destruir el comunismo y la Unión Soviética. Pero lo hice. Ahora tenéis un mundo libre, podéis hacer algo... Siempre me han dicho que esto y lo otro era imposible. Si fuera más joven… pero ya soy demasiado viejo.
“Hay que presionar al pueblo ruso”
Lech Wałęsa sorprende con una energía adolescente, en sus manos hinchadas y sus ojos cansados, desafía: “Espero que tus preguntas no me aburran...”. Asume la conversación como un pulso, y dedica minutos y minutos a preguntas inexistentes, antes de aceptar los primeros matices. A Wałęsa le acompaña, en cada momento, el recuerdo de lo posible; y sin embargo se resiste a hablar del pasado. Quizá, piensa, tiene sólo pasado quien no tiene futuro. Pero hay que preguntar por la crueldad de los soviets, la soledad de una celda, la euforia de la liberación y la responsabilidad al minuto siguiente. Wałęsa se escabulle de las preguntas, no posa al fotógrafo; ya dijo Antonio Escohotado que un hombre no posa. Pero poco a poco, poco a poco...
Leí que usted llegó a convencer a Yeltsin de lo imposible: que Rusia tenía que aceptar la entrada de Polonia en la OTAN...
Siempre hay que encontrar los mejores argumentos. Cada persona es distinta. Hay a quien le parece todo bien después de cierta dosis de vodka… [Ríe] Unos usan el argumento de la fuerza, otros emplean métodos más intelectuales. Cada persona es un mundo. Yo siempre procuraba descubrir qué movía al otro, qué argumentos serían más útiles. Y si acertaba, me salía con la mía. He tenido tantas pugnas, tantos debates; he tenido que adaptarme a tantas situaciones, como cuando renegocié la deuda polaca con Japón.
¿Cómo?
Cuando llegué a la presidencia, firmamos un acuerdo con todos nuestros acreedores para posponer el pago de la mitad de la deuda. Todos aceptaron, salvo Japón. Así que reuní a un grupo de personas para negociar allí personalmente. Convencí a los japoneses de una manera muy sencilla. Les dije: “Caballeros, traigo malas noticias. Han prestado muchísimo dinero que no puedo devolver. Dieron esos créditos a los comunistas, y los comunistas utilizaron ese dinero para dispararnos. El dinero que les prestaron fue el arma que emplearon contra nosotros, ¿y ahora pretenden que se lo devuelva?”.
[La cena en que Wałęsa bebió con Yeltsin hasta lograr su apoyo al ingreso de Polonia en la OTAN]
¿Y cómo reaccionaron?
¡Estaban consternados! [Vuelve a reír]. Al final pactamos devolver la mitad de lo estipulado. Pero antes de eso se comprometieron a prestarnos más dinero para reactivar la economía polaca y poder pagarles la deuda… No fue lo más diplomático de mi carrera, pero fue efectivo. Con Yeltsin tampoco fui el más diplomático. Le pregunté para qué necesitaba sus armas en Polonia: “Si hay una guerra ahora, tu equipo no servirá de nada, tus camiones no arrancarán. La guerra moderna es distinta... Hay cohetes, mucha electrónica... No es lo que tienes. Tienes armamento tradicional en todas las ciudades de Polonia, pero irá todo a pérdidas. No será rentable. Llévatelo todo de vuelta a Rusia…”.
Y se retiraron.
Ya te digo. Con cada uno, lo hice de una manera.
¿Sabría persuadir a Putin?
Desde el primer momento. Deja que hable con él y acabaremos en un segundo. “Cześć, Putin! ¿Estás tratando de asustarnos con tus bombas nucleares, con tus misiles...? ¿Estás de broma? ¿Quieres ver los nuestros? Acabaremos contigo en diez minutos. ¿No me crees? Puedo demostrártelo. No quiero hacerlo. No te asustes...”. Así debería ser. A Putin hay que hablarle desde esa posición. El poder de Occidente es incomparable al de Rusia. Pero Occidente no quiere…
¿No cree que la Casa Blanca ya le habrá trasladado ese mensaje?
Nie, nie, nie. No hay suficientes hombres de verdad en la política actual.
¿No hay muchos o no hay suficientes?
No hay suficientes.
¿Zelenski es uno de ellos?
Lo es. Pero los problemas sólo acaban de comenzar para él. Debemos esperar para comprobar si podrá soportar la enorme presión que caerá sobre sus hombros. La cosa se pondrá más difícil, lo peor vendrá con la salida del conflicto. Le deseo lo mejor. Le deseo la victoria.
"Rusia ha puesto precio a mi cabeza: cinco millones de euros. Cuando publiques la entrevista, ¡serán diez!"
Le escuché decir que se cometieron errores tras el colapso de la URSS.
Nos equivocamos al no hacerles rendir cuentas por el daño infligido por el comunismo a otros países. Intenté hacerlo, pero los americanos no me lo permitieron. Por cierto, la señora Madeleine Albright me visitó cuando era presidente. Me enseñó los mapas de Rusia. Me señaló los lugares donde los soviéticos guardaban su arsenal nuclear. No se limitaban al espacio ruso, sino también a sus satélites. Mi idea y mis acciones iban encaminadas hacia la separación de Rusia de esos territorios sobre los que mantenía su influencia, pero resulta que a menudo ni siquiera esas repúblicas conocían la presencia de armamento nuclear en su territorio. Si lograba disolver Rusia y arrebatarles esas repúblicas satélites de su esfera de influencia, sería peligroso.
¿Por qué?
Las armas nucleares permanecerían. Ni siquiera sabrían que contaban con ese equipo en su suelo, no podrían controlarlo o preservarlo. Estoy agradecido a esa mujer, Madeleine Albright, por haberme detenido. Evitó lo que pudo ser un desastre. Pero, cuatro décadas después, Putin ha cometido un gran error. Y hay que meterlo en vereda.
¿Qué sugiere?
Hay que presionar al pueblo ruso para que al fin abra los ojos y vea que está viviendo en un sistema perverso. Porque esto no es cuestión de Putin o Stalin, sino de su sistema político. Está claro que, si cualquiera de ellos hubiera tenido que gobernar en legislaturas de cuatro o cinco años, jamás habrían creado la corte que los enquista en el poder. Además, el pueblo ruso sufre tanto como sus vecinos. Son asesinados, encarcelados, ¡enviados a guerras terribles! Ni siquiera pueden viajar con libertad. Estarán más que contentos por que les ayudemos a cambiar ese sistema.
Entonces confía en que los rusos quieran ser, algún día, una democracia pacífica, respetuosa con sus vecinos.
Rusia ha cambiado muchísimo. Por supuesto, no es suficiente. Por supuesto, el ritmo es demasiado lento. Pero podemos comprobar que todo el mundo ha hecho un recorrido. Hace menos de cien años, Europa libró dos guerras mundiales, y ahora no sólo no hay ninguna, sino que se han eliminado las fronteras entre países. Cualquier profesional de éxito puede trabajar en cualquier país de Europa. Si el mundo puede cambiar, Rusia también. Hay que destinar mucha energía en el proceso. No será posible a corto plazo. Pero, si nadie mueve un dedo, nunca sucederá. Ahora tenemos algunas posibilidades: el mundo ha dado la espalda a Rusia. No será así eternamente. Y hay algo más.
Sí.
Hay 60 naciones similares a Ucrania viviendo bajo el control de Rusia. Estos territorios fueron conquistados de una manera similar. Los incorporaron a la fuerza, mataron a sus líderes. ¿Qué ocurrirá si convencemos a esas naciones de recuperar lo que les arrebataron? Rusia se quedaría en poco más de 50 millones de habitantes… Si alguien tiene una propuesta mejor que la mía, adelante. De hecho, por mi idea, Rusia ha puesto precio a mi cabeza: cinco millones de euros. Cuando publiques tu entrevista, ¡serán diez! Y con esto ya tienes material para un libro entero.
Si fuera por mí, tendría para dos.
Te he contado demasiado.
No sobre su pasado: usted es uno de los hombres que cambió la historia europea del siglo XX, pero no quiere detenerse...
No. No me interesa en absoluto: ¡el pasado ya fue! [Hace el ademán de levantarse].
Permítame que le pregunte, entonces, qué ha aprendido usted, con su biografía, sobre la felicidad.
La sigo esperando. [Se relaja] Hasta el momento, me he dedicado en cuerpo y alma a la política. No me gusta, tuve que hacerlo.
Y sobre el amor.
Es muy importante hasta que cumples 60 años. A partir de ahí, la masculinidad muere y sólo queda afeitarse.
Y sobre el miedo.
Todos lo sentimos. Pero, cuando te metes de lleno en los acontecimientos, desaparece. Aprendes que, una vez te zambulles, nada puede ayudarte. Lo que tenga que pasar, pasará. De nada sirve tener miedo. Si están realmente bien preparados, te dispararán. Y si tienes suerte, no lo harán.
Y sobre Dios.
Me siento bien en su presencia. Nací porque mis padres querían que naciera, y me moveré en la eternidad porque así fue. Soy incapaz de verme a mí mismo sin Dios. Sin él, mi existencia carecería de sentido. Es imposible imaginar un mundo sin Dios. Pero, en mi existencia limitada, no puedo comprender su poder ilimitado...
No quiere regresar sobre su pasado, pero ¿qué espera del futuro?
Que me aguarde una dulce travesía hacia la eternidad. Todo lo que era posible en este mundo, lo alcancé. Y lo que me quedó, llegar a Papa, nunca lo lograré.