(Mi última novela, Sira, me ha llevado de nuevo a Tánger. Entre sus páginas recupero a Barbara Hutton, la millonaria heredera del imperio Woolworth que quedó para siempre vinculada a la ciudad a través de su palacio Sidi Hosni. En este artículo nos adentramos en el alma de este enclave legendario que ha inspirado algunos pasajes de mi ficción).
El acceso al Palacio de Sidi Hosni puede verse a través de una verja de forja. Atravesar esa verja, sin embargo, es sumamente complejo: su actual propietaria —francesa y discretísima— prefiere mantener la privacidad a toda costa. Aun así, casi todo es posible en Tánger. Y gracias a una de esas benditas cadenas que entrelazan a alguien con alguien con alguien, logramos que nos recibieran para un reportaje fotográfico. Y, de paso, nos adentramos en un lugar único y en el legado de un tiempo.
Sobre una tapia blanca, junto a la imponente puerta claveteada, nos recibe una placa con una leyenda en árabe. "El paraíso existe. Y está aquí, aquí y aquí". Con esas palabras retumbando en los oídos, nos adentramos para confirmar si tal afirmación es cierta.
En 1947 la millonaria norteamericana Barbara Hutton compró esta propiedad a Maxwell Blake, quien durante décadas fue cónsul general de los Estados Unidos en Tánger. No era en sus orígenes un palacio, ni siquiera una mansión o una construcción unitaria, sino siete viviendas menores que a lo largo del tiempo se habían ido acoplando con distintos usos y formatos. Una arquitectura por completo irregular y enrevesada es por eso una de sus características más singulares. A finales del XIX fue el hogar de Sidi Hosni, el santo cuya tumba aún permanece allí; más tarde estuvo en manos de Walter Harris, el célebre corresponsal de The Times de Londres, y uno de los personajes más pintorescos del Tánger de las primeras décadas del XX. Fue el periodista quien vendió la casa al cónsul Blake y éste, en penúltima instancia, se encargó de dotarla de gran parte del encanto que sedujo a Barbara Hutton. Con dedicación apasionada y un empeño de años, remozó las estancias, las terrazas y los patios, implicando en el trabajo minucioso a decenas de artesanos de todos los oficios: ebanistas, albañiles, jardineros, pintores, herreros, marmolistas…
La heredera de los almacenes Woolworth, una de las mujeres más ricas del mundo desde su desventura infancia, residía en París cuando alguien le informó de que Sidi Hosni estaba en venta. Acompañada por un grupo de consejeros, voló a Tánger y se alojó en El Minzah para desde allí realizar una visita de prospección al palacio antes de adquirirlo. Mona Eldridge, su secretaria particular durante largos años, cuenta en sus memorias que al llegar al hotel tuvieron un ingrato encontronazo: una delegación española acababa también de llegar, dispuesta igualmente a examinar la propiedad y negociar su potencial compra. Al parecer, era el propio Franco quien estaba detrás de la operación, dispuesto además a pagar un buen precio. Pero los dólares son los dólares. Y Barbara ofreció cien mil. Y además se entendió bien con el anciano diplomático que tanto se había esforzado para la rehabilitación del sitio. El resultado fue que la neoyorquina se quedó con la residencia y, de paso, con los siete españoles de una misma familia que componían su servicio doméstico.
Aunque la anécdota no resulta del todo inverosímil, personalmente dudo de su autenticidad. Me cuesta imaginar a Franco interesado por la adquisición de un laberíntico palacio moruno en una ciudad que vivía por libre, bajo su propio estatuto internacional, y sobre la que España tan sólo tuvo control durante los años de la Segunda Guerra Mundial, mediante una ocupación provisional un tanto fanfarrona en las formas y bastante cuestionable en su fondo.
A partir de aquel año quedó establecida en Sidi Hosni la residencia de verano de una de las celebridades más conocidas del planeta. Se había separado hacía poco de Cary Grant, su tercer marido: el que mejor la trató de sus siete cónyuges, y el único que no mostró interés en rapiñar su fortuna. A lo largo de su breve matrimonio, el famoso actor de Hollywood y la heredera con fama de despilfarradora habían sido perseguidos por la prensa hasta el hartazgo. Quizá por eso, tras el divorcio, decidió instalarse por temporadas en ese rincón del mapa: una ciudad pequeña y cosmopolita de vida amable y moral liberal, con un punto de exotismo, y alejada de los itinerarios habituales de la café society.
En cualquier caso, a todo el mundo asombró que se instalara en la kasbah tangerina, la vieja fortificación amurallada con vistas de cortar el aliento sobre el Atlántico. Hoy es un lugar cuidado y encantador, por el que se mueven con absoluta tranquilidad los locales y los turistas; por aquel entonces, sin embargo, eran pocos los que se aventuraban a explorarla, más allá de sus residentes nativos y algún excéntrico expatriado. Cuenta la leyenda que era tan inusual el acceso de vehículos, que se encontraron con la sorpresa de que el Rolls-Royce de la nueva vecina no cabía por Bab Kasbah, su gran puerta. Hubo una petición para ensancharla que, lógicamente, resultó denegada por la municipalidad. Se hizo entonces otro intento, pero no dirigido a las autoridades tangerinas, sino a la casa Rolls-Royce. Ahí sí se avinieron al capricho, y le fabricaron a demanda un vehículo de dimensiones menores, exclusivo y único, para recorrer las estrechas calles de la alcazaba y la medina.
Siempre gozó Barbara Hutton de un alto grado de sofisticación estética y una agitada vida social. Y una vez en Tánger, repitió el esquema. Por un lado, se dedicó a llenar las múltiples estancias de su nuevo hogar con montones de sofisticadas piezas decorativas y muebles a medida hechos por los más reputados artesanos de Marrakech. Compró alfombras bereberes y antigüedades, cueros, delicadas tapicerías y brocados, paños de mármol y centenarios azulejos sevillanos. Prácticamente todo ello se mantiene en la actualidad tal cual ella lo impuso, y en nuestra visita pudimos contemplar in situ su belleza. Incluso sigue intacta la piscina que hizo construir en una de las muchas terrazas, con sus iniciales B.H. en el fondo.
En paralelo, comenzó a desplegar una intensa vida pública, recibiendo tanto a la crème local como a la beautiful people de todos los rincones del globo. Entre los tangerinos de adopción, se hizo amiga de los nombres más coloridos del momento, como David Herbert, Ira Belline, Jay Hazelwood o Dean, el célebre barman; con mayor o menor grado de presencia, todos ellos aparecen en mi última novela, Sira.
Al ejercer de anfitriona vestía lujosos caftanes y le encantaba aliñar los eventos con músicos y danzas del vientre; en ocasiones llevó incluso a tuaregs del Atlas para que disfrutar de sus danzas ceremoniales. Más allá de sus empleados —que siempre se dirigieron a ella como princesa—, no parece que tuviera mucho contacto con la colonia española. Y aunque se conocían y trataban al ser compatriotas, tampoco era estrecho el vínculo con los escritores norteamericanos que por entonces se habían instalado en Tánger, con Paul y Jane Bowles a la cabeza.
Sí llegaban, sin embargo, invitados del mundo entero a las fabulosas fiestas que anualmente organizaba en las azoteas de Sidi Hosni. Son numerosas las fotos que Carlos Ruiz nos hizo de ellas bajo el sol de una mañana de otoño, y hay también imágenes de la época que las muestran llenas de invitados distinguidos, ellos de smoking, ellas de largo, disfrutando del champagne, las delicatessen y las flores que hacía llegar desde París en aviones privados. El diseñador de interiores Dan Rudd se encargaba de crear atmósferas temáticas, había orquestas de baile traídas del Caribe, y se instalaban elegantes tiendas al modo del desierto, con cojines de seda por el suelo. Y ella recibía a los asistentes entre distante y dadivosa, tal como una reina haría con sus vasallos.
Por supuesto, todos los asistentes recibían agasajos constantes, y pasajes y hoteles pagados. Y aun así, muchos de estos distinguidos miembros de la jet set más mundana a menudo cargaban con descaro a las cuentas de la anfitriona numerosos gastos, caprichos y antojos personales. Con esas grandiosas fiestas, año tras año Barbara Hutton daba por culminado el verano.
En paralelo a estos disparatados excesos, se dice que mantenía a más de un centenar de personas en Tánger. Sufragó la construcción de escuelas y comedores, mandaba cheques constantemente a las múltiples organizaciones de caridad. Financió el Colegio Americano y creó un programa de becas para niños marroquíes. E hizo generosas donaciones al Club de Polo, un enclave emblemático sobre para los residentes angloparlantes. Igualmente, contribuyó a poner de moda Tánger entre muchos extranjeros que la desconocían y acabaron frecuentándola, algunos incluso comprando sus propias casas. La segunda mitad de la década de los 40 y los años 50 fueron además tiempos espléndidos para Tánger, con su libertad y su tolerancia en lo social y, en lo financiero, con su libre comercio, ausencia de impuestos, y facilidad para que fluyeran alegremente el dinero y las empresas.
Nunca fue pródiga con sus apariciones en prensa, pero cómo era Sidi Hosni por entonces quedó plasmado en detalle en el reportaje que en 1961 publicó la prestigiosa revista de decoración House & Garden, con fotografías de Anthony Denney, fotógrafo y decorador inglés al que por entonces llamaban "el Dior del diseño de interiores". Y el fotógrafo de moda y escenógrafo Cecil Beaton hizo una sesión con nuestra millonaria es diversos escenarios del palacio, luciendo sus soberbias esmeraldas. Las mismas que pertenecieron a Catalina la Grande, y que yo incluyo en una subtrama de mi ultima novela.
El tiempo fue acentuando las excentricidades de la heredera, a medida que iba dilapidando compulsivamente su patrimonio a manos llenas. Era desprendida hasta la desmesura, y hacía regalos descomunales a diestro y siniestro: joyas, ropas, autos, propiedades… Con el transcurrir de los años fue sumando adicciones, maridos y amantes que en la mayoría de los casos se aprovecharon de ella.
Era alcohólica. Bipolar. Anoréxica hasta el punto de que a su muerte en 1979, a los sesenta y siete años, parecía un mero esqueleto. Para entonces había perdido todo su dinero y a su único hijo; todos sus amigos e incluso los dientes. No pagaba las nóminas a sus empleados y se le acumulaban las facturas y los acreedores.
La encontraron sin vida en su suite del hotel Beverly Wilshire, en Los Ángeles. En sus cuentas bancarias quedaban menos de tres mil dólares, a los que acudieron como buitres algunos de sus exesposos. A su sepelio en Nueva York asistieron sólo diez personas; nadie pareció recordar que en algunas ocasiones anunció su deseo de ser enterrada en Tánger.
Tal vez los tiempos felices que vivió en esta ciudad permanecieron en su memoria hasta el final, o tal vez se le evaporaron a medida que avanzó su decadencia. Pero su palacio sigue en pie, con su belleza intacta gracias a una nueva propietaria que lo mima como ella mismo hizo.
Sidi Hosni quizá no sea el paraíso, como reza la placa de la entrada.
Pero se parece mucho.