La cabecera de El Español en la historia de nuestro periodismo ha estado siempre, salvo en un su penúltima ocasión, ligada a valores y principios similares. Blanco White fue el primero en llamar a su publicación periódica El Español, el más liberal y sensato de la Guerra de Independencia. Pronto dejó claro que su intención era la revisión pura y radical de la vida política española, la vigilancia del gobierno y la guardia de la esperanza. Era una forma de "servir a España".
No se dejó seducir por la ingeniería social del liberalismo francés, y prefirió la sensatez inglesa, su moderación y pragmatismo. Los principios que sostuvo no son muy distintos de los que defiende hoy EL ESPAÑOL: pluralismo, parlamentarismo, un Rey como poder moderador, derechos individuales respetados, y gobierno controlado.
Sin embargo, la defensa de esos principios liberales necesitaba de una opinión pública sólida, bien informada e instruida. Ese fue el propósito de Andrés Borrego en El Español de 1835. Para eso era preciso tener a los mejores en su plantilla, y contrató a Mariano José de Larra, Flórez Estrada, Ríos Rosas, Hartzenbusch, Amador de los Ríos, y Donoso Cortés, entre otros. Borrego había aprendido periodismo en Francia y Reino Unido, y editó el periódico más moderno de la época.
Las mejores plumas dirigidas por las mejores cabezas: esa era la manera de llegar al público, de educar al lector para asentar costumbres públicas liberales. Así lo confesó Larra en mayo de 1836: debía escribir para defender "la verdad y la razón", era su forma de combatir contra lo "malo, injusto o ridículo". Estos son principios que perduran en la actual cabecera: vigilar al poder, ya esté en el gobierno el PP de Rajoy o el PSOE con Podemos, creando una opinión pública crítica.
Esa vigilancia supone denunciar la corrupción. A eso se dedicó El Diario Español, que fue, según Julio Nombela, "el más batallador, y por consiguiente, el más leído y celebrado de los periódicos que entonces influían en la política". Desde 1852, las páginas del diario sacaron los casos de corrupción de la Familia Real -como puede ser hoy lo relacionado con el rey Juan Carlos, la infanta Cristina o Urdangarin-, y de la clase política y financiera. No se detuvo ahí: El Diario Español denunció la deriva autoritaria de Bravo Murillo y animó a la opinión pública a organizarse legalmente contra ella.
La consecuencia es que Manuel Rancés, su director, acabó juzgado y sentenciado a prisión, con una gran multa para quebrar la cabecera. El resultado de esta batalla por la libertad y la moderación fue que sus lectores y patrocinadores crearon el partido centrista llamado Unión Liberal. Esa moderación, y la búsqueda de grandes coaliciones, responsables y con sentido de Estado, ha acompañado hasta hoy a la cabecera.
Aquel estado de la opinión contra la corrupción desembocó en una revolución, cuyos excesos fueron denunciados por El León Español, fundado en 1854. La protesta no debía llegar, en su opinión, al extremo de dar la vuelta por completo al país, sino situar en su justo medio la libertad y la representación, las Cortes y la Corona. Aquel diario ejerció su papel de fiscalizador y contrapeso al radicalismo, que dio voz a los moderados. Es algo muy parecido a lo que ha pasado en España en los últimos años, con una protesta organizada por el defectuoso funcionamiento del sistema, que no debía desembocar, como se ha podido leer en el actual EL ESPAÑOL en un "abajo lo existente".
La creación de una buena opinión pública era la clave del sistema representativo. Instruir e informar eran los dos verbos que conjugó José Luis Albareda cuando creó la Revista de España, a cuyo mando puso a Galdós en 1870. Nunca se reunieron tan buenos escritores, salvo para El Español de Borrego y Larra. La publicación defendió la monarquía democrática, el orden constitucional y denunció la irresponsabilidad de los partidos egoístas, tanto republicanos como carlistas, que levantaban al pueblo en armas. El alma de la cabecera era la misma que a principios del siglo XIX: liberalismo sensato, pluralismo, legalidad, explicado por intelectuales y personas de prestigio. Consiguió su propósito: influir, porque sus crónicas políticas y estudios eran un punto de referencia.
No hacía falta ser un iconoclasta como Bonafoux y El Español, recuperado en 1882, para poner contra las cuerdas a los malos gobiernos, ni para denunciar los problemas de un sistema que empezaba a fallar. Eso lo hizo mejor Antonio Maura con la cabecera de El Español en 1898, quien creyó que podía regenerar el país desde arriba, modernizarlo, moralizar su administración, integrar a los incipientes nacionalistas, y democratizar el régimen.
Era el anuncio del regeneracionismo, de la "nueva política" que animó a Ortega y a Araquistáin a fundar el semanario España. Era una revista que reflejaba el "enojo y la esperanza", decía, para estar al lado del país "humilde de las villas, los campos y las costas frente a las instituciones carcomidas". Otro tanto hizo José Lázaro Galdiano con La España Moderna, aunque quizá con más sentido popular.
De hecho, Emilia Pardo Bazán le dijo que para que la población "trague una revista tan seria y docta" debía acompañarlo de "alguna sección ligera" y con "algo de noticierismo". En consecuencia, en sus páginas se pueden leer reivindicaciones feministas de la pluma de Pardo Bazán, fantásticas crónicas internacionales de Emilio Castelar, artículos de Cánovas, piezas de Rubén Darío, Ramón de Campoamor, Galdós, Echegaray, Pérez de Ayala, Jacinto Benavente, Juan Valera o Miguel de Unamuno.
La gran preocupación histórica de la cabecera de EL ESPAÑOL y similares ha sido nuestro país, su gobernación, la creación de una opinión pública moderna que amara la libertad en orden, la defensa del humanismo y los derechos individuales, cobijando en sus páginas a parte de la intelectualidad española. Por eso nunca ha faltado, hoy tampoco, la censura al poder, a la demagogia y al engaño, a los malos gobernantes, al golpismo y a los revolucionarios inconscientes, ni las denuncias a la corrupción incluso cuando afectan a la Jefatura del Estado. Y lo ha hecho desde la moderación y la vigilancia en la pureza de los principios liberales, como marcó Blanco White en el lejano 1810.
***Jorge Vilches es doctor en Ciencias Políticas y Sociología y profesor de Historia de Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la UCM.