Nadie sabe con exactitud cuándo se produjo, pero todos somos conscientes del punto de inflexión que hundió la percepción que de la prensa y de los periodistas tiene la sociedad. Aquel servicio público al que se aspiraba en los papeles como bien máximo se ha convertido dentro del imaginario colectivo en una maraña de intereses ocultos, manipulaciones intencionadas y malas intenciones. Somos los oficinistas de la oligarquía, los chupatintas de los tiranos, los mamporreros de los poderosos.
Es cierto que William Randolph Hearst fue capaz de mentir deliberadamente sobre el hundimiento del USS Maine en el puerto de La Habana y forzar una guerra entre Estados Unidos y España. Y todo eso únicamente para doblegar al New York World del ahora aclamado Joseph Pulitzer en el inicio de la carrera amarillista de la prensa norteamericana.
También es cierto, ya más en la actualidad, que los grandes conglomerados periodísticos pertenecen o están participados por grandes grupos empresariales que se manejan en función de sus propios intereses o cambian con la misma facilidad con la que cambia el viento.
Siendo cierto todo lo anterior también lo es que el periodista más famoso de la historia no es Hearst ni Pulitzer ni tampoco Arthur Sulzberger, Bob Woodward, Carl Bernstein o Jay Leno. Ni siquiera Ryszard Kapuściński, Oriana Fallaci o Roberto Saviano. Tampoco, en territorio patrio, pueden aspirar a ese hito Emilio Romero, Iñaki Gabilondo, Juan Luis Cebrián, José María García o Luis del Olmo. Ni siquiera Pedro J. Ramírez, aunque sea mi director, puede soñar con tal mérito.
No, en la mente de los lectores, el mejor periodista de todos los tiempos, el molde sobre el que deberíamos estar todos 'construidos', es una mezcla de la fortaleza de Clark Kent, alter ego de Superman; la capacidad de April O'Neil para seguir a las Tortugas Ninja en sus aventuras; el valor de Guy Hamilton, el enviado especial al conflicto de Indonesia que interpretó Mel Gibson en El año que vivimos peligrosamente; o la moralidad inquebrantable de Will McAvoy, el personaje de Jeff Daniels en The Newsroom. Y eso sólo por citar a algunos.
Lo cierto es que los consumidores de información nos querrían así, pero en realidad no pueden vernos más que a través del prisma de Pantomima Full.
Es verdad que "follamos con la actualidad", pero también lo es que estamos ante una profesión precarizada y, más aún, que exige un compromiso inquebrantable, que nunca revelamos nuestras fuentes, y que la única realidad para sacar un periódico adelante es "currar, currar y currar".
Explicar el funcionamiento interno de un medio es poco menos que imposible. Si todos los trabajos tienen sus propios códigos internos, el periodismo probablemente se lleva la palma. Y en EL ESPAÑOL no somos ni mucho menos la excepción.
Desde que Alberto López, nuestro jefe en la vorágine del turno de mañana abre la puerta de la redacción hasta que cierra el ordenador Diego González, el hombre boya que cada noche 'abandonamos' a su suerte, transcurren 24 horas sin freno, en las que todo siempre era necesario hace 10 minutos y siempre llegas tarde aunque seas el primero en contarlo, en las que cada titular es susceptible de "darle una vuelta", en las que no sólo pretendes ser el primero sino ser el que mejor lo cuente, sin precipitarte, sin adjetivar, sin emitir juicios de valor, siendo crítico sin caer en el señalamiento, escéptico sin ser incrédulo, positivo sin ser autocomplaciente, no demasiado negativo, nunca con demasiado optimismo, receloso de las buenas noticias, no demasiado alarmante ante las negativas...
El equilibrio en un periódico es casi tan imposible como enumerar la escala de grises entre el blanco y el negro. Por eso es necesario que la línea editorial sea clara, que el capitán del barco señale el camino y que los mandos intermedios cumplan y hagan cumplir las indicaciones. Nada hay más parecido a la disciplina marcial de cualquier ejército que la disciplina marcial de un periódico. Y eso se hace extensible a la defensa de unos valores, de una ideas y de unas creencias venga de donde venga el enemigo. Pocas veces vi a un periodista claudicar en sus convicciones, menos lo verán ustedes en EL ESPAÑOL.
Porque el funcionamiento de mi periódico es un fiel reflejo de aquellos que lo componemos. Desde Pedro J. hasta el último becario, pasando por todo el staff desde el primero hasta el último. Todos ellos tienen voz y voto en las informaciones. Todos aportan: el que ve una información y la comunica, el que encuentra un ángulo diferenciado, el que discute si ese ángulo es correcto, el jefe de sección que lo analiza y sopesa los pros y los contras, el redactor jefe que da indicaciones sobre cómo proceder en la elaboración de la información, el subdirector que afina aún más el enfoque y el director que le da el toque final.
Sería, sin embargo, terriblemente injusto limitar un periódico a sus periodistas porque en todas esas informaciones de las que hablamos influye nuestro departamento técnico para que todo funcione de forma correcta. Influye nuestra sección de diseño para que los ojos se posen donde deben. Influye nuestro equipo multimedia, que enriquece el texto con sus imágenes, sus vídeos y sus infografías. Influye también el equipo de nuevas narrativas para presentar esa información al mundo en formatos originales y diferentes. Y, como no, influyen nuestros compañeros de redes sociales, encargados de diseminar esa noticia a los cuatro vientos.
Y aún así, un periódico no termina en sus noticias, pues como toda empresa precisa de una estructura sólida. Necesitamos a nuestros compañeros de audiencias, de marketing, de publicidad, de branded. Nadie es contingente y todos somos necesarios.
Un trabajo de equipo indispensable 24 horas al día, 7 días a la semana, 52 semanas al año. EL ESPAÑOL no para en vacaciones, no para en festivos y por supuesto tampoco ha parado por coronavirus o filomenas.
Y todo lo anterior sin hablar de deontología profesional, de ética periodística o de valores morales. Porque si tenemos disciplina marcial, aquí, como en la mili, el valor se presupone. Y también que usted, lector, se suscriba.