La imagen del helicóptero sobre la cúpula de San Pedro, como un pájaro en huida, quedó imborrable de nuestra memoria aquel 28 de febrero de 2013. Desde el siglo XV, con la dimisión de Gregorio XII, obligado por el Cisma de Occidente, ningún papa había dimitido. Aunque sí lo habían hecho con anterioridad Clemente I, el papa Ponciano, Benedicto XI y Celestino V, el famoso el ermitaño, que, en 1294, huyendo de las intrigas vaticanas, decidió regresar a su retiro en la montaña, lo que se llamó “el gran rechazo”.
La renuncia al pontificado del papa Ratzinger, pronunciada en perfecto latín, quedaría sin duda como el más trascendental gesto en la historia de su pontificado. ¿Razones argüidas por él? Edad avanzada, falta de fuerzas y “un mundo sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio”.
La noticia provocó en los medios las lógicas especulaciones: ¿Motivos de salud? ¿Sólo cuestión de vigor físico y espiritual? ¿O había más?
En la mente de todos los analistas saltaban las tristes y debatidas cuestiones vaticanas de los últimos meses: la plaga de la pederastia que ya le angustiaba en su último tramo de su pontificado; las maniobras internas sobre el control del dinero del heredado escándalo del IOR; los llamados Vatileaks, conflictivos documentos filtrados por Paolo Gabriele, el mayordomo infiel, su condena y perdón, que olía a cierre en falso; y las cartas publicadas sobre el supuesto lobby gay. No era normal que todo un director de L’Osservatore Romano, órgano de la Santa Sede, hablara de un “papa rodeado de lobos”.
A todo esto se añadía el secreto mantenido por el sucesor de Pedro sobre su decisión, hasta el extremo de que ni su portavoz Ricardo Lombardi la conocía.
Para comprender este paso hay que ahondar en la psicología y el itinerario vital de Joseph Ratzinger. De carácter tímido y extremadamente sensible, era sobre todo un intelectual, un pensador que había pasado la mayor parte de su vida encerrado en su gabinete de estudioso y en la docencia universitaria.
[Muere Benedicto XVI, el papa intelectual que dimitió porque le fallaba el cuerpo]
Su historia no es lineal. Hijo de un comisario de policía (¿paralelismo con Wojtyla, hijo de militar?), Joseph Ratzinger nace en los años veinte en el interior de una familia campesina de la Baja Baviera. Su madre pertenecía a un entorno de artesanos acomodados. El rubio muchacho crece en el ambiente festivo de una religión católica impregnada de folclórico nacionalismo.
Aún no tenía dieciocho años cuando es movilizado en los servicios auxiliares de la artillería antiaérea del Tercer Reich, en los tiempos en que éste comenzaba a debilitarse y a echar mano incluso de adolescentes y hasta de seminaristas para poder continuar la guerra.
El miedo, pues, será uno de los más terribles recuerdos del joven Ratzinger, cuyo uniforme no le protege del terror de la guerra, que intentó anegar con continuas plegarias. Aprende a tocar el órgano, le gusta Johann Sebastian Bach y comienza a adentrarse en la filosofía de Hegel, Feuerbach y Schelling.
No olvidará una conversación entre Konrad Adenauer, exiliado en una abadía, y un monje benedictino, que creía que Hitler representaba una nueva ocasión para que el pueblo alemán se reafirmara y una oportunidad para el cristianismo. Adenauer tuvo que abrirle los ojos.
Ordenado sacerdote en 1951, junto a su hermano Georg al que estaba muy unido, obtiene el doctorado en 1953 con una tesis sobre la figura de la Iglesia, como “casa y pueblo”, en San Agustín, y cuatro años después la habilitación para la enseñanza universitaria en Dogmática e Historia del Dogma, con una tesis sobre teología de la historia en San Buenaventura, santos que marcarán su orientación teológica.
"La fe, según Ratzinger, se centra en un salto radical por su referencia a lo Otro"
Por un lado, se relaciona con la vanguardia de la teología europea, de Henri de Lubac a Yves Congar, pasando por Urs von Balthasar. Por otro, intenta conservar cierto equilibrio.
Convertido ya en profesor de Freising en 1958, su carrera académica comienza en Bonn, en el periodo 1959-1963, para alcanzar luego la cátedra de Dogmática de Münster entre 1963 y 1966. Son los años en los que Ratzinger comenzaría a ser consultado como perito del Concilio, con sólo 35 de edad. Lo llevaba como consultor el cardenal de Colonia Joseph Frings, del ala progresista, que sostendrá dramáticos choques con el Santo Oficio, cuyo principal ariete era el viejo león cardenal Alfredo Ottaviani.
La postura de Ratzinger durante el Concilio es objeto de discusión. Según Schillebeck, cuando afrontaron juntos la composición de la Gaudium et spes, Ratzinger “sostenía que el texto era demasiado optimista”. Recordemos que, al arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, tampoco le agradaba dicho optimismo del documento conciliar. Ello no obsta para que Ratzinger se entregue de lleno a la tarea de aplicar el Vaticano II. En 1965 el teólogo bávaro forma parte del grupo de la revista Concilium
Por otro lado, sufre el enfrentamiento con su antagonista Hans Küng, su colega de Tubinga entre 1966 y 1969. Küng es acusado de capitanear una auténtica persecución psicológica contra Ratzinger. Al parecer, el teólogo suizo no perdía ocasión de zaherir la prudencia de su colega, ridiculizándolo entre los estudiantes, que llenaban sus clases y dejaban medio vacías las del teólogo alemán. Dos caracteres opuestos, Küng más intuitivo, Ratzinger más cerebral, se enfrentan también en su concepción de la reforma, que Küng pretendía más valiente y decidida.
Ratzinger opta por huir de la quema. Se refugia, cansado, en Ratisbona, su fortaleza natal, arrinconándose voluntariamente y aceptando enseñar en una facultad recién nacida, demasiado regionalista y tradicionalista. En 1968 su Introducción al cristianismo, que obtiene un gran éxito de ediciones, abre un debate frente a las teologías modernísimas, que conceden demasiado a los caminos “anchos” del espiritualismo, de la fuga del tiempo o bien de la interpretación acrítica, de la adecuación al mundo.
La fe, según Ratzinger, se centra en un salto radical por su referencia a lo Otro. Al mismo tiempo, desde esa referencia puede ser reordenado este mundo, que, abandonado a sí mismo, no iría a otro lugar que a la decadencia y el extravío. La fe es la única manera de darle sentido (un pensamiento netamente wojtyliano), ya que con sus propias fuerzas y energías no lo alcanzaría.
Por si no fuera suficiente, abandona Concilium por otra revista de orientación completamente distinta, Communio, vinculada al movimiento Comunión y Liberación, hacia cuyas directrices político-religiosas no es indiferente. Al mismo tiempo, se distancia formalmente del gran teólogo Karl Rahner, presenta sus reservas a una teología ecuménica y da los primeros pasos hacia una cierta involución respecto al Concilio.
Piensa que hay que abandonar los caminos equivocados para llevar adelante la reforma de la Iglesia, pues éstos nos han conducido a consecuencias catastróficas. Parte de una distinción entre el Concilio y el antiespíritu del Concilio. Una de las reformas que urge es la litúrgica. También hay que revisar la autonomía y nuevos poderes que empiezan a tener las conferencias episcopales.
Así pensaba Ratzinger, que fue promovido al episcopado por Pablo VI (Múnich) y más tarde al cardenalato; y así actuó durante más de veinte años al frente del ex Santo Oficio. Teólogos abiertos, representantes de la Teología de la Liberación, moralistas avanzados, profesores que intentan dialogar con las religiones orientales entran en su ojo de mira y van siendo fulminados sistemáticamente. Juan Pablo II, conservador en la doctrina, se echa en sus brazos. Comparte con él la tesis de que el mundo moderno ha divinizado la libertad del yo y que estamos bajo el imperio del relativismo.
La elección para papa y el nombre elegido, Benedicto XVI muestran su propia personalidad. Ni Pablo, ni Juan, ni Juan-Pablo, ni siquiera Pío. “Yo soy distinto”, parece querernos decir con este nombre. Benedicto, que es también Benito: creador de Europa y con un antecedente de otro Papa pacificador después de la Gran Guerra. Si los papas anteriores se recogieron las manos en el pecho y Juan Pablo II las puso sobre el balcón con gesto de líder político, este se asomó hierático con las manos cruzadas hacia abajo, y esbozando una sonrisa difícil.
"Su trayectoria en la cátedra de Pedro no fue lo que esperaban sus detractores: intentó ser papa de todos"
Ni siquiera hizo esfuerzo mediático de ganarse el auditorio. Fue breve y conciso, como era él, un intelectual, un teólogo alemán en la cátedra de Pedro. Y dejó una frase para la historia: “Los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor”.
Pero su trayectoria en la cátedra de Pedro no fue lo que esperaban sus detractores. Intentó ser papa de todos. Si Juan Pablo II, hoy santo canonizado, era fundamentalista en su concepción de la “nueva cristiandad”, partidario de los llamados “nuevos movimientos” (Opus Dei, Comunión y Liberación e incluso de los Legionarios de Cristo, fundado por el depredador Maciel), el nuevo pontífice hizo un esfuerzo de volver a congeniar con los religiosos, minusvalorados por Juan Pablo II.
Además, se mostró condescendiente con los seguidores, hoy cismáticos, del ultraconservador Lefebvre, a los que permitió la misa en latín y les levantó la excomunión; uno de los cuales, el obispo Williamson, negaba incluso el Holocausto.
Intervino de alguna manera en los desórdenes del Banco Vaticano, emprendiendo la reforma financiera que Francisco retomó; y debió agobiarle sobremanera el fenómeno escandaloso de la pederastia, que no había abordado como prefecto de la Doctrina de la Fe. A la hora de su muerte tenía pendiente la resolución de una defensa presentada por haber ocultado, cuando era arzobispo de Múnich, cuatro casos en Alemania.
Siguió los pasos de su predecesor en llevar a cabo los viajes más significativos, especialmente las multitudinarias Jornadas de la Juventud, que, según su opinión, guardaba “entre los recuerdos más bellos de mi pontificado”.
Nunca abandonó su tarea de lúcido escritor a través de tres encíclicas y otros documentos y libros, que era lo que realmente le apetecía. Quizás la obra más destacada y difundida es la que dedicó en tres volúmenes a la figura de Jesús. Algunas de sus declaraciones, a pesar de su precisión teológica, provocaron conflictos, como el “episodio de Ratisbona” en 2006, donde no calculó el efecto devastador de su discurso sobre el Islam, o cuando atacó el preservativo durante un vuelo a África.
[Muere Benedicto XVI, ¿qué ocurre con el funeral o el testamento?: sin reglas sobre el papa emérito]
Otro punto controvertido es si Benedicto XVI ha permanecido realmente “oculto al mundo” en su retiro en el monasterio vaticano. Aunque las relaciones del papa Francisco con su antecesor han pretendido ser formalmente exquisitas, la existencia de un “papa emérito” no ha sido tan fácil como se podría suponer. Ante el debate, a raíz de la ordenación de hombres casados, propiciado por el Sínodo Amazónico, parece que Benedicto escribió a Francisco advirtiéndole seriamente sobre la reforma celibato.
También levantó mucha polémica la publicación del libro Desde las profundidades de nuestros corazones, cuyo autor es el disidente cardenal africano Bernard Sarah, que incluía un texto del papa emérito en contra de la abolición del celibato. Aunque Ratzinger retiró su firma del libro, la polémica persistió, agudizada por la continua crítica del excurial cardenal Gerhard L. Müller, contra Francisco.
Detrás de todo ello se oculta el poder del capitalismo salvaje, sobre todo en Estados Unidos, en contra de un papa que no pierde ocasión para criticar a una “economía que mata”, que crea “desechos humanos”, “priva de derechos a otros y organiza guerras para enriquecerse”. Otro factor es el posible influjo de Georg Gänswein, el fiel secretario y amigo del desaparecido papa, de influyente vida social en Roma y que ha estado al servicio de los papas.
Por su parte Francisco, mucho antes de su muerte, siempre ha defendido a Benedicto XVI como un “un gran papa, grande por la fuerza y lucidez de su inteligencia; grande por su importante contribución a la teología, grande por su gran amor a la Iglesia y los hombres y grande por su virtud y su religiosidad”.
Todo ello responde a la verdad: el difunto papa ha sido un hombre de Dios, pero al mismo tiempo frágil, sensible y acosado por lobos, hasta tener la rara honestidad de reconocerlo y saber renunciar. Meses antes de fallecer confesó que su juez sería al mismo tiempo su amigo: "Ser cristiano me da conocimiento y, más aún, amistad con el juez de mi vida, y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte”.
*** Pedro Miguel Lamet es jesuita, escritor y periodista.