La economía mundial vive sus peores momentos desde hace décadas. Los pronósticos optimistas de recuperación postpandemia han quedado en el baúl de los recuerdos, luego de la guerra sangrienta que desató Vladímir Putin en contra de Ucrania. El último informe del Fondo Monetario Internacional (FMI) recortó sus previsiones de crecimiento de la economía mundial en ocho décimas, advirtiendo de que la invasión dejará huellas profundas en todo el planeta.
Dentro de estas estimaciones del FMI, Ucrania lógicamente se lleva la peor parte. Se estima que el PIB de este país se desplomará un 35% producto de la guerra, lo que significa la mayor contracción de un país europeo en lo que va de siglo.
Y no es para menos. Cinco millones de personas han abandonado el país desde que iniciaron los enfrentamientos, miles de fábricas productivas se han convertido en escombros, los ciudadanos han cambiado sus sitios de trabajo por refugios, y las inversiones se han esfumado por la inestabilidad política. La propia ministra de Economía de Ucrania ha dicho que se han perdido más de 500.000 millones de dólares en este conflicto, una cifra que denota la magnitud de los desequilibrios económicos y sociales desatados por la guerra.
Pero, más allá de este tema, que considero relevante, y de la lucha ucraniana, que ha sido épica e inspiradora para todos los que militamos en la acera de las libertades y de la democracia, quisiera valerme de estos números para compararlos con la tragedia de mi país, Venezuela, que presenta unos indicadores económicos aún más graves que los mencionados, sin haber transitado por los sobresaltos de un conflicto bélico.
Venezuela, sin tener sus fábricas y empresas bombardeadas, y sin aviones de guerra y drones explosivos en los cielos, perdió el 92% de su economía en siete años de régimen de Nicolás Maduro. De acuerdo con las cifras del FMI, la economía pasó de un tamaño expresado en dólares americanos de 258.993 millones a uno de 42.530 millones. En medio de este colapso, la hiperinflación alcanzó niveles astronómicos, que sobrepasó el 3.000% algunos años.
"Las expropiaciones, la falta de un Estado de derecho y la corrupción llevaron a un país con las mayores reservas de petróleo del mundo a la bancarrota"
Pero eso no es todo. Si nos vamos al campo productivo, el país pasó de tener 13.000 industrias a tener menos de 2.000, lo que se traduce en una perdida de más del 80% de nuestro aparato productivo.
Se trata entonces de la peor crisis económica que se haya conocido, superando incluso la famosa recesión de Liberia, cuyo PIB cayó un 91,7% durante 25 años de guerra civil. Supera también fenómenos como el periodo especial de Cuba, el colapso de Zimbabue y la propia caída de la Unión Soviética. Y muy seguramente superará por mucho la terrible recesión de la economía ucraniana.
Pero lo paradójico y reflexivo de esta hecatombe venezolana es que su origen no radica en un conflicto bélico. Tampoco en un desastre natural. Sino en un conjunto de ideas que han privado a más de treinta millones de personas de sus derechos económicos, políticos y sociales. Las expropiaciones, el acorralamiento de la iniciativa privada, el socavamiento de la independencia de los poderes públicos, la falta de un Estado de derecho y el manejo corrupto de las finanzas llevaron a que un país con las mayores reservas de petróleo del mundo terminara en bancarrota.
La historia de un modelo político que se construyó en Cuba y se exportó a nuestro país, cuyo sustento es una doctrina fracasada que defiende la economía planificada y el control de la libertad individual, no podía terminar bien. La erosión del sistema productivo condujo al 95% de la población a una condición de pobreza y expulsó a más de seis millones de personas del territorio.
"En el fondo, Maduro y Putin son lo mismo. Ambos han cometido crímenes de lesa humanidad y son señalados por la justicia internacional"
Sin embargo, más allá de estas cifras, lo más importante es entender que detrás hay personas de carne y hueso. Historias de vida con rostros hundidos, sufrimiento palpable y real que cada día, como ocurre en Ucrania, se acrecienta y desborda la capacidad de asombro de los muchos que percibimos el drama.
Con esto sólo quiero dilucidar una reflexión personal: las ideas también matan. Los proyectos políticos levantados bajo una visión autoritaria también son capaces de arruinar países sin necesidad de una guerra. También pueden producir olas migratorias sin bombardear una ciudad, también son capaces de aniquilar civiles sin levantar un fusil. Las dictaduras son particularmente nocivas cuando tienen recursos y configuran conglomerados políticos y comunicacionales para esconderse y victimizarse. Y de eso Putin y Maduro conocen mucho.
Hoy el mundo se asombra porque el dictador ruso ha mostrado su peor cara, rebasando los límites de la crueldad, mostrando sus dientes más afilados.
Pero, en el fondo, Maduro y Putin son lo mismo. Ambos han cometido crímenes de lesa humanidad y por eso son señalados por la justicia internacional.
Ambos han derramado sangre de civiles inocentes. Ambos han acabado con economías productivas. Ambos han separado a millones de familias y ambos han desafiado a la comunidad internacional.
Por eso creo fehacientemente que los destinos de Venezuela y Ucrania se cruzan en un horizonte común, sustentado en la lucha por vencer la oscura noche encarnada en la invasión autoritaria, y por la recuperación del derecho a la vida digna.
*** Julio Borges es diputado y expresidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, y coordinador del partido venezolano Primero Justicia.