La noche se cierne sobre Afganistán. Muchos presentirán que “tras la noche, vendrá la noche más larga”. Lo harán sobre todo quienes están allí, los que se quedan. Las fotos y las imágenes duelen menos cuando no son nuestros vecinos. Pero toca ponerse en la piel de cualquiera de los treinta y ocho millones de afganos (descontando los talibanes) que sabe que su vida y la de su familia ya no vale nada.
Los talibanes se mueven estratégicamente y saben que hay batallas que no les interesa librar. ¿Para qué luchar por Kabul si sólo tienen que esperar a la marcha de los últimos soldados extranjeros? Los americanos se van como ya se fueron de Vietnam. Se lo hemos puesto demasiado fácil a los talibanes, así, sin más, sin ni siquiera negociar. Hasta las derrotas se negocian. Joe Biden dice que no se arrepiente de la retirada de las tropas. Espero que sus pensamientos sean más matizados que sus categóricas afirmaciones.
Cada vez está más presente el símbolo de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), hacemos agendas para 2030, 2050… pero ¿qué pasa con la catástrofe que supone en 2021 entregar un Estado a la barbarie, al terror, al sinsentido radical de los talibanes?
En enero de 2012 participé en un congreso en El Cairo en pleno proceso constituyente. La Plaza Tahrir seguía siendo el símbolo de la primavera árabe y el texto de la Constitución egipcia se revisaba desde todas las instancias. En aquella asamblea estaban presentes las diversas fuerzas políticas. Incluidos los Hermanos Musulmanes con una mujer, totalmente cubierta, que hablaba en su nombre. Los salafistas también. Estuve en reuniones con representantes de las grandes fuerzas políticas, una de ellas en la residencia de Ahmed Shafik, el ex primer ministro.
La comunidad internacional ha pinchado y con ella cada uno de nosotros
Cuando llegó mi turno de intervención, me quitaron la palabra. El embajador afgano la había pedido para él. La usó diciendo que en Afganistán los derechos civiles estaban consolidados, que no había mutilación genital femenina y que las mujeres eran libres. La soberbia y la demagogia se condensaban en el ambiente.
Después de un discurso radical, me dieron voz y no pude callar. Aclaré que me daba igual intervenir la primera o la última, pero que esperaba que entendieran que no me gustaba que me usurparan el espacio para decir lo contrario con una autoridad y un falseamiento de la realidad que nadie informado podía compartir. Tenía datos y cifras de la situación real de la época en Afganistán y, según sus códigos, debí transmitirlos con vehemencia.
Cuando salí, las cámaras y los micrófonos me buscaban como quien busca a una osada. Respondí a las preguntas sobre esa intervención y fui advertida por las personas que me acompañaban de las posibles consecuencias graves de mis palabras. Me sacaron en un coche rápidamente. La verdad es que nunca pasó nada. Se quedó en la adrenalina y en la repercusión que aquello pudiera tener. Aquel era el gobierno blando de Afganistán, incapaz de hacer frente al terror que viene.
La comunidad internacional ha pinchado y con ella cada uno de nosotros. Pero no es un pinchazo cualquiera, porque salpica de negro las diecisiete franjas coloridas del círculo que representa a cada uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
De un tiempo a esta parte observamos con complacencia cómo nuestros dirigentes políticos y empresariales adornan sus solapas con un círculo arco iris, como forma de sacar pecho por el consenso de Naciones Unidas, cuando 193 países suscribieron en 2015 esos objetivos como una bandera común. Las políticas públicas y los presupuestos de las naciones democráticas más fuertes del mundo se impregnan crecientemente de esos ODS y sus gobiernos piden a las empresas y a la ciudadanía que los hagan suyos.
Este crespón negro evidencia la falta de respuestas de la comunidad internacional para las situaciones de gravedad extrema
Ahora que la gran mayoría ya hemos abrazado esa causa y que sabemos que entre esos Objetivos están la paz, la justicia y las instituciones sólidas (ODS 16), el hambre cero (ODS 2), la salud y el bienestar (ODS 3), la educación de calidad (ODS 4), la igualdad de género (ODS 5), el trabajo decente y el crecimiento económico (ODS 8), la reducción de las desigualdades (ODS 10). Ahora, se hace un poco más difícil mantener una línea coherente de pensamiento en la que pueda integrarse la pasividad y la falta de respuesta a la situación límite que ha ido creándose en Afganistán.
El número 17 martillea mi cabeza. El último de los ODS es la “alianza” para la consecución de los demás objetivos. ¿Dónde está esa alianza? La alianza debería suponer una respuesta común para que cada uno de los 193 firmantes haga sus aportaciones para evitar que una apisonadora aplaste los derechos humanos de casi cuarenta millones de ciudadanos, convierta de nuevo un Estado en un nido terrorista y ponga un crespón negro en la historia de la civilización del siglo XXI.
Lamentablemente, este crespón negro, con el luto perenne por este fracaso de la globalización, deja en evidencia la falta de respuestas de la comunidad internacional para las situaciones de gravedad extrema. Afganistán pone el color negro cuando el marrón escatológico de las experiencias de Cuba o Venezuela, entre otros países, ya nos hacían taparnos la nariz.
Es muy triste que nuestra esperanza como españoles quede reducida a poder salvar la vida del núcleo diplomático y de traductores que están condenados a muerte por el mero hecho de su relación con nuestros soldados. Ojalá el operativo que la ministra de Defensa está poniendo en marcha traiga a España a quienes sirvan de altavoz de todos aquellos a los que la vuelta de los talibanes dejará muy pronto mudos.
*** Cruz Sánchez de Lara es presidenta de Thribune for Human Rights y vicepresidenta de EL ESPAÑOL, y prepara la puesta en marcha en septiembre de un vertical del periódico dedicado a los ODS.