Cuando anunció que se jubilaba, a los 96 años, muchos pensamos que se trataba de la penúltima broma de alguien que no había trabajado en las últimas siete décadas. Las mismas que llevaba casado con la reina Isabel II.
De él se recuerda hoy su inextricable e infinito árbol genealógico, entroncado con reyes y familias aristocráticas hoy olvidadas, así como sus frecuentes salidas de tono, geniales en el encorsetado contexto de la pompa y circunstancia de la monarquía británica.
En una ocasión, Felipe de Edimburgo contó que antes de su boda había preguntado qué papel tenía que desempeñar como futuro consorte real. El interpelado se encogió de hombros, así que no descartamos que se haya pasado más de 70 años sin saber qué hacía.
Al poco, se dio cuenta de que lo que se esperaba de él era que fuese tres pasos por detrás de la reina. Un acompañante discreto y con buena percha. La mejor, según Ignacio Peyró, que es el que más sabe de estas cosas. Felipe de Edimburgo no debía dar más escándalos que los habituales en una realeza de las de toda la vida y en la que ciertas licencias y escarceos forman parte del envoltorio del cargo.
Nieto del rey Jorge I de Grecia, descendiente de los zares de Rusia por vía materna, su padre murió arruinado, amancebado en Montecarlo con una actriz francesa, mientras su madre era ingresada en un manicomio.
El joven Felipe, que se había alistado durante la II Guerra Mundial para enjugar la vergüenza familiar, no parecía un buen candidato a esposo de la heredera al trono
Sus hermanas mayores, por si fuera poco, se habían casado en Alemania con unos príncipes que acabaron haciéndose nazis. Por lo que el joven Felipe, que se había alistado como oficial de la Royal Navy durante la II Guerra Mundial para enjugar la vergüenza familiar, no parecía un buen candidato a esposo de la heredera al trono.
Pero el amor, o algo parecido, ya había tejido el futuro de la institución. Lilibeth y Felipe se habían echado el ojo cuando ella apenas tenía 13 años de edad, seis menos que el joven oficial de marina que le había hecho de acompañante en una visita oficial.
El alto y rubio aristócrata, un marqués de Vilallonga en potencia, acabó por aceptar un papel totalmente diferente al que parecía predestinado. Su misión, pasar inadvertido como fiel escudero de la reina.
No siempre lo consiguió.
“Rudo y maleducado”, según algunos cortesanos recelosos, tuvo que renunciar a su título griego, se hizo ciudadano británico y tomó el nombre de su familia materna, Mountbatten. Se casaron en 1947 y, desde entonces, y hasta ahora, sería conocido como el duque Felipe de Edimburgo, aunque ese mismo día le cayeron en gracia otros títulos y condecoraciones.
Cuando murió el rey Jorge VI, en 1952, Isabel se convirtió en la representación de una Inglaterra que debía adaptarse al nuevo signo de los tiempos
La Inglaterra de posguerra se daba de bruces con la descolonización, que empezaba a abrirse paso con el beneplácito de los nuevos amos del mundo. Americanos y rusos se repartían el globo terráqueo en áreas de influencia y dejaban caer los viejos imperios europeos con el fin de repartirse los restos del naufragio.
Cuando murió el rey Jorge VI, en 1952, Isabel se convirtió en la representación de una Inglaterra que debía adaptarse al nuevo signo de los tiempos.
Su boda fue uno de los primeros grandes eventos televisados y ella, la primera mujer en subir al trono desde la reina Victoria. Pero lo que parecía un soplo de modernidad constituía precisamente la principal debilidad de una institución que era todo lo que le quedaba al Reino Unido de su pasado como dominador del orbe.
La función de la reina, y por tanto también la de su consorte, era la de mantener viva la llama de una falsa apariencia de imperio, perpetuando para ello ciertas estampas y rituales que conectaban el pasado y el presente en sus reales personas.
Con este objetivo crearon ese invento de la Commonwealth, que permitía seguir manteniendo una mentira que, a la larga, ha resultado muy práctica, pues, perdidos los territorios, ha asegurado por esa vía una influencia política, económica y cultural que abarca más de medio mundo.
El Reino Unido, fuera ya de la Europa comunitaria, debe mirar hacia nuevas latitudes para no quedarse aislado en un planeta globalizado
Ese legado de la Historia, salvaguardado por la institución monárquica, adquiere hoy más importancia que nunca, cuando el Reino Unido, fuera ya de la Europa comunitaria, debe mirar hacia nuevas latitudes para no quedarse aislado en un planeta globalizado e hiperconectado.
A los hijos del matrimonio les pusieron Windsor de apellido en vez del Mountbatten que pretendía el padre, único progenitor del país que no pudo legarle el apellido a sus vástagos. “Soy una ameba” dijo entonces.
Décadas después, en una entrevista con la BBC, le preguntaron cuál había sido su principal logro en favor de la monarquía británica: “No puede importarme menos” contestó. “No habléis de vosotros. A nadie le interesa que hablemos de nosotros” aconsejó, en la misma línea, a sus descendientes.
Carlos (o su hijo primogénito: tanto monta), con las permisibles extravagancias, seguirán la misma senda de Isabel y Felipe. No se trataba de trabajar, o de hacer algo concreto, sino de ser y de estar.
Que, en Inglaterra, ya saben, comparten el mismo verbo.
*** Cristóbal Villalobos es historiador y escritor.