Hay una sensación cada vez mas generalizada de que nunca la presencia de la estupidez ha sido tan apabullante en el mundo. Pareciera, a veces, que se ha apoderado por completo de él.
Miramos el panorama de nuestros dirigentes políticos y no podemos dejar de preguntarnos: ¿cómo hemos podido llegar a esto? Nos adentramos en la prensa, por no hablar de las redes sociales, y, a pesar de haber hecho previamente un acopio de templanza, sabemos que la razón volverá escaldada.
Lo peor, sin embargo, es que no se vislumbran límites en este proceso. Cuando creemos que ya no es posible caer más bajo, aparece algún personaje perfectamente innombrable y nos demuestra que siempre se puede empeorar.
Y no es que el mundo, antes de que nosotros viniéramos a honrarlo con nuestra imponderable presencia, haya sido nunca una especie de vergel para la inteligencia. Es más, hay quienes sostienen, en mi opinión con acierto, que el verdadero motor de la Historia ha sido siempre la estupidez. Pero, teniendo en cuenta la potencia con la que se manifiesta en nuestros días, estamos tentados a darle la razón a nuestro Jorge Manrique cuando proclamaba en perífrasis que, en efecto, cualquier tiempo pasado fue menos estúpido.
Es verdad que en todas las épocas ha existido estupidez, pero en la nuestra parece haber asumido la condición de rasgo distintivo.
Por supuesto, para las mentes más superficiales todo esto se debe a la aparición de las redes sociales, de la misma forma que, hace unas décadas, hubo cráneos privilegiados que acusaron a la televisión de ser el origen de todos los males. No es posible negar que internet magnifica exponencialmente los exabruptos de la necedad, pero tampoco que si no hubiera tantos tontos, hoy estaríamos hablando de las redes como de una panacea del pensamiento.
En realidad, lo que sí hacen estas es otorgarle visibilidad a un problema de decadencia que, en mi humilde opinión, tiene que ver principalmente con una pérdida de sentido de la realidad a causa de un estado de bienestar sin parangón en la historia.
El ser humano ha sido capaz de construir una burbuja virtual desde la que era posible soñar que no hay ningún deseo imposible. En tal sentido, eso que hemos conocido como posmodernidad no ha sido sino la expresión ideológica que emanaba de ese estado de cosas. Sólo hay que echar una mirada a nuestro alrededor para comprobar cómo estamos embarcados constantemente en problemas ficticios que enmascaran los reales, agudizando con ello el proceso decadencia.
Pero hay, además, una diferencia esencial entre la forma en que opera la estupidez en nuestros días y como lo hiciera, por ejemplo, en tiempos de padres. La estupidez antigua, por parafrasear al viejo Anaximandro, solía pagar sus culpas por haber tenido la osadía de venir al mundo.
La nuestra, por el contrario, sabe, casi con toda seguridad, que tendrá premio. Para ello sólo tendrá que desplegar dos recursos indispensables.
El primero, ser de tal calibre que rechine incluso en los cerebros más estúpidos.
El segundo, ostentar un perfil inédito, exclusivo y definido. La estupidez de nuestros días aspira sobre todo a ser identificable.
Sea como fuere, en la actualidad podemos pronosticar sin temor a equivocarnos que, cuanto más estúpido sea alguien, más alto podrá llegar. Lo vemos cada día en los ámbitos de la literatura, el arte, el periodismo, la política…
Es precisamente esta estrategia de implantación la que nos permite sospechar que, tal vez, todo esto se originara en primer lugar en el mundo del arte (en donde la experimentación con la estupidez lleva más de un siglo) y desde ahí, por medio de la publicidad, se propagara a todos los recintos de la sociedad, de la misma forma que los ultracuerpos de la película de Kauffman terminaban conquistando el mundo.
Incluso la Universidad, que podría haberse convertido en uno de los baluartes contra la propagación del mal, ha terminado erigiéndose como uno de los focos más importante de irradiación. De ella, por ejemplo, ha salido la cultura de la cancelación, una de las estupideces más peligrosas de los últimos tiempos.
Las consecuencias de esta verdadera pandemia no son en absoluto banales, aunque la banalidad, como ya viera Hannah Arendt, sea de sus condiciones de posibilidad.
El hecho, por ejemplo, de subestimar la estupidez como algo simplemente curioso, extravagante o, incluso, simpático juega siempre a su favor, porque cada estupidez que irrumpe en el mundo contribuye a ampliar su radio de acción, otorgándole a su vez carta de naturaleza a sus dominios. Así, lo que ayer resultaba impensable precisamente por su estupidez, hoy vive entre nosotros como una verdad incuestionable. Véanse, a tal respecto, las verdades del feminismo imperante.
Pero hay también repercusiones en el plano moral. El reverso de la estupidez, la otra cara de la moneda, es el cinismo, que se aprovecha de ella para medrar. Cuanto mayor sea el grado de estupidez que está dispuesta a soportar una sociedad, mayor será también la impunidad con la que operen la mentira, la desvergüenza y la corrupción.
España, a estas altura de la película, podría ser considerada un paradigma internacional. No es que hayamos desarrollado un incomprensible grado de condescendencia con respecto a la estupidez. Es que la hemos sentado en el poder.
Y con ello llegamos al reino de la política, en donde la majadería se ha convertido en una de las mejores fórmulas de ascender y consolidarse. Si recorremos el catálogo de nuestros políticos en activo, no nos quedará más remedio que reconocer que no son uno ni dos los que han hecho de la estupidez una forma de vida.
Permítanme un ejemplo. En una situación de práctica quiebra nacional, ha tenido lugar un pleno en el Senado para declarar por práctica unanimidad ¡la igualdad entre hombres y mujeres! Que es como afirmar que en verano hace calor y que en invierno, si llueve, nos mojamos.
“¿En que mundo vive esta gente?” nos preguntamos a menudo. Y la única respuesta que aparece es: en el de la estupidez, aumentada por la ideología de turno.
¿Cabe alguna posibilidad de salir de este círculo? Contemplando las diversas parcelas de nuestra realidad nacional, nos embarga el pesimismo. ¿Adónde mirar?
Si lo hacemos hacia el sistema educativo, lo encontramos literalmente arrasado por décadas de estupidez psicopedagógica. El periodismo, ya lo hemos dicho, se encuentra en un estado crítico y el llamado mundo de la cultura es apenas la caja de resonancia de las estupideces más contumaces. Remito al lector a dos acontecimientos recientes: el ya clásico de la gala de los Goya y el manifiesto a favor de Pablo Hasél.
Y de los intelectuales, ¿qué decir? Pues que, salvo alguna heroica excepción, están a lo de siempre: sus juegos malabares.
Hubo una vez un filósofo que proclamó que, llegados a este punto, sólo un dios puede salvarnos. Yo lo interpretaría en modo espinoziano: si ha sido la pérdida de sentido de realidad la que nos ha traído a esta situación, sólo podrá rescatarnos de ella una toma de conciencia.
El problema es que, según nos enseña la Historia, ésta suele producirse en de tragedia. De hecho, el héroe trágico no es más que alguien que, por soberbia o estupidez, ha perdido cualquier sentido de la realidad y sólo puede recuperarlo a través del acontecimiento trágico.
Por eso, lo único que cabe esperar es que este despertar no resulte demasiado cruel.
*** Manuel Ruiz Zamora es filósofo.