Cualquier comentario del Siegfried recién estrenado en el Teatro Real debería partir de una realidad: montar este título -patrocinado por la Junta de Amigos del Teatro Real- en una época como la que estamos viviendo es una especie de milagro.
Una orquesta que ha tenido que repartirse por los palcos de entresuelo aledaños (seis arpas y parte de la percusión a un lado, parte de los metales en otro) para poder mantener las medidas de seguridad y un teatro que contra viento y marea mantiene una temporada en la que se presentan títulos tan bien rematados como este wagneriano, en los que los grandes triunfadores han sido un inmenso Andreas Schager (Siegfried), Tomasz Konieczny (Wotan/Viandante) y Pablo Heras-Casado en estado de gracia.
Sin duda el resto del reparto mantuvo un nivel enorme pero el público agradeció especialmente con grandes aplausos a estos tres profesionales, y solo se mostraron evidentes y sonoros abucheos al trabajo de Carsen y su equipo, que recibieron la desaprobación de una parte de los espectadores.
Siegrfied es una obra de mucha testosterona masculina. Es una obra básicamente “de tíos” en la que los dos primeros actos son una serie de prolongados duos masculinos: Mime con Siegfried, Wotan con Mime, Mime con Siegfried, Alberich con Wotan, Wotan con Fafner, Alberich con Fafner, Siegfried con Mime, Siegfried con Fafner, Alberich con Mime...
Hasta pasadas cuatro horas no descubre Siegfried que el soldado tumbado “¡no es un hombre!” y arranca uno de los momentos estelares de todo el corpus compositivo de Wagner, el precioso, lírico y escalofriante dúo de Sigfried con Brünnilde.
Antes hemos asistido a dos actos en los que se recogen buena parte de las teorías propuestas por Wagner en Ópera y Drama, su largo ensayo escrito en 1851 donde fijó sus ideas sobre las características de la ópera.
Habrían de pasar 16 años entre la composición del segundo acto de Siegfried y el tercero, en el que entre otras partituras Wagner compuso Tristán e Isolda, que explora todo el universo lírico más complejo del autor.
En ese lapsus de tiempo, Wagner entra en otra dimensión sonora en el que su personaje, ese rudo, arisco, agresivo y casi chulesco personaje, de repente se transforma en un héroe por la intermediación de Brünnilde, que le insufla miedo (amor, que inevitablemente lleva al miedo de la pérdida) y por ende le da una profundidad humana a Siegfried al descubrir una mujer.
Ese "Das ist kein Mann!" que exclama asustado y sorprendido Siegfried supone una frontera entre un Wagner más teórico y audaz y otro más lírico, tamizado o transformado por el amor, como señalaba Thomas Mann respecto a Siegfried y que tan acertadamente recoge el programa de mano.
A Pablo Heras-Casado se le nota que se ha estudiado a fondo la partitura y ha tenido tiempo de ensayos. Este abismo entre los dos primeros actos y el tercero es sorteado por el director con una solvencia y talento impresionante, y en esta tercera entrega del Ciclo del Anillo alcanza altísimas cotas de dominio, profundidad, luminosidad y detalle.
El sonido oscuro, sombrío y misterioso en los actos I y II y la escena primera del III se transforma en las manos de Heras-Casado en un prodigio de luz y el director hace suyas las palabras de Brünnilde: "Salve, oh Sol! Salve, oh Luz! Salve, oh luminoso día!". Escalofriante su tensión y su lectura apasionada de la partitura, y el trabajo realizado con la Orquesta Titular del Teatro Real es magnifico.
Un grandísimo reparto encabezado por un estratosférico Andreas Schager como Siegfried. ¡Qué excelencia la de este cantante austriaco! Qué limpieza en la voz, qué zona alta tan rotunda, qué fraseo y gusto cantando. Impresiona cómo termina la ópera con un agudo tan rotundo después de cuatro horas en las que prácticamente no se mueve de escena.
¡Bravo! Extraordinarios Tomasz Konieczny como Wotan/Viandante y Jongmin Park como Fafner y Ricarda Merbeth como Brünnilde. Su despertar fue uno de los momentos más bellos de la noche y supo con inteligencia y mucho gusto estar a la altura de Shager en el duo de los protagonistas. También excelentes Andreas Conrad (Mime) y Martin Winkler (Alberich).
El trabajo de Carsen no gustó a una parte del público. Quizá fue debido a la notablemente fea propuesta que presenta: un desangelado escombrado para el primer acto, un devastado bosque para el segundo y de repente un sálon decimonónico abandonado en la primera escena del acto tercero.
Tiene el canadiense ideas muy originales y logradas: la conceptualización de Fafner, su diálogo con Wotan y especialmente su muerte simbolizada en esa excavadora que arrampla con el bosque deforestado, la muerte de Mime (¡un acierto!) y la última escena del tercer acto, de una belleza plástica preciosa.
Pero en general no terminó de convencer. Quizá se plantean demasiadas ideas a lo largo de la función y ya uno no sabe si quedarse con ese taller Mad Max del primer acto, la denuncia de la deforestación a manos de un progreso en forma de excavadora o la ajada hipocresía del tercer acto. Quizá cuando Carsen se abandona al amor/miedo del duo final es cuando está más cómodo y consigue mejores resultados.
Qué maravilla ver cómo responde Madrid a un buen Wagner. A pesar de las medidas de seguridad, a pesar de la extensión de los actos (de media 80 minutos) y la deshora de arranque, las 16.30 (el toque de queda obliga), Siegfried ha confirmado de nuevo el acierto y la extenuante labor del equipo del Teatro Real.