Carta a un joven postmoderno
El autor denuncia cómo la sociedad actual ha desactivado las armas intelectuales de la crítica.
Querido amigo:
Estás mal. Como todos. Como toda tu generación, a la que algunos decidimos condenar a un consumismo también inmaterial. Dicen que la Filosofía no sirve para nada, pero tú y yo sabemos que son libros de Filosofía los que han legitimado parte de lo que te pasa. Hay todavía quien se atreve a sublimar tu tristeza, pero para ti ha dejado de ser un juego.
Te prometieron que podrías vivir una vida en el absurdo, sin sentido y sin arraigo, pero tú ya estás cansado de sufrir. Creciste educado en un mundo en el que te dijeron que la verdad no existía. Pero, qué demonios, tu dolor actual es absolutamente cierto. Demasiado cierto.
Todo empezó en el instituto. Como buen adolescente, creciste leyendo a Nietzsche y te fascinó el nervio indómito de su escritura. Aquella Filosofía decía lo contrario de lo que advertían tus padres. Que todo fueran interpretaciones y que no existieran los hechos era, en aquellos días, una buena noticia.
En cualquier caso, aquella lectura simplista era casi un imperativo biológico. Porque lo que de verdad te abrió los ojos, así te gusta contarlo, fue Foucault, en el primer año de carrera.
Aún recuerdas a aquella profesora carismática que os enseñó unos libros en los que se comparaba el poder disciplinario de un hospital, de una escuela y de una cárcel. Entonces lo viste clarísimo. Esa opresión silente e invisible de las instituciones era la culpable de tu malestar y de la censura que te impedía expresar tu autenticidad.
Tu narcisismo y tú sabíais que no eras como los demás y empezaste a tirar del hilo. Creíste leer en aquellas páginas que la locura era una simple convención social y que cualquier ordenación de la realidad no era más que un trampantojo de normas ilegítimas.
Había en aquellos textos palabras que te fascinaban: microfísica, biopoder, procesos de subjetivación... Con aquellos nuevos conceptos creíste que por fin podrías interpretar tu realidad, igualmente compleja y sutil, casi tan sublime como tú. Mientras pudieras repetir aquellas fórmulas (fatigar a fondo esa bibliografía era demasiado duro) pensaste que estarías a salvo.
En aquel tiempo, estabas tan atrapado que decidiste pasar a mayores. Droga dura, te decían metafóricamente los compas de cursos superiores. Fue entonces cuando decidiste leer a Deleuze y Derrida.
Tú no entendías nada, pero te aplicabas con un rigor masorético a entreverar algún sentido en aquellas palabras incomprensibles. Como el necio que ante un lienzo en blanco formula la hipótesis de lo que ahí podría haberse pintado, tú quisiste imaginar interpretaciones ocultas, sentidos velados o rumbos transitables en una escritura que, en el fondo de tu ánimo, te parecía un sinsentido.
Pero era eso, el sentido de las cosas, lo que había que combatir y revocar, por lo que no te importaba demasiado aquella sensación de extravío. Jamás entendiste nada, pero un profesor elegante y cómplice te propuso habitar en el desafío de la incomprensión y tú cometiste el error de creerle. Nunca podrás pasarle la factura.
Aquellas derivas teóricas, aunque fascinantes, seguían sin satisfacerte del todo, por lo que decidiste dar un paso más y vincular aquellas doctrinas con tu vida cotidiana. Hacer cuerpo de tus ideas, decías.
Por aquel entonces arrastrabas ya algunos fracasos amorosos y nunca fuiste demasiado seguro en la cama (como todo el mundo, vaya). Fue en ese momento cuando leíste, por recomendación de una amiga, a Judith Butler y a Paul B. Preciado.
De la primera no entendiste demasiado, pero intuías una sofisticación que volvía a resonar en ti con ecos de vanguardia liberadora. La prosa de Preciado, en su radicalidad explícita, te parecía más inteligible, más aplicable, y te tentaba la idea de convertir tu cuerpo en un laboratorio.
La causa que protegían era tan indudablemente legítima que fue entonces cuando decidiste, en lo que creías que era un ejercicio de liberación personal, experimentar con tu propio deseo, obligándote a sospechar de lo que siempre estuvo claro para ti.
Ante la duda decidiste seguir acelerando. Encomendar el gobierno de tus pasiones a autores que ni siquiera conocías, y que hoy ruedan anuncios para Gucci, te pareció, por absurdo que pueda demostrarse ahora, una buena idea.
El tiempo ha pasado y has dejado de leer. Para poder pagar el pequeño piso donde vives, de escasos 30m2, contrapeas dos trabajos mal pagados y apenas tienes tiempo para hacer otra cosa que no sea ver tu ordenador tirado en la cama.
Ahora es a través de YouTube y de artículos cortos como te aprovisionas de nuevos argumentos con los que intentar vertebrar una vida que cada vez te resulta más inhabitable.
Y comienzas a estar cansado porque ya no entiendes nada. Lo hiciste todo bien de niño, cuando te obligaron a estudiar y a ser ordenado. Y, sobre todo, lo hiciste todo bien de joven, cuando épicamente te invitaron a desafiar el relato normalizador que te habían impuesto.
Pasas tus días devorado por una incertidumbre y una ausencia de sentido sobre la que cabe poca hermenéutica. Para Baudrillard, la Guerra del Golfo pudo ser un simulacro pero, sin embargo, tu dolor es real, tan real como la caja de diazepam que llevas en la mochila.
Ya no te vale lo del hecho y la interpretación: la leas como la leas, tu vida es una mierda. Y es una mierda porque las cuentas no salen. Has pasado los últimos años creyendo que deconstruías cánones, convenciones, normas y sentidos, pero en el fondo ya no puedes engañar a nadie. Lo único que has destruido es tu propia vida.
Y hay otra mala noticia: quienes te invitaron a hacerlo sí que están a salvo.
Despreciaste la idea de normalidad, pero una vida normal, en el fondo, es a lo único a lo que ahora aspirarías. Empiezas a sospechar que esa normalidad podría haber existido, y que así debe exigirse.
Pero es quizá demasiado tarde. Una vida normal es aquella en la que con esfuerzos normales podría adquirirse una independencia económica también normal para tener, si te diera la gana, hijos a los 25, o a los 27. Lo normal, vaya.
Pero, ay, amigo, te han arrebatado el concepto e incluso te invitaron a hacer una apología de lo anormal, de lo monstruoso y de lo desviado, como si esa opción retadora pudiera hacerte más feliz.
No sólo te hemos arrojado a una vida desventurada, sino que, además, te hemos sustraído cualquier lucidez crítica que te permita enfrentar la miseria a la que te hemos condenado. No lo olvides nunca, el capital te ha hecho despreciar todo aquello que te ha arrebatado: una familia, un sentido para tu existencia y un catálogo de valores estables en torno a los cuales ordenar tus decisiones, que es tanto como ordenar tu vida.
Agotarás el catálogo de Netflix una y otra vez, comprarás infusores con forma de ballena en AliExpress para tomar el té orgánico que adquieres en la tienda de comercio justo y adoptarás un gato con glaucoma para que te haga compañía, hasta que un día se caiga por el patio interior de la casita en la que habitas (volverás de madrugada borracho, a tus años, y habrás olvidado cerrar la ventana).
Podrás, eso sí, anunciar tu tristeza en Instagram, pero seguirás, a pesar de los bellos filtros, irremediablemente solo.
Y mirarás a la biblioteca y no encontrarás un solo libro que te sirva de consuelo. No habrá ni una sola palabra que te asista para reconstruir una vida que hoy se exhibe demolida y llena de escombros.
No busques más: no hay nada que deconstruir, tu vida es ya una perfecta ruina.
Pero para que no desesperes, hemos convertido tu rabia en una moda monetizable, en un hashtag, en una absurda caricatura. Creciste afanado en la posibilidad de negociar significados, pero tu desesperación no admite ya otra interpretación posible que la más obvia y literal.
Te han roto, amigo, y lo han hecho por el eje. Como dijera Kipling, nuestros padres nos mintieron. Lo peor de todo es que nosotros hemos decidido engañarte también a ti.
Y no te resistas: las únicas armas conceptuales con las que podrías rebelarte han sido desactivadas.
*** Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.