Cada vez que el Ministerio de Igualdad se descuelga con una nueva iniciativa se produce una inquietante paradoja. Cuanto más absurda o grotesca sea (y todas lo son en mayor o menor medida), mayor repercusión mediática obtiene.
No es, en absoluto, algo casual o involuntario. En el mundo del arte, dicha metodología es ya un clásico. Los artistas más mediocres o irrelevantes, aquellos que en realidad no tienen nada que decir, recurren sistemáticamente a la provocación como forma de ocultar la ausencia sustancial de cualquier mensaje. Con ello, al tiempo que se suple la evidencia de una carencia de contenidos efectivos, se pueden alcanzar los célebres 15 minutos de gloria a los que, según Andy Warhol, tendría derecho todo el mundo.
En el caso de nuestro inefable Ministerio, dicha táctica obedece también a un doble sentido.
Por un lado, alcanzar cierta repercusión mediática y social a través del escándalo que, en cualquier inteligencia no arrasada por las ocurrencias ideológicas de turno, han de suscitar necesariamente dichos exabruptos (pues no de otro modo cabe calificarlos).
Por otro, ofrecer una apariencia de actividad que justifique las escandalosas partidas presupuestarias que le han sido asignadas a un ente vacío y sin otro sentido que no sea el puramente propagandístico.
Teniendo en cuenta el grado de igualdad real entre sexos que se ha alcanzado en las sociedades occidentales y, muy particularmente, en nuestro país en las últimas décadas, la única opción que le queda a este macroorganismo ideológico para hacer valer su existencia es la de aparentar que hay que conseguir lo que hace ya muchos años que se ha conseguido.
En dicha línea se consignan declaraciones tan esperpénticas y delirantes como las de acusar a la policía de humillar a las mujeres que acuden a presentar denuncias por violencia de género o las campañas para perder el miedo en el espacio público de uno de los países que, según todos los indicadores nacionales y extranjeros, es uno de los más seguros del mundo.
El término 'aprovecharse' nos remite al mundo periclitado de nuestras abuelas, ni siquiera al de nuestras madres.
La más reciente de estas performances propagandísticas, tan carentes de contenido real como de enfoque científico, llega de la mano de una llamada Federación de Mujeres Jóvenes, y es un documento que pretende "arrojar luz sobre las violencias sexuales que las mujeres sufren en los contactos de ocio nocturno".
Obviaré la infinidad de planteamientos que no resistirían la más mínima contrastación empírica y me centraré en una afirmación que refleja por sí sola, en mi opinión, toda la esencia regresiva que caracterizan estas nuevas olas feministas.
Es aquella que, recogida abundantemente por los medios, incide en que "los hombres dan alcohol y drogas a las mujeres para aprovecharse de ellas".
La clave del planteamiento se encuentra, sin duda, en el término aprovecharse, una expresión que ya nos remite en sí misma al mundo periclitado de nuestras abuelas, ni siquiera al de nuestras madres.
Aprovecharse, aplicado a las relaciones entre hombres y mujeres, implica una situación de inferioridad o desvalimiento objetivo por una las partes que es, a todos los efectos, la que tiene algo que perder.
Y, de hecho, así ha sido hasta hace poco tiempo: una mujer quedaba en una lamentable situación de marginación social si perdía la honra o, aún peor, si quedaba embarazada fuera del matrimonio.
Es decir, el concepto tenía un sentido definido en otras etapas históricas. Pero sacarlo a relucir hoy día, en una situación de igualdad virtual en la práctica y tras varias décadas de conquistas efectivas por parte de las mujeres, constituye poco más que un insulto hacia estas, toda vez que se las reduce a la condición de seres manifiestamente incapaces de discernir y decidir sobre sus propios deseos.
No obstante, el documento ahonda aún más en un trasfondo ideológico estrictamente reaccionario desde un punto de vista moral.
Al plantear la posibilidad de que individuos adultos de sexo masculino podrían aprovecharse de individuos adultos de sexo femenino, se está asumiendo, no se sabe si de forma consciente o inconsciente, la rancia idea (tan apreciada por el machismo tradicional) según la cual las mujeres no sólo se encontrarían, por definición, en un estado congénito de minoría de edad, sino que, como consecuencia de ello, necesitarían estar constantemente bajo la tutela de alguna institución. Antes, sus todopoderosos maridos. Ahora, una infinidad de organismos estatales creados ad hoc.
El objetivo de todo esto, naturalmente, no es otro que el control social y la creación de un clima de inseguridad jurídica en el que se diluyen los perfiles de las libertades individuales y cada ciudadano queda convertido, lo sepa o no, en un posible reo de crimen mental.
Para nuestro Ministerio de Igualdad, la mujer sólo sería un objeto susceptible de ser cosificado por el deseo masculino
Pero aún es posible introducir una última vuelta de tuerca en esta increíble fenomenología de lo que podríamos designar feminismo machista (una contradicción, por lo demás, que refleja perfectamente el signo de los tiempos). El hecho de que sea sólo el hombre el que invariablemente se aprovecha vendría a demostrarnos que el deseo, nuevamente en la línea de la viejas tradiciones heteropatriarcales, es algo única y exclusivamente masculino, mientras que la mujer, a la que se le concede poco menos que un papel de sujeto pasivo, tan sólo lo padece, en el mejor de los casos, de forma resignada o renuente.
Es decir, que por muy escandaloso que nos resulte, para nuestro Ministerio de Igualdad la mujer sólo sería un objeto susceptible de ser cosificado por el deseo masculino. Pero, en la medida en que ella, al parecer, carece de deseo, estaría desprovista de la capacidad de cosificar a su vez.
Y con ello llegamos de nuevo al terreno de juego del viejo machismo: es precisamente porque la mujer carece de deseos por lo que el hombre, para poder aprovecharse, ha de suministrarle alcohol u otras sustancias estupefacientes. Es exactamente como cuando nuestras madres nos recomendaban que no cogiéramos nunca los caramelos que nos ofrecieran desconocidos.
Lo cierto es que quienes vivimos aquella explosión de libertad, en gran parte liderada por las mujeres (fueron ellas las que se atrevieron a romper con los corsés morales que habían padecido las generaciones anteriores) de la España que nacía a la democracia después de cuarenta años de franquismo, no damos crédito a la ola retrógrada a la que estamos asistiendo: pareciera que está renaciendo la vieja Sección Femenina.
Tanto esta como el ministerio de Irene Montero comparten una idea de la mujer que no puede ser más denigrante y ofensiva. La de un ser que, desmintiendo el viejo dicterio kantiano, es incapaz de salir de un estado congénito de minoría de edad y que debe, por tanto, ser protegida de los peligros del mundo de la noche, del demonio de los hombres y del deseo de la carne.
Desgraciadamente, este y no otro es el ideal de emancipación que propone el nuevo feminismo.
*** Manuel Ruiz Zamora es filósofo.