A Luisa, setentona de pro.
De repente uno cumple setenta años y, también de repente, uno se da cuenta de que está igual que a los sesenta. De golpe uno llega a los setenta años y, también de golpe, uno nota que se siente lo mismo que a los sesenta y nueve. O sea, que cumplir años es menos solemne de lo que la gente piensa.
Este comentario se me ha ocurrido al leer la noticia de que las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos, que se celebrarán en 2020, tendrán como protagonistas a tres candidatos que han superado con creces los 70 años de edad: Donald Trump, nacido en 1946; el demócrata Bernie Sanders, de la quinta del 41; y Joe Biden, de 76 años, que fue vicepresidente con Barak Obama durante dos trienios. Según las mismas crónicas, que tres septuagenarios se disputen la Casa Blanca no se ve con buenos ojos por un determinado sector del electorado que patrocina la idea de que dirigir los destinos del país ya no es cosa de mayores y que es hora de dejar paso a los nuevos mozos de la política.
Cuando se es joven, se es joven para toda la vida, me dijo mi querido y admirado Camilo José Cela a sus ochenta años, cosa que yo repito siempre que se me presenta la ocasión porque me parece una verdad como un templo, al igual que lo es que cuando se es viejo, se es viejo desde la adolescencia.
Quién no conoce jóvenes viejos y septuagenarios, octogenarios y hasta nonagenarios jóvenes y felices. La juventud es una ficción que se mantiene contra viento y marea, con lo cual es fácil atisbar que la verdadera juventud, no la del mero calendario, precisa de un largo aprendizaje. Sólo cuando se renuncia a ser joven es cuando la vejez se presenta y barre todas las ilusiones.
No niego que ser mayor puede ser temible, pero nunca si se acierta a serlo huyendo de eufemismos y monsergas. Todo es cuestión de sentido común. Con la edad tal vez perdamos memoria y agilidad, pero nuestra visión del mundo cambia para expandirse. Los húngaros dicen que la vejez resta agilidad a las patas del caballo, pero no le impiden relinchar; los alemanes que los árboles más viejos dan los frutos más dulces. Hay un estudio de la Universidad de Harvard que llega a la conclusión de que la gente cuando pasa de los 70 años, no sólo mejora la inteligencia, sino que también la felicidad aumenta.
La longevidad de los españoles está en 81 años de promedio: a los 70 queda mucha vida por delante
A lo largo de mi vida laboral he aprendido varias lecciones. Una, que pese a los años, hay que mantener incesantes las potencias del cuerpo y del alma. La segunda, que no hay enemigo peor que los prejuicios sobre la edad. Lo escribe y describe magistralmente el profesor Luis Rojas Marcos: “Descartar del mundo laboral a la gente simplemente por su edad es ignorar la realidad biológica, psicológica y social”.
Si actualmente la longevidad de los españoles está en 81 años de promedio, es evidente que a los 70 queda mucha vida por delante. La edad no puede ser criterio de exclusión y las normas que mandan a los mayores a la parálisis laboral son reaccionarias. Es más, la discriminación de las personas por su edad se asemeja a la segregación del individuo por su raza o sexo.
A nadie sensato se le ocurre decir que Mario Vargas Llosa deje de escribir por tener 83 años, ni que nuestro universal Valentín Fuster no imparta más sus diarias Lecciones de vida, ni, por supuesto, que Santiago Muñoz Machado tenga que renunciar a su cargo de director de la Real Academia Española, a su silla “r”, o cerrar su despacho de Derecho Administrativo porque a primeros de este año cumplió los 70; o que Severo Ochoa tendría que haber abandonado la investigación en 1975 que fue cuando se jubiló. Ningún motivo hay para prescindir de alguien guiándose no más que por el Registro Civil.
Hace algún tiempo, no mucho, alguien me preguntó cómo veía la situación de los mayores de 70 años en España. La respuesta fue lo que pensaba y sigo pensando. Que un buen día quienes nos gobiernan habían acordado declarar viejo por decreto al que aún no lo era y decidieron jubilarlo, mandarlo para casa y hasta humillarlo con esa cursilería de la “tercera edad”, al tiempo que le daban una pensión para que sonriese.
Nunca creí en la solidaridad, sino en la contienda entre generaciones. También dije que jubilar a los 70 años a un catedrático de Universidad, a un médico, a un juez, a un notario o a un abogado del Estado, me parecía un despropósito. La valía jurídica de un juez, como la docente de un profesor, de cualquier profesor, no puede medirse en modo alguno de forma tan pedestre.
A cierta edad, lo único que hace falta es saber medir bien las distancias y no pedir lo imposible
Lo importante son los méritos y la capacidad; ser o no ser útil, servir o no servir. Fue Ihering quien escribió que para ser un buen jurista había que ser un gran escéptico y el escepticismo suele darlo la edad. En el Tribunal Supremo Federal norteamericano a sus jueces sólo los tumba la muerte o la declaración expresa de incapacidad, lo que, por otra parte, es una sólida garantía de independencia e imparcialidad.
El actual presidente del Tribunal, John Roberts, nombrado en 2005 por Bush, tiene ahora 64 años. Bien conservado podría seguir en su cargo otros 30 años más o, al menos, tantos como la magistrada Ruth Bader Ginsbur, histórica abogada defensora de los derechos de la mujer, que con 85 años, desde 1993 que fue nominada por Bill Clinton, vive su profesión con enorme entusiasmo.
Es muy probable que con la edad uno pierda en fuerza y vitalidad; tanto como que se gana en autoridad, reflexión y buen juicio. Lo proclamó hace muchos años un romano sabio. Quizá lo que suceda es que aquella sociedad a la que Cicerón se dirigía tenga muy poco que ver con la de hoy, donde abunda el desprecio por los mayores porque ya no se necesiten sus conocimientos y se prefieran los ordenadores.
En fin. Lo malo no es llegar a tener 70, 80 o más años. Yo creo que lo malo es no acertar a comportarse adecuada y resignadamente y que la llave para ser feliz se encuentra en no aspirar más allá de lo razonable. Eso es lo que les pasa a muchos; que quieren ser el Papa Francisco cuando su verdadero destino, siendo generosos, hubiera sido ser el cura de su pueblo. Lo primero que el hombre necesita para envejecer es tener decoro, esto es, envejecer sin frivolidad y con los pies pegados al suelo. A cierta edad lo único que hace falta es saber medir bien las distancias y no pedir lo imposible.
Otrosí digo:
Luisa, a quien dedico esta tribuna, acaba de cumplir 70 años.
Luisa, la joven septuagenaria, es una es una mujer de cuerpo entero y como mandan los cánones.
Luisa, al igual que Félix, su marido, sabe que lo principal es redondear la vida con la cabeza y el corazón puestos al servicio de ideas y emociones que vuelan por encima de los almanaques.
Luisa, a los amigos que celebraron con ella su cumpleaños, les regaló la siguiente cita de Henry-Frederic Amiel: “Saber envejecer es la obra maestra del arte de vivir”.
Reconoce, querida Luisa, que la vejez es una vocación de la que careces.
*** Javier Gómez de Liaño es abogado, magistrado 'jubilado' y consejero de EL ESPAÑOL.