El ciberespacio mediático, en ocasiones, secuestra y embosca a la audiencia colectiva hacia un fallo prejudicial predispuesto. Hablo, aquí, del juicio paralelo. La implosión de los leaks gestan, al unísono, una infinidad de ficheros justiciables. Y por tanto, también, nutren ese banquillo popular influyendo en pleitos pasados, presentes y futuros. Desde estas líneas, se desnudan los mecanismos inhibitorios de la función jurisdiccional penal ante esas injerencias. Finalmente, se plantea cómo se validan esas disrupciones sin vulnerar una tutela judicial efectiva sin indefensión y el derecho a un proceso con todas las garantías (art. 24.1 y 2 de nuestra Constitución –CE-).
El Cuarto Estado -medios de comunicación clásicos sumados a los tres de Montesquieu- ha sido superado por el Quinto: la web 2.0 y sus apps. ¿Pero invade éste el mundo judicial? En principio no. Hay una serie de contramedidas profilácticas para el togado contra el Yin o Yang de estrados distorsionadores. Las acciones más comunes, de ese ideario viral, las detectamos en las siguientes: escraches y pintadas en las sedes tribunalicias; filtraciones del expediente instructor; cocinar opiniones de terceros y expertos ajenos al litigio, etcétera. Hay infinidad de temas donde ese debate hierve. Pensemos en los delitos contra la libertad e indemnidad sexual: el caso Spotlight sobre la pederastia, en el seno de la Iglesia yanqui, fue un trabajo ejemplar de investigación del Boston Globe. El superlativo #MeToo llevó a Harvey Weinstein al banquillo. Sin embargo, hay otros juicios donde una de las partes tiene, en cuasi-monopolio, todos los micrófonos abiertos. Ese streaming parcial va en detrimento del rival. Los supuestos agresores y víctimas rivalizan, en un ring, ahogándose en océanos de metadatos donde, a modo de Auto de Fe inquisitorial, tienen una sentencia prefijada en prime time.
Mi cristalino y el #NoesNo, colapsan con los fallos discriminatorios entre violación y abuso. Este último delito, con una pena menor, se ejecuta sin violencia, intimidación y sin mediar consentimiento (art. 181 del Código Penal). La credibilidad incriminatoria de las evidencias es lo determinante para entrar en un ámbito u otro. En el caso de la Manada navarra (con WhatsApps incluidos) y su rebrote en la Audiencia de Lleida, gracias a toda una taxonomía probatoria directa, implicaron condenas, respectivamente, de 9 años y cuatro y medio. Si los confrontamos con el caso vizcaíno de Gaztelueta, bastó -para llegar a 11 por abuso continuado- con el aval psico-forense de las declaraciones ex alumno vs. maestro. En todos ellos, es innegable su polémica transpiración social extramuros.
Frente a la Opinión 2.0, y su latente intrusión, coexiste un lienzo realista pincelando un sistema judicial “de respuesta temprana”. Cierto. Pero éste no ha de caer en una Justicia satisfactiva y prospectiva genuflexa a sus ecos. ¿No habría que poner, al enjuiciador, el capirote por encamarse con la loa de la seducción pública? No. ¿Las togas y puñetas son la marioneta de un ventrílocuo popular? Tampoco.
Es difícil que en nuestra sociedad hiperconectada el tribunal no tenga una aproximación circunstancial al tema decisorio
Hay una medida de salvaguarda para evitarlo: el agotamiento de todo el régimen de recursos, por los litigantes, ante diferenciadas cortes nacionales o internacionales. Son desenlace, algunos de ellos, del derecho a la doble instancia penal del art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, anudado al art. 6.1. del Convenio Europeo para su protección.
A ese lecho revisor sumo dos contrapesos: 1º. La no conculcación de la independencia e imparcialidad del tribunal y, 2º, el “test de licitud de la materia publicable” por la plataforma mediática. Con ellas se corona, asimismo, el proceso “como es debido”.
La imparcialidad -dentro del omnisciente art. 24.2 CE y el art. 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos- supone que el juez funcione con la incólume voluntad de aplicar el Derecho al caso concreto. Su acción debe abrigar un desinterés objetivo, evitando el contacto sobre el fondo del asunto. Simultáneamente, debe producirse su desconexión personal con los intervinientes en el proceso. El problema está en el primer parámetro. Es muy difícil que en nuestra sociedad hiperconectada no se tenga, por el tribunal, una aproximación circunstancial al tema decisorio conexa con la opinión ciberespacial. En esa hipótesis, su ecuanimidad no debe alterarle con la gestación íntima de prejuicios. Si ello se produce, la Justicia muere. La doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) aprecia, por ejemplo, en el caso Otegi v. España (S. de 6/11/2018) la parcialidad de una de las magistradas de la Audiencia Nacional contaminando, con sus comentarios, su juicio.
En cambio en el recinto del mass media no hay que probar una relación causa-efecto de la influencia de la información en la sentencia. No. Basta una probabilidad fundada de que esa interferencia haya tenido lugar. Ese es el precedente del TEDH (S. de 29/8/1997, caso Worm v. Austria). Se condena al periodista de Profil por influir, potencialmente, con su artículo a los jurados legos quienes, más tarde, enjuiciaron a un ex ministro de Hacienda por fraude fiscal.
En la labor de enjuiciamiento, no se sirve a orgullos de clase patricia por agradar a madres ciberespaciales o políticas
Pese a lo expuesto, la libertad de expresión e información esculpen un derecho, no menos fundamental, recogido en el art. 20.1. a) y d) CE. Por tanto, se ha de buscar una fórmula amatoria entre proceso justo y esas libertades. De otro modo, el mass media jugaría a ser juez y parte. ¿Y qué debe hacer un periodista o editor?. Escuetamente propagar lo noticiable con arreglo a dos condiciones: 1ª. Debe ser relevante. En el sentido de que toda sociedad libre puede recibir la realidad sobre los hechos de notoria importancia. 2ª. Cumplir una doble tarea de verificación. Por un lado, se le exige contrastar la exactitud o identidad de la fuente. Y, por otro, constatar que el contexto de lo transmitido no destruye el secreto de las investigaciones, o pone en entredicho la presunción de inocencia o el ius puniendi del Estado. El dilema está en que el “visto para sentencia”, no arriba a la desinformación propagandística. Véanse, “las factorías de trolls” retratadas por Bespalov.
Hora es de investigar el anunciado tratamiento de los leaks. Ellos nos abren los ojos a más cloacas financieras y políticas. Reflexionemos sobre el Football leaks; Snowden; Bárcenas-Kitchen; Panama Papers; Vatileaks 1 y 2, y, cómo no, el palpitante Villarejo-leaks. Con ellos somos amamantados con un biberón de primicias “mega a mega” desde limbos de terabytes. Ante esta situación hay, por fin para nuestros magistrados, una clara sentencia de la Sala Penal del Tribunal Supremo (la número 116/2017, de 23-2) compendiando la cultura jurisprudencial de la UE. Su núcleo prescribe que sólo son lícitas esas probanzas de “destrucción o sanación masiva” cuando –sin violarse el artículo 24 CE– cumplan tres requisitos para pasar el test de validez. Primero: que su revelador sea un particular neutral (no funcionario público). Segundo: que las fuentes de prueba no sean admisibles en sí mismas (su obtención raya la ilegalidad) pero sí lo serían, por el contrario, los medios probatorios que se deriven de ellas en la causa judicial. Y, por último, que ese nuevo conjunto probatorio “blanqueado” sea refutable por el acusado.
Con el cumplimiento de los controles descritos abogaría por la derogación de las Leyes Mordaza. Destaco, en esa misión, la impuesta labor colaborativa de los fact-finders de Twitter o Facebook, sin caer en la censura obediente a sus algoritmos de depuración. No pueden ser los jueces los fiscalizadores de la web 2.0. Si lo fueran, los instituiríamos en una suerte de General Coroliano de la tragedia de Shakespeare. Han de ser indiferentes a los falsarios tribunos del 5º Estado y sus interesadas pestes, a golpe de deep fake. No así, cuando disparen con la razón precargada.
En la quirúrgica labor de enjuiciamiento, no se sirve a orgullos de clase patricia por agradar a madres ciberespaciales o políticas (como la inmisericorde Sra. Volumnia). Si no vendrá, mal que te pese Generalísimo, el volsco TEDH con sentencias como el caso Delfi AS v. Estonia (S. 16/6/2015). Desde esa resolución, el dueño de webs y foros es auto-responsable por los comentarios editados en las cuentas de sus usuarios. Practiquemos contra el “postfactualismo” un “#MeToo a los juicios justos”. Aun a riesgo de que, cultivando nuestros jueces los métodos contraceptivos narrados, se les tilde, por la inteligencia artificial de la posverdad, de adeptos a Lucifer.
*** Jorge Vila Lozano es abogado y doctor en Derecho.