Nunca he vivido ni en el País Vasco ni en Navarra. Ni siquiera cerca. No he sabido más que la media sobre el mal llamado conflicto (porque para que haya un conflicto tiene que haber dos bandos, y aquí no los había). He sido político desde la época de plomo, por lo que siempre me he sabido un objetivo potencial aunque me separase un mar de distancia de ellos. Aun así, por fortuna, nunca he sentido su miedo.
Pero aunque sea mallorquín y ETA no haya marcado mi día a día, a cada asesinato, a cada amenaza, me sentía bilbaíno. O donostiarra. O tolosarra. O ermuarra. He sentido la rabia de los ciudadanos de una Comunidad Autónoma en cuyo nombre se asesinaba, aunque ellos jamás hubieran querido ni pedido ser representados por la barbarie. He empatizado, igual que todos los españoles, con la ira de aquellos a los que se les arrebataba la voz y la identidad para reivindicar en su nombre que la violencia era la vía para conseguir la opción que legítimamente había desestimado la democracia. Con todos aquellos que han vivido 40 años con el miedo de que fuera su último día por el mero hecho de creer que España merecía la pena. O, sencillamente, que ETA no.
Hemos asistido a la peor de las situaciones. A que la sociedad se acostumbrase tanto al terror que fuera casi natural que empresarios, periodistas o políticos tuvieran que llevar escolta todos y cada uno de los días de su vida, todas y cada una de las horas (y con políticos, por supuesto, me refiero no sólo a los altos cargos, también a los concejales de pueblos de 100 habitantes que arriesgaban la vida para evitar que ellos nos la arrebataran a los demás).
Nos acostumbramos a despertar cada día con una nueva amenaza, a asistir a funerales de amigos y compañeros de partido. Soy hijo de militar, y como tal he sufrido, como tantos otros, cuando padres de mis amigos eran amenazados y asesinados por defendernos. Hemos llegado a naturalizar que algunos (probablemente por propia supervivencia) no hicieran lo suficiente o miraran para otro lado mientras los demás nos rasgábamos las vestiduras al no entender cómo era posible que todo aquello sucediera en nuestro país.
Cuando alguien ponía su nombre en la lista electoral de un pueblo de Navarra lo hacía por todos nosotros
Pero pese a que viviéramos tantos años creyendo que el fin era más una quimera que una realidad, que la vida de los ciudadanos de nuestro país iba a estar siempre determinada por unos asesinos tan cobardes como para ejecutar a sangre fría a un chico de 23 años por tener la osadía de ser constitucionalista en su terreno amedrentado, como pese a todo, y como siempre mantuvimos la esperanza de que ocurriera, hemos ganado.
Sí, nosotros. Los españoles. Usted y yo. Seamos vascos, navarros, mallorquines, andaluces. Todos. Las fuerzas de seguridad del Estado han acabado con ETA en el plano logístico y estructural, pero los españoles lo hemos hecho en el político y en el moral.
Los verdaderos héroes del autodenominado fin de ETA (porque su fin real llegó hace muchos años) son todos aquellos que sabían que arriesgaban su vida, su bienestar, el de su familia y amigos, por creer que ni siquiera la amenaza de perderlo todo estaba por encima de luchar todos y cada uno de nosotros. Los concejales del PP o del PSOE en cada uno de esos pueblos, los guardias civiles, los ertzainas, los empresarios que perdieron todo huyendo de su tierra por no pagar el "impuesto revolucionario" en el que la alternativa era financiar al terrorismo o morir.
Porque cuando un ciudadano medio de un pueblo recóndito del norte de Navarra ponía su nombre en la lista electoral de un partido constitucionalista lo hacía por él mismo, por su dignidad y la de los suyos; pero también por la de todos los españoles que no podíamos ni imaginarnos el sacrificio moral y personal que esa persona estaba haciendo por nosotros.
Por eso el apoyo moral e institucional que le dimos todos los españoles a los héroes fue determinante. Y seguro que pudimos hacer más, pero probablemente no supimos. Nosotros, que vivíamos día a día el conflicto desde la cercanía de la empatía pero con la lejanía de la distancia, sabíamos que nuestra responsabilidad como españoles era recordarles a todos los que luchaban por la libertad (porque luchar contra ETA era hacerlo a favor de que usted que me lee y yo que le escribo podamos seguir con vida) que lo que hacían merecía la pena. Que estábamos con ellos. Que no podíamos acompañarles cuando les señalaban en sus pueblos o ciudades, que no sabíamos lo que era mirar los bajos del coche cada vez que subíamos a él, vivir acompañados de escoltas. Pero que jamás dejaríamos de denunciar que no podrían acabar con ellos, con nosotros. Que las instituciones españolas debían volcarse, como la responsabilidad institucional decía y sobre todo el clamor popular pedía, en hacer que víctimas y verdugos tuvieran clara su posición y que el único final posible de ETA era que todos acabáramos con ella.
Los verdaderos héroes son los que voluntaria o irremediablemente se enfrentaban a la lacra terrorista
Decía que los verdaderos héroes de la lacra terrorista son los que voluntaria o irremediablemente se enfrentaban a ella, pero, si hay unos que merecen especial consideración, esos son sin duda las familias de las víctimas. Qué mayor motivo de orgullo que vivir en una sociedad con una madurez democrática y social tal que ni ante la peor de las situaciones ni uno solo de ellos ha tenido un comportamiento ni medianamente reprochable. Lo viví de primera mano cuando se produjeron los últimos atentados de la banda terrorista, en las Islas Baleares, conociendo a la familia de Diego Salvá Lazaun. Personas que eran ejemplo de dignidad, de superación, de templanza, de valores. Lo contrario que ETA. De qué pasta estaremos hechos los españoles para convertirnos en el ejemplo en el que ellos se han convertido.
Pero es que además los 40 millones de españoles restantes supimos y entendimos que nuestra labor era estar con ellos. Recordarles que mientras nosotros siguiéramos aquí nadie legitimaría ni una de las aspiraciones de los asesinos, ni olvidaría a ninguno de nuestros muertos (porque cada uno de los 829 asesinados por ETA los sentimos tan nuestro como si fuera de nuestra propia familia), que los que seguían luchando lo harían con todo nuestro apoyo y empatía.
Por eso la disolución final de ETA es mérito y responsabilidad de la sociedad vasca, y los que compartimos con ellos el ser españoles debemos sentirnos orgullosos de haber contribuido a que hayan podido conseguir salir de lo imposible para demostrar, una vez más, que ser español siempre merece la pena.
Por fortuna ETA ha terminado, y su terror ya quedará restringido a la condena de la Historia. En España, aún así, hay otros conflictos que, de manera afortunadamente distinta, también amenazan nuestra libertad. Y al igual que en el caso vasco, los verdaderos héroes son los que día a día luchan contra la lacra liberticida separatista, pero es responsabilidad de todos los españoles recordarles que, incluso en el peor de los escenarios, no habrá un solo segundo en el que su lucha no sea la nuestra. Que no legitimaremos a los que les amedrantan. Que pase lo que pase, siempre, España estará de su lado.
Mientras tanto, felicidades españoles. ETA, por fin, ha muerto.
*** José Ramón Bauzá, senador por Baleares, fue presidente de las Islas Baleares (2011-2015).