“Se dice que existen tres clases de testigos: los que han visto bien, pero dudan de lo que han visto. Los que han visto mal, pero creen haber visto bien. Y los que no han visto nada y aseguran haber visto todo”. (Marco Tulio Almazán).
Tanto si aceptamos la opinión de Jeremías Bentham de que los testigos son el “oído y el ojo de la justicia”, como si, en sentido opuesto, sostenemos que la testifical es la más falaz de todas las pruebas, se me ha ocurrido que tal vez sea útil apuntar algunas pautas que pudieran servir de ayuda a quienes son llamados ante un tribunal para dar testimonio. Probaré a exponerlas mediante un decálogo de recomendaciones que no necesariamente han de ser una decena. Recuérdese que el diccionario de la Real Academia Española define el vocablo decálogo como “conjunto de normas o consejos que, aunque no sean diez, son básicos para el desarrollo de cualquier actividad”.
Mas antes de empezar, dos observaciones. Una, que aun cuando el título ya lo anuncia, la tribuna viene a cuento de la decisión del tribunal que juzga el caso Gürtel-Época I de admitir la prueba propuesta por una acusación popular de que Mariano Rajoy preste declaración testifical. Se trata de un acuerdo que, independientemente de haberse adoptado por mayoría de dos votos frente a uno –cosa que puede sorprender–, a mi juicio merece la censura de que sus señorías ilustrísimas no dan razón del llamamiento y, en consecuencia, incumplen el principio del mínimo de motivación exigible a toda resolución judicial. Otra, la segunda, que el recetario estará inspirado en la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECr) y en la doctrina científica y jurisprudencial sobre la prueba testifical.
He aquí, pues, un catálogo de modestos y bienintencionados consejos, escritos, repito, pensando no sólo en el presidente del Gobierno citado a declarar, sino en todos aquellos que, como él, pueden serlo en cualquier momento.
Nadie puede eludir el deber de comparecer como testigo, ni bajo pretexto de que su deposición pudiera perjudicarle
Antes de pisar la sede de un tribunal, el testigo DEBE:
I. Saber que si es ciudadano español o residente en España y salvo impedimento legal debidamente acreditado, tiene obligación de concurrir al llamamiento judicial para declarar cuanto supiere sobre lo que le fuere preguntado. Nadie puede eludir ese deber. Ni bajo pretexto de que su deposición pudiera pararle perjuicio, ni alegando tener promesa de callar en todo o en parte la verdad, ni poniendo disculpas morales y religiosas. Sólo los parientes más próximos y los comprometidos por el secreto están exentos de esa responsabilidad.
II. Ser consciente de la trascendencia de la declaración a prestar, de tal manera que en su comparecencia ha de sopesar cada manifestación y, en caso de duda, conformarse con expresar sencillamente su creencia. A veces ha sucedido que testigos muy honrados, tras declarar se dan cuenta, aunque demasiado tarde, de que impresionados por el aparato de la justicia y sin la calma necesaria, han dejado en el trastero de la memoria detalles importantes, que después, poco a poco, recuerdan. No olvide el testigo que si comparece mucho tiempo después de que los hechos sucedieron le será muy difícil no mezclar la observación real con las creaciones fruto de la suposición. Y, por supuesto, a mayor imaginación, más riesgo correrá el testigo de caer en la inexactitud.
III. Examinar con la lupa de su conciencia, si es un testigo sospechoso. Llámase sospechoso al testigo en quien concurren serios motivos para temer que no será fiel al dar testimonio. Es causa de recelo patente el interés en el desenlace del proceso, pues, sin duda, apartará al testigo del camino de la verdad.
El testigo puede hallar satisfacción de venganza con un testimonio desfavorable, pero el deber debe prevalecer sobre el odio
IV. Tener muy presente que la amistad que pudiera existir entre él y el acusado o acusador, sea público, privado o popular, justifica sobradamente dudar de su deposición. Aunque ese sentimiento sea limpio y, por sí mismo, no impulse al testigo a mentir, el riesgo de favorecer al amigo es incompatible con el supremo interés de la Justicia.
V. Lo mismo que sucede con la amistad, no ha de ignorar que la enemistad también es causa fundada de sospecha. Bajo el imperio de la pasión la versión de los hechos se adultera. En un testimonio desfavorable puede el testigo hallar satisfacción de venganza, pese a que sólo en los testigos indignos el odio prevalece sobre el deber. Ninguna duda cabe de quien hubiese aceptado precio, recompensa o promesa para ofrecer una declaración pactada.
VI. Hacer de tripas corazón si ante la expectación que el proceso suscita, se topa con la agobiante presencia de fotógrafos y periodistas. En tal caso, lo normal es que el testigo se pregunte cómo es posible que con un tribunal de plaza pública la verdad resplandezca. Consuélese pensando profundamente que pese al soplo violento de la multitud el triunfo de la justicia es posible.
La experiencia demuestra que los jueces y magistrados suelen estar muy pendientes de la forma de la deposición
VII. Tener la seguridad de que el juramento o promesa de decir verdad es su mayor garantía. Cabe que el testigo no atado por el juramento o promesa diga la verdad, pero la grandeza de esos compromisos actúan en el espíritu y lo purifican de tal manera que en modo alguno el testigo podrá callar lo que conoce o sabe.
VIII. Hablar con un lenguaje fiel y sincero. La experiencia demuestra que los jueces y magistrados suelen estar muy pendientes de la forma de la deposición. El tono sereno del testigo, la sencillez y tranquilidad de sus respuestas, la coherencia de sus dichos y la precisión, proporcionarán a sus palabras una enorme autoridad. En el caso de que no entienda lo que se le pregunta, el testigo bien puede pedir aclaraciones a su interrogador, aunque es aconsejable hacerlo por conducto del magistrado que presida el tribunal.
IX. No dudar de que el tribunal examinará atentamente sus cualidades, aunque ello, al final, dependerá de la capacidad de observación que cada magistrado tenga. Cuanto más cultivada esté la inteligencia del testigo, mayor será su credibilidad. Desde luego, superior a la del testigo tosco que no calcula las consecuencias de su declaración o habla inconsistentemente, sin distinguir entre lo que sabe por sí mismo o por lo que otros le han dicho.
El testimonio falso puede inducir a error al juez o tribunal ante el que se presta y provocar una resolución injusta
X. Para el supuesto concreto, ha de saber el testigo que las declaraciones de personas con funciones públicas son una especie privilegiada de testimonios, al modo que los documentos oficiales lo son respecto a otros. Esta presunción se basa en el principio según el cual una persona revestida de autoridad es, especialmente, digna de crédito en los asuntos de su competencia.
XI. Finalmente, ha de tomarse muy en serio la advertencia que el juez le hará de la posibilidad de incurrir en un delito de falso testimonio si no es veraz. Perjuro es un adjetivo demasiado potente, pero quizá sea el que mejor cuadra a quien jura en falso o quebranta maliciosamente el juramento o promesa. En cualquier caso, el perjuro debe saber que la verdad tiene mucha memoria y que cuando menos te lo esperas ejerce súbita venganza. Sobre todo si un dedo acusador te invoca el artículo 458 del Código Penal que castiga con penas de prisión al testigo que faltare a la verdad y que responde no sólo a que decir la verdad es un deber moral sin cuyo cumplimiento la vida social, basada en la confianza mutua, se hace harto difícil, sino también, lo que es mucho más grave, a que un testimonio falso puede inducir a error al juez o tribunal ante el que se presta y provocar una resolución injusta.
XII. Finalmente y por lo expuesto, ha de asumir el testigo que serlo no es tarea fácil, como tampoco lo es la noble misión de contribuir a descubrir la verdad. No digamos, lo terrible que es faltar a ella. No engaña quien no tiene interés en mentir. Un viejo aforismo reza que la mentira es menos notoria que el error. Sin embargo, en ocasiones los embustes del testigo se descubren antes que los yerros.
En similares circunstancias a Rajoy, Felipe González y Alfonso Guerra declararon por escrito en el 'Juicio de la colza'
OTROSÍ DIGO al testigo don Mariano Rajoy o a sus asesores por si les sirviere para algo en su futura declaración que, según dijo el jueves pasado, “afronta con absoluta normalidad” y ofrecerá “encantado”. Como sé que hay opiniones diversas respecto a si el señor presidente del Gobierno ha de ofrecer testimonio compareciendo personalmente ante el tribunal, o en su domicilio o despacho oficial, sitos ambos en el Palacio de la Monclosa, e incluso por videoconferencia y que, según algunos, no podrá hacerlo mediante “informe escrito” porque de los hechos enjuiciados no tuvo conocimiento por razón de su cargo sino como vicesecretario general y responsable de asuntos electorales del PP, primero, secretario general, después y, finalmente, presidente del partido, me permito traer a colación el precedente del Juicio de la colza que se celebró hace ahora 30 años y de cuyo tribunal formé parte.
Me refiero a la declaración que en calidad de testigos prestaron los entonces presidente y vicepresidente del Gobierno, don Felipe González y don Alfonso Guerra, respectivamente. Corría el año 1988. Después de la oportuna deliberación y por auto motivado, los tres magistrados decidimos que aun cuando los señores González y Guerra habían tenido “conocimiento de los hechos” siendo secretario y vicesecretario generales del PSOE, los artículos 412.2., 702 y 703 de la LECr permitían que uno y otro pudieran hacer sus deposiciones por escrito. Y así fue. El 8 de febrero de 1988, en audiencia pública, se leyeron las respuestas escritas con las que que los dos despacharon los cuestionarios de preguntas y repreguntas presentados, previamente, por la acusación particular solicitante de la prueba y por el resto de las partes que, para posibilitar la contradición, tuvieron a bien hacer uso del trámite.
SEGUNDO OTROSÍ dirigido a otro don Mariano, promotor de la prueba testifical de su tocayo, en la seguridad de que entenderá el porqué de la dedicatoria. Sea el abogado medido en las palabras, justificado en lo que hace, actúe con ciencia y conciencia, guíese por la brújula de la buena fe procesal, huya de tentaciones aviesas, renuncie a bastardos intereses y no tenga gestos esperpénticos, pues ello afecta a la probidad y perjudica mucho al crédito, propio y de la profesión. La acción popular es una cosa; su perversión, otra.
*** Javier Gómez de Liaño es abogado, magistrado en excedencia y miembro del Consejo de Administración de EL ESPAÑOL.