“La facultad de perdonar que corresponde al príncipe puede tener efectos admirables si se usa de ella con prudencia” (Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu. El espíritu de las leyes. Libro VI. Capítulo XVI).
Mucho me temo que hoy voy a escribir un artículo incómodo; un texto que puede producir más rechazo que aceptación. Se trata de reflexionar sobre la decisión de Barak Obama de conceder, antes de cesar, una serie de indultos, y que, según he visto, ha provocado no pocas voces a la contra.
No obstante, como estas líneas se redactan el día de San Raimundo de Peñafort, catalán de Villafranca del Penedés, superior de la Orden de Predicadores, patrón de los abogados y autor de la obra Summa casuum para la administración provechosa del sacramento de la penitencia, pido al santo que me imponga severo correctivo tanto si me paso como si no llego en lo que me propongo decir. Veamos.
Barack Obama pasará a la historia como el presidente de Estados Unidos que más indultos ha otorgado
A tenor de los datos ofrecidos por la Casa Blanca, en la víspera del final de su presidencia, Obama ha conmutado las penas de 330 presos federales, la mayoría de ellos condenados por tráfico de drogas en sus diferentes variedades. Si a esta cifra se suman los 1.385 indultados durante todo su mandato, el resultado es que ha sido el presidente en la historia de los Estados Unidos (EE.UU.) que más indultos ha otorgado, seguido de Lyndon B. Johnson que lo hizo a favor de 200 reclusos.
Otras referencias son que entre los beneficiados por la gracia presidencial se encuentra el general James Cartwright, condenado a 6 meses de prisión por filtrar a un periodista del The New York Times información relacionada con el ataque que en 2006 EE.UU. e Israel lanzaron contra Irán; también la soldado Chelsea Manning, sentenciada a 35 años de prisión por traición, al haber entregado a WikiLeaks miles de documentos secretos y que, merced al indulto, el próximo 17 de mayo saldrá en libertad. En Manning, además, concurría la circunstancia de que llevaba declarándose mujer desde que fue detenida e incluso se había cambiado su nombre de Bradley Edward por el de Chelsea Elizabeth y que el pasado año intentó suicidarse dos veces.
Como el lector supondrá, no he analizado los asuntos judiciales afectados por los indultos y tampoco conozco las circunstancias concurrentes y tenidas en cuenta para otorgar los perdones. Ahora bien, lo que sí sé es que en los Estados Unidos de América, la facultad de indultar, total o parcialmente, la pena impuesta por la comisión de delitos federales, exceptuados los juicios políticos, corresponde al presidente. “The President (…) shall have power to grant reprieves and pardons for offences against the United States, except in cases of impeachment”. (Artículo II, Sección 2, apartado 1, de la Constitución americana de 1787). O sea, más o menos, lo que el juez americano Oliver Wendell Holmes sostuvo en una de sus famosas sentencias, cuando escribió que “un presidente puede conmutar una pena por varias razones, lo mismo que un acreedor puede condonar una deuda”.
Es cierto que ha habido perdones de “última hora” otorgados por presidentes norteamericanos que han provocado justificadas controversias y merecido severas censuras. Sin ir muy lejos, en la memoria de muchos estarán los concedidos por el presidente George Bush a oficiales de la era Reagan condenados en el asunto Irangate o los 140 que Bill Clinton dispensó en el último día de su presidencia, incluido el del multimillonario Marc Rich condenado por un delito fiscal en cuantía de 50.000.000 de dólares. Pero junto a esos supuestos, también se han dado casos en los que la indulgencia del presidente de los EE.UU., al igual que la ofrecida por otros dirigentes o gobiernos democráticos del mundo, obedecieron a razones de equidad, justicia e interés público.
¿Es la cárcel la solución a la delincuencia? Casi siempre la pena privativa de libertad no cumple su fin
Hace años, quizá demasiados, que me pregunto si la cárcel es la única solución al problema de la delincuencia y cada vez que lo hago llego a la misma conclusión: la pena privativa de libertad, como paradigma de la sanción penal, no cumple, en la mayoría de los casos en que se aplica, el fin que la justifica. Máxime cuando cualquier persona medianamente informada –no solo los especialistas– sabe que la prisión, hoy por hoy, y pese a lo dispuesto en textos constitucionales –verbigracia el artículo 25.2. del nuestro– no corrige y menos aún “resocializa” a nadie. Ni al que entra como primario, que queda estigmatizado para siempre y de quien todo el mundo desconfiará, ni al reincidente o habitual, a quien la estancia le servirá de perfeccionamiento de la técnica para ejercer mejor su profesión una vez liberado.
Es un hecho con categoría de probado que una sociedad ofendida por el delito se torna intransigente con el culpable, pero me permito pensar que el binomio seguridad-prisión no es un problema de antítesis sino de síntesis. La pena de privación de libertad está presidida por los principios de intervención mínima y de proporcionalidad. Sin embargo, la realidad social no va por ahí. Es más, hoy el clamor para que se encierre al personal resulta ensordecedor, hasta el extremo de que la gente se queda tan contenta cuando a alguien se le manda a la cárcel, y no sólo por razones de seguridad ciudadana y, por tanto, personal, sino porque estiman, entre otras cosas, que los jueces están para retirar de la circulación a los indeseables y ejercer la venganza social.
Parecerá mentira, pero el sentir mayoritario es que las prisiones han de seguir siendo rincones, mejor o peor acondicionados, donde meter a los delincuentes con fines exclusivamente represivos. El lema que rige en algunas conciencias es el de salus publica suprema lex est, lo cual no es moral, ni cierto. Las decisiones judiciales implacables, como las leyes implacables, han sido siempre causa de injusticias. Téngase muy presente que el llamado “Derecho penal simbólico” puede que, a corto plazo, sea tranquilizador; sin embargo, a la larga, es destructivo.
En el arca de la justicia no se guarda el hacha de la venganza, sino el fino escalpelo de la magnanimidad
Al parecer, Barak Obama ha tomado su decisión en función de estos postulados e ideas. “Con los indultos otorgados intento corregir lo que considero una injusticia del sistema”, ha dicho. Por su parte, Neil Eggleston, su asesor en asuntos jurídicos, ha declarado que “los beneficiarios de los indultos sabrán que EE.UU. es una nación que perdona y que el esfuerzo y el compromiso con la rehabilitación puede generar una segunda oportunidad y donde los errores del pasado no privarán a seguir adelante”.
Para mí que los dos tienen razón. Yo creo en la clemencia, eso que Heine identificaba con el oficio de los dioses. Cualquiera de las posibles y múltiples clemencias, y sus hermanas y primas hermanas, como la piedad, el perdón y la indulgencia, son sentimientos antes que virtudes. Por eso, siempre pensé que la justicia debe ser clemente con el reo y que la maquinaria penal es como un reloj de precisión que, por principio, rechaza cualquier fin que no sea la prudencia.
En el arca de la justicia no se guarda el hacha de la venganza, sino el fino escalpelo de la magnanimidad, una herramienta que sólo los elegidos saben manejar con destreza. Ni la vieja e ineficaz ley del Talión ni la vergonzosa ley de Linch tienen cabida en el buen gobierno de los hombres.
—Por favor, una pregunta muy elemental. ¿Prefiere usted el perdón a la justicia?
—No; ni al revés tampoco. Lo que pienso es que la justicia sin perdón se torna en crueldad y que la teoría de que es justo lo que es necesario es una falacia.
Obama disfrutaría leyendo a Concepción Arenal al decir que casi siempre es injusticia la austera severidad
El orden, como la conveniencia es algo que ha de supeditarse a la Justicia –esta vez, con mayúscula–. El pensamiento de Danton de que con leyes duras y hasta temibles todo vuelve al orden, puede ser atractivo para una elucubración o una tertulia, pero es erróneo. La aplicación estricta e intransigente de las penas, sin margen para la magnanimidad, a menudo es fuente de dolorosas injusticias.
En El mercader de Venecia, la bella Porcia proclama que “(…) la propiedad de la clemencia es que no sea forzada; (…) bendice al que la concede y al que la recibe (…); tiene su trono en el corazón de los reyes; (…) el poder terrestre se aproxima tanto como es posible al poder de Dios cuando la clemencia atempera la justicia”.
En fin. Tengo para mí que, en su merecido descanso de Palm Springs, el expresidente Barak Obama disfrutaría leyendo a nuestra Concepción Arenal cuando nos enseña que casi siempre es injusticia la austera severidad y siempre justicia la dulce caridad. Se debe ser clemente con los condenados y, de paso, con la familia de los condenados, que también lo son. Lo cómodo es lo contrario, ser inclemente.
Me reafirmo en que el “derecho de gracia”, que no la “gracia del Derecho”, puede ser otro modo de hacer justicia y producir efectos admirables. Quien es justo de verdad sabe bien que no se deben imponer grandes castigos sin confiar en el perdón. Vale más perdonar mucho que castigar mucho.
— ¿Y del arrepentimiento, qué?
— Pues que soy partidario como garantía de comportamiento futuro del beneficiario de la gracia, pero jamás como acto de humillación del condenado.
***Javier Gómez de Liaño es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.