“Si suprimos la justicia, ¿qué son entonces los reinos sino grandes latrocinios?” (Agustín de Hipona. 'La ciudad de Dios').
Hace seis años, septiembre de 2010, asistí al estreno de La fiesta de los jueces, obra dirigida por su autor Ernesto Caballero. El espectáculo tenía como protagonistas a varios miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que deciden representar, en versión libre, El cántaro roto, una farsa costumbrista del dramaturgo Heinrich von Kleist, donde se denuncia el pésimo funcionamiento de la justicia. En un escenario cubierto de procedimientos judiciales previamente pasados por una trituradora de papel y con un gran espejo en el que los actores se reflejan, los propios jueces se juzgaban a sí mismos en un original e inteligente juicio popular.
Esta representación teatral me ha venido a la memoria con motivo de la Apertura del Año Judicial que el pasado día 6 y con arreglo a la vieja usanza el Rey Felipe VI declaró inaugurado después de que la fiscal general del Estado y el presidente del Tribunal Supremo (TS) y del GGPJ pronunciaran sus discursos de rigor. Poseo la colección completa de los Discursos de apertura de tribunales –desde 1870– e incluso he asistido a varios de estos actos. Que recuerde, en ninguno se pronunciaron palabras que declarasen decepciones o pesimismos. Todos son recapitulaciones formales de lo que se hizo o se dejó de hacer y nunca oí hablar de lo mal que fueron las cosas y de las culpas de unos y otros. Aparte de disparar el cohete anunciando que se abre el portón de los tribunales, lo que abunda son las sugerencias recomendando el borrón y cuenta nueva del periodo anterior de una administración de Justicia que subsiste como una empresa al borde del concurso de acredores, precisamente no fortuito.
Nuestra justicia se encuentra en un estado de salud muy delicado
Que veinticuatro horas antes de tan solemne acto, una asociación judicial –Jueces para la Democracia (JpD)– emitiera una nota denunciado, entre otras cosas, “la grave situación de atasco, colapso y precariedad en que se encuentran los tribunales”, es prueba o, al menos, indicio racional, de que nuestra justicia se encuentra en un estado de salud muy delicado. El diagnóstico de los jueces y magistrados es alarmante. En el comunicado de JpD puede leerse que “se observa con preocupación la constante instrumentalización de la Justicia en el debate político más allá de un proyecto para su modernización”.
No se trata de aguar la fiesta, sino de llevar vino a la fiesta, pero al margen de los análisis y sondeos de opinión, algunos de ellos muy solventes, como el del profesor Toharia o el barómetro del Consejo General de la Abogacía, de 2015, a los que el presidente del CGPJ y del TS se refirió en su intervención, creo que, hoy, por hoy, la administración de Justicia española da más sobresaltos y disgustos que gozos y satisfacciones. Sus ritmos son desesperantes y nuestra maquinaria judicial se mueve aún a velocidad de tortuga, lo que es síntoma de inseguridad y agotamiento. Lamento decirlo. Hace tiempo que la fe de los ciudadanos en la justicia es escasa y tengo la sensación de que a algunos les pasa como a los enfermos de anorexia, que pueden estar en el lecho de muerte y siguen viéndose gordos. Y todo por culpa del papel residual que durante años pretéritos el Poder Judicial ha ocupado dentro del Estado, en el que ha girado como un minúsculo rodamiento fácil de engrasar. Esto es algo que todo el mundo sabe. Hasta los propios jueces que, hartos de la situación, de vez en cuando se manifiestan y claman por la despolitización de la Justicia y reprueban el proceso de contaminación política y ocupación progresiva del espacio judicial que desde 1985 inició el poder político dominante.
Una institución cuyos miembros son nombrados como lo son poco puede dar de sí
Al señor presidente del CGPJ y del TS, de quien desde hace muchos años tengo la opinión de que es un buen juez en el sentido que Azorín describe y al que él se refiere al final de su discurso, le hago un ruego, casi una súplica. Que sea algo más sincero de lo que aparenta ser en los siete folios que brindó a los asistentes y que, en la próxima ocasión, nos cuente los auténticos males de nuestra doliente Justicia. Cierto que un acto tan solemne siempre ha sido una especie de gaudeamus, pero la gente prefiere oír la verdad en cueros vivos, por dura que sea.
“En nuestro sistema judicial no hay héroes ni seres excepcionales (…)”; “su grandeza se construye sobre la actividad cotidiana de una suma de hombres y mujeres prudentes, honestos y capaces (…)”; “nuestra sociedad tiene que saber que cuenta con sus 5.500 jueces y juezas, con su espíritu de servicio (…)”; “los jueces asumen con entusiasmo cada día la responsabilidad de procurar una justicia imparcial, eficiente y de calidad (…)”. Estas fueron algunas de las reflexiones del discurso del señor Lesmes que, a no dudar, gustaría a muchos. A mí, no tanto como hubiera deseado, pues sin perjucio del elogio a la judicatura en general y que comparto plenamente, sin embargo, no se adentró, uno por uno, en los síntomas patentes de una administración de Justicia perezosa, indolente, atascada, desigual, imprevisible, mal trabada e incluso desgarrada. Y, a todo esto, sin una referencia a la lejanía del CGPJ en relación a los jueces y magistrados que, en una gran mayoría, dudan de que les represente y, lo que es más dramático, que defienda la independencia judicial.
Comprendo que una institución cuyos miembros son nombrados como lo son, poco puede dar de sí, hasta el punto de ser un órgano constitucional reverente y dócil que no pasa de ser una burocratizada jefatura de servicios. Desde su constitución en 1980 hasta nuestros días, no todos, pero sí en su conjunto, los vocales han sido marionetas movidas por los mandamases de turno. Esto no es un juicio temerario. Tampoco se trata de cuestionar la honradez profesional de nadie ni, por tanto, de convertir al vocal elegido por el dedo del político en la encarnación de la perversión del sistema. Limpieza y suciedad se distribuyen, como las virtudes y los vicios, con criterios bastantes más complejos.
En materia de justicia, España lleva muchos años dormida en los laureles
Lo que ofrezco son datos netos que nos perseguirán hasta que no se produzca una verdadera revolución en bloque de los jueces, dispuestos a que se lleven a cabo sus legítimas reivindicaciones, por cierto, algunas no siempre justas. Me refiero al comportamiento de las asociaciones judiciales cuando se apartan del papel constitucionalmente encomendado y pasan a ser meras agrupaciones gremiales cuyo objetivo es la obtención de cuotas de poder a cambio de ofrecer sumisión al partido político que les designa.
“Detrás de la comedia y de la sátira se encierra un dolor y una preocupación por ese pilar del Estado que está sufriendo las consecuencias de no haber hecho una reforma en su momento", dijo Ernesto Caballero el día del estreno de La fiesta de los jueces. Cuánta razón tenía. La misma que cuando confesaba su inquietud porque hubiéramos caído en “una justicia de autor”. Pese a su carácter satírico, a lo largo de toda la representación sonaba la voz de la desesperanza. Entonces tuve para mí que en las páginas del texto estaban secas las lágrimas amargas de desilusión y de desencanto. Sé que la obra irritó a algunos espectadores judiciales y no judiciales, lo cual no me extrañó porque la sinceridad no gusta a quienes están acostumbrados a una realidad judicial maquillada, a la verdad silenciada. Sin embargo, también tengo la convicción de que encantó a cuantos padecen por la injusticia disfrazada de Justicia y a los que buscan qué hay detrás de las palabras altisonantes y de las ideas hueras.
Nos hemos creído que la justicia era una cuestión menor, un artículo de última necesidad y así nos ha ido
En materia de justicia, España lleva muchos años dormida en los laureles. Nos hemos creído que era una cuestión menor, un artículo de última necesidad y así nos ha ido. Todo lo que nos pasa, nos está bien empleado. Si los gobernantes acertaran a poner en manos de los ciudadanos la herramienta de hacerles cómodo y saludable acudir a los tribunales, el problema entraría en la vía de solución, pero este trance ideal está todavía muy lejos por el mansueto entendimiento que los políticos tienen de la justicia.
Confieso que, al igual que a muchos, me gustaría decir bienvenido sea el nuevo año judicial, bienvenidos sean los nuevos proyectos, bienvenidas sean las nuevas ilusiones, bienvenidos sean los renovados propósitos de enmienda y hasta bienvenidos sean esos cacareados planes de modernización o los sonoros pactos por la Justicia que tan a menudo son invocados y hasta constituyen moneda de cambio en acuerdos entre partidos para la formación de gobierno. Son bastantes años viendo aperturas de tribunales presididas por la retórica. Alocuciones de unos y otros que no explican los problemas de la justicia y que se apoyan en lo ceremonial para confundir al personal, aunque éste ya no traga porque está muy escaldado.
Nada me importa, pues, brindar por el nuevo año judicial. Si alguien solvente me lo propone, no tengo inconveniente en levantar mi copa y desear que los infortunios judiciales presentes dejen paso a los encantos de una justicia verdadera, real, sobria y rigurosa. Sé bien que jamás se tiene seguridad en aquello que el mañana nos habrá de deparar, pero se me ocurre si acaso no deberíamos esforzarnos para que el próximo curso resultase mejor que el precedente.
*** Javier Gómez de Liaño, juez en excedencia, es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.