El desplome de los resultados de los alumnos españoles en todas las categorías analizadas por el Informe PISA no puede ser excusado bajo ningún concepto.
Ni la Covid-19, ni la caída de los resultados en otros países de nuestro entorno, ni el desinterés de los padres, ni el abuso de los móviles y las pantallas pueden disculpar los peores resultados de la historia en Ciencias y Matemáticas. Mucho menos la inmigración, como ha afirmado la Generalitat catalana en un arrebato de xenofobia muy coherente, por otro lado, con su ideología nacionalista.
El hecho de que los alumnos más rezagados de España sean los de Cataluña, País Vasco y Navarra, comunidades donde el nacionalismo ha convertido el sistema educativo en un arma de adoctrinamiento y exclusión ideológica, añade un elemento más de alarma.
Un alumno catalán, vasco y navarro está hoy un curso por detrás de un alumno madrileño de su misma edad. Y esa brecha tiende a agrandarse.
No es sólo que el modelo educativo parezca profundamente equivocado. Es que ese modelo educativo ni siquiera pretende educar, sino modelar ciudadanos acríticos al gusto de las elites regionales en el poder. Ciudadanos en los que el vacío dejado por el conocimiento es ocupado por la emocionalidad y la ideología.
Parece inevitable también vincular los pésimos resultados del Informe PISA con la aprobación de sucesivas leyes educativas cuyo único punto en común es su creciente desprecio por la transmisión efectiva de conocimiento. En su apego por la "educación emocional", por el uso de las tabletas y por la sustitución del aprendizaje mecanicista en beneficio de los "descubrimientos intelectuales" espontáneos del alumno.
Es el "aprender a aprender" en el que hoy gastan su tiempo los educadores a la espera de que sus alumnos descubran la ley de la gravedad por sí solos, como si todos fueran un Issac Newton en potencia a la espera del despertar natural de un intelecto privilegiado.
Es también la consecuencia de esas teorías pedagógicas que hoy se presentan como "modernas" cuando son herederas del romanticismo alemán y de la desacreditada teoría de la tabla rasa de John Locke.
Hay que señalar también la diferencia entre centros públicos y privados. Un solo ejemplo: los alumnos de la privada están casi dos cursos por delante en matemáticas de los estudiantes de los centros públicos.
No parece que el problema sea de los alumnos. Los de Castilla y León han obtenido resultados superiores a la media española, a la media de la UE y a la media de los países de la OCDE. Todavía no están al nivel de los alumnos asiáticos, pero sí están desde luego en niveles muy superiores a los del resto de alumnos españoles.
Tampoco parece que el problema sea la hipotética falta de entusiasmo por la "nueva" educación competencial en oposición a la "vieja" educación en contenidos. Porque la comunidad que con más intensidad ha aplicado el modelo competencial, Cataluña, es también la que peores resultados ha obtenido en una prueba PISA que mide, precisamente, competencias y no conocimientos memorísticos.
Porque, ¿qué "competencias" pueden demostrarse cuando se desconoce el "contenido" sobre el que esas "competencias" deben ejercerse?
Urge sacar la educación del debate ideológico en España. Urge también que las nuevas teorías pedagógicas dejen de ser testadas en tiempo real en los alumnos antes de haber demostrado su eficacia. Las aulas españolas no pueden ser la placa de Petri de unas conjeturas pedagógicas, lingüísticas e ideológicas cuyos resultados están a la vista.